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Maleconazo: 20 años

Malecón Out

Entonces ocurrieron tres sorpresas: fue sorprendido el Gobierno, fue sorprendida la oposición y fueron sorprendidos los propios indignados.

La Habana

Malecón out.  Malecónfuera.  Más que Maleconazo.  Esta última hipérbole política emparenta, por el nombre, a los sucesos de 1994 en La Habana con los sucesos de 1989 en Caracas, que introdujeron en el vocabulario político el término Caracazo, nacido a partir de otro vocablo, Bogotazo:  el concepto que resumió  la historia de las duras y reprimidas protestas de 1948 en Bogotá, Colombia. En esta línea de acontecimientos se sitúa el México de 1968, con su Tlatelolcazo, de Tlatelolco, el nombre de la plaza en la que fueron sofocadas las protestas estudiantiles en Ciudad México.    

Pero no debemos engañarnos. El asunto solo tiene que ver con un sufijo prestado por la precocidad política. El Maleconazo no describe protestas en el sentido, la intensidad y los propósitos de sus supuestos antecedentes nominales.  Con los hechos de 1994 en Cuba estamos en presencia de la huída, no de protestas contra el régimen.  Ello se vincula más a los sucesos de la Embajada del Perú en 1980, que llevaron a la fractura del  Mariel, que a cualquier protesta de las que buscan cambios o reformas en regímenes percibidos por momentos como antipopulares.  

El Malecón habanero fue, simbólicamente, como el inmenso lago-frontera que separaba la tierra firme de la Isla, de la irrupción posible en la embajada norteamericana.  Esa es la única diferencia con las rejas de la embajada que separaban en 1980 los límites entre Cuba y Perú.  Una diferencia espacial y física, en ningún momento conceptual, entre dos acontecimientos hechos de la misma sustancia social: el hastío existencial frente a un modelo que, paradójicamente, es concebido como inmutable.

1994 fue como la tercera confirmación histórica de ese adagio popular y revolucionario, convertido en silogismo, que todos los cubanos conocemos bien: esto no hay quien lo tumbe, pero no hay quien lo arregle; por lo tanto: la huida. Y curioso es que esta proyección de la sociedad cubana se haya repetido más o menos cada 14 o 15 años. Primero Camarioca, en 1965; luego, 15 años después, el éxodo del Mariel; más tarde, en 1994, el llamado Maleconazo, todo lo cual describe como un ciclo cabalístico que parece cerrarse 19 años después, en 2013, con la reforma migratoria que permite a los cubanos de la Isla, no a todos por cierto, entrar y salir libremente del país.

Pero entre 1965 y 2014 Cuba gotea a su gente.  Lo propio de 1994 fue que concentró en el límite fronterizo a más personas de las que podían salir al mismo tiempo.

Independientemente de su longitud, el Malecón llegó a ser para las fechas una salida estrecha. Nadie podía entrar por sus pies al Lugar, otro nombre popular con el que se conoce en Cuba a los Estados Unidos. Se requería para el propósito poder votar con balsas o con lanchas. No era posible hacerlo con los pies, como había apostrofado Lenin ante los fenómenos de fuga de un pueblo.

Entonces la ilusión. Los titulares decían: "Protestas antigubernamentales en La Habana por primera vez desde el triunfo de la Revolución". Lo que era cierto en la superficie pero generó una percepción distorsionada, una ilusión típicamente óptica, del sentido de unos hechos mejor explicados por la teoría de "voz y salida" del politólogo Albert. O Hirschman. Según ella, la voz se escucha siempre que los pies no encuentren la salida.

El Maleconazo no fue, ni por asomo, la expresión de la voz que se escuchó durante el Bogotazo, el Caracazo o en Tlatelolco. Fue exclusivamente la impotencia verbal de la salida.

Ante el encierro los gritos de descarga, el vandalismo social y la explosión de los malestares acumulados por la insensibilidad de un régimen que pensó, en un error estratégico impresionante, que los cubanos podían alimentarse exclusivamente con la retórica sobre sus héroes.  Pero, como descarga psicológica, los "Abajo Fidel" se disolvieron rápidamente con la presencia física de Fidel Castro, acompañado, desde luego, y como siempre, de sus tropas del denuesto, de palos, cabillas de hierro, piedras y tentetieso.

Los que huyeron después, cuando este decidió abrir las puertas invisibles del lago fronterizo,  casi le saludan en el momento en que Fidel Castro decidió darse un salto por el Malecón para ver lo que pasaba en una parte de su isla. No es de extrañar por ello la alternancia simultánea de los "Abajo" con los "Viva Fidel", en un cachumbambé montado por los que luego armaron tranquilamente sus balsas ante la mirada vigilante del padrecito irritado. Los altos decibeles de los "Viva" apagaban los ecos ya débiles de los "Abajo" como reflejo teatral del acendrado miedo cívico de nosotros los cubanos.  

El Maleconazo debería ser entendido entonces, a 20 años, dentro de nuestra sociología específica, la cual nos enseña que nuestra dinámica y recomposición sociales se articulan básicamente sobre el par agazapamiento/huida.  Los cubanos nos agazapamos políticamente hasta que podamos huir de una situación sentida como insoportable en todos los niveles.  La lealtad afectiva al régimen, real o supuesta, se fractura a través del abandono filial de un hogar construido con celo y castigo por el "Padre" y  la recreación de la casa en otro lugar, preferentemente en el Lugar.

Es por eso que siempre vi los disturbios de 1994, y sigo viéndolos dos décadas después, como el fenómeno de las tres sorpresas. Fue sorprendido el Gobierno, quien nunca asumió que los ciudadanos podrían convertir un espacio tan público y visible como el Malecón en la plaza mayor del descontento social; fue sorprendida la oposición que, con excepciones, no intuyó la protesta masiva, abierta y pública de la ciudadanía; y fueron sorprendidos los propios indignados que, arrastrados por los acontecimientos, nunca se imaginaron a sí mismos gritando consignas antigubernamentales después de haber tomado el probable café de la mañana.

La rápida recomposición del tejido social, una vez que se podía salir sin pedir permiso por un tiempo, muestra la naturaleza excepcional del momento. Un momento imposible de inscribir en algún continuo político anterior o posterior a 1994.  

Veinte años después, continúa en pie la pregunta clave, una pregunta que no debe ser limitada a los últimos 55 años: ¿por qué los cubanos no protestan en masa?  Una respuesta posible, aunque incompleta, puede ser esta: porque tenemos Malecón. Porque podemos hacer lo que mejor sabemos hacer: huir. Hacia dentro o hacia afuera.

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