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Opinión

La luz al final del túnel

'Un cadáver es pasado de un carro a otro en una gasolinera, a una camilla le son retirados los restos de un muerto en plena vía pública o un cuerpo queda tendido a media tarde frente a la vista de todos.'

La Habana

Creo que fue a finales de los años 90 cuando estaba esperando un día en la gasolinera de la calle Ayestarán para inflar la goma de mi bicicleta, en la misma cuadra de lo que fue el cine City Hall. Era una tarde nublada, con una luz especial que los años ya me hacen dudar que sucediera como yo lo recuerdo y que, efectivamente, hubo aquella luz. Estaba parqueado un carro de funeraria cerca del área de fregado, uno de esos carros que transportan los cadáveres de la funeraria hasta el cementerio. Otro carro funerario llegó y se le detuvo al lado. Los choferes de ambos carros sacaron una camilla del primero de ellos y la pasaron al recién llegado. Sobre la camilla había un cadáver cubierto con una sábana. La sábana solo alcanzaba a cubrir de la cabeza a los tobillos, afuera quedaban los pies, de un blanco muy pálido, como si toda la imagen gris que anima mi memoria estuviera hecha en función de resaltar la palidez de aquellos pies.

Los que estábamos en torno a las bicicletas observamos la escena con estupefacción.

Muchos años después, en un velatorio en la funeraria de Calzada y K, estábamos sentados un grupo de los asistentes en un muro pequeño, hacia la calle 9. El chofer de un carro de funeraria lavaba una camilla de la que poco antes había bajado un cadáver. La camilla estaba en posición diagonal, con un extremo apoyado en el carro y el otro en el piso, el agua bajaba a la calle donde quedaba empozada. El hombre terminó su labor de higienización y se retiró del sitio. Pocos minutos después un perro lamía, para mitigar su sed, el agua que había arrastrado la suciedad de la camilla.

El pasado sábado 5 de marzo fui testigo de algo que superó con mucho las historias anteriores. A media tarde bajaba hacia la calle 23 por la Avenida de los Presidentes o calle G, dejando atrás lo que por décadas fueron las ruinas de un hospital pediátrico y hoy son un terreno sucio y amurallado, cuando vi un carro de funeraria parado de forma atípica en 25 y G, muy cerca de mí. De pronto el carro dobló y partió en sentido inverso, hacia 23. Arrastraba sobre la calle una camilla del mismo modo diagonal en que años atrás había visto lavar una semejante en Calzada y K. No terminaba de observar aquel modo extraño de llevarla cuando alguien a mi lado dijo: "Dejaron el muerto atrás", y un grupo numeroso de personas se apresuró también hacia 23.

En la misma esquina de 23 y G, por la senda de la calle G que se aleja del Malecón y se aproxima al monumento a José Miguel Gómez, estaba tendido el cadáver. El chofer del carro llegó nuevamente al lugar en donde había dejado caer el cuerpo mal cubierto por una tela, lo cargó ayudado por una empleada que le acompañaba y un hombre que pasaba por el lugar, y lo introdujeron de nuevo en el vehículo, todo ello frente a la estupefacción extraordinaria de quienes estábamos allí.

Las razones por las que un cadáver es pasado de un carro a otro en una gasolinera, a una camilla le son retirados los restos de un muerto en plena vía pública o un cuerpo queda tendido a media tarde sin ningún recato frente a la vista de todos, pueden ser muchas; pero la mayoría de ellas comparten lo que han sido los componentes esenciales de nuestras vidas. La banalización del pudor, la exaltación a espectáculo vulgar de nuestra intimidad, el empobrecimiento material y espiritual de nuestros episodios vitales, no pueden detenerse con el fin de nuestro día a día; es necesario, para que sirvan de confirmación a los que asistimos a la despedida de nuestros seres queridos en tal condición, que alcance también la última de nuestras noches.

Nuestro sistema de deficiencias se suma a lo macabro para ahondar nuestras muertes. No son pocas las historias de autos funerarios que se rompen de camino al cementerio, las cajas que se desfondan incapaces de sostener un cadáver pesado, los aventones dados a empleados de servicios necrológicos en la cabina donde viaja el cadáver. Cuando dos años después del fallecimiento de algún ser querido los cubanos acudimos a la exhumación de sus restos, de las cajas que cubrieron al cuerpo en el momento del entierro solo quedan algunos palos podridos y puede ser peor, a algún cuerpo le han arrancado las piernas para adecuar la exagerada estatura del cadáver al tamaño estándar de la caja; siempre parece que se ha visto mucho hasta que algo nuevo supera con creces lo vivido.

Es ese el correlato lúgubre de un modo de vivir que incita a no pocos médicos a dar de alta a pacientes moribundos para utilizar las camas en el ingreso de algún conocido; a fiscales e instructores policiales a liberar de la cárcel a quienes les pagan mientras recargan las penas de quienes carecen de recursos para aparecer como inflexibles; a diputados que protegen los negocitos incipientes de sus entenados mientras exaltan los valores del sistema que les ensalza sin mérito alguno; a autoridades religiosas a realizar extraños juegos de palabras para evitar decir con todas sus letras "Damas de Blanco"; y a burócratas de la cultura que comienzan su carrera exaltando la figura del cimarrón a terminar sus días encarnando, de manera voluntaria, la del esclavo.

Si se nos hace patente que después de toda una vida ni siquiera podremos asegurar un poco de decencia para nuestra muerte, la vida misma pierde su dignidad, el orgullo se espanta y cualquier luz al final del túnel no pasa de ser el bombillo que alumbra el portal de la morgue.

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