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Bitácora de cuarentena

Martazos para Nina

Comienza aquí una bitácora en tiempos de pandemia que la autora escribe en La Habana para su hija de 18 meses.

La Habana
La autora y su hija en la azotea de su casa en La Habana.
La autora y su hija en la azotea de su casa en La Habana. DDC

Hija mía (mía, y no de mi propiedad): Me he sentado a escribirte después de 26 días de no tener tiempos/energías para dejarte ni una notica de voz. He preferido darme el baño urgente (los baños de las madres son los más rápidos y, ojalá, eficientes del mundo) y correr a abrazarte mientras sueñas y hablas dormida, a darte la teta mágica. Quisiera hacer lo mismo ahora. Sin embargo, hay cosas que quiero contarte para no olvidar. Por suerte, Mamá anota casi, casi todo. Vicio de periodista.

He dejado —eso sí— registros en video de nuestras aventuras por Praga, a donde el 2 de marzo nos llevó el trabajo de mamá. Paseamos poco y no solo por trabajo. Me quedó pendiente mostrarte el castillo, la catedral, la tumba de Kafka, el Museo de los Sentidos... (Tendremos que volver juntas.) Tampoco compramos nada de lo que necesitamos y aquí escasea o no existe.

A Chequia viajamos cuando se reportaban tres casos de personas infectadas por coronavirus. Cuba, ninguno, según las autoridades. Nuestro Gobierno ha ocultado antes algunos datos sobre epidemias, brotes... Mientras, nosotras hemos sorteado dengues, chikunguñas, zikas (hasta fumigaciones no anunciadas que nos rociaron, desde el cielo, químicos mortales no solo para mosquitos), y otros males de la insalubridad cubana.

Los gobiernos ocultan cosas a sus ciudadanos. El nuestro no lo elegimos, hija. Por eso, Mamá es descreída por naturaleza. Eso, entre muchas otras cosas, trato de enseñarte. Cualquier precaución ha sido y es poca. Cuando decidí que viajaríamos decían que los niños no padecían Covid-19. Solo eran portadores. Era, lo menos, raro. Lo más, sospechoso, muy sospechoso. Pero tenía que hacer uso de tu libertad recobrada —perdida también por "mi culpa" de no quedarme callada, según algunos con toda la complicidad—.

Tenía que mostrar que se puede maternar y trabajar, si existe mínimo de condiciones. También, que viajar con nuestros hijos no nos convierte en posibles emigrantes, aun cuando parezcamos tener todas las condiciones. People in Need nos dio esa posibilidad-privilegio porque así lo quiso Clara, una feminista española que me sigue y sigo desde hace algunos años en redes sociales y a la que, tras haberte cuidado al ladito de Mamá, llamas tía Clara y le reconoces hasta la voz. La verdad, todos colaboraron con que estuviéramos bien y pudiera trabajar un poquito. Pero Clara se ganó el calificativo.

De Chequia regresamos volando (nunca mejor escrito), antes de que cerraran las fronteras de allá y de acá. En Europa se propagaba veloz el virus del Apocalipsis. Los países cancelaban eventos, reuniones de diez personas... justo a lo que habíamos viajado. Y mamá se había comprometido a regresar, aunque mamá siempre regresa, aunque regresar significara pasar por Madrid, de las ciudades con las noticias menos halagüeñas, la ciudad donde habitan tantos amigos que hace siglos extraño.

Cuba ha sido para mí maldición o bendición, según se mire. En La Habana te engendré y naciste hace casi 18 meses (justo la edad del niño cubano, el único bebé reportado por las autoridades como caso de coronavirus. Venía de España. Lo escribo y aún tiemblo). En La Habana, por primera vez en mucho tiempo tengo trabajo estable. Lo que significa nuestro sustento. El Instituto de Artivismo Hannah Arendt (INSTAR) me ha encargado una coordinación general, además de ordenar su Premio PM para audiovisuales independientes.

En La Habana también estoy más sola. INSTAR ha hecho lo que ninguna institución que conociera para respetar mi modelo de maternidad en medio del trabajo cotidiano. Una vieja amiga te cuida en la habitación de al lado mientras escribo, planeo, saco cuentas, me reúno... Sus servicios los pago con una especie de bono de maternidad, una prueba que podría funcionar para otras madres con sus hijos en otras instituciones que se piensen justas... Pero ahora estamos en cuarentena. Decidimos, como actitud cívica y epidemiológica, trabajar desde casa, a lo que Mamá dedica unas cuatro horas al día, mientras jugamos, preparo tus comidas, tu baño...

En la madrugada milito en redes, tras lavar tus ropas —a veces las mías— y desinfectar biberones... Mi generación está ausente. Los nuevos amigos, en su mayoría, emigrados recientemente (quedan tres que no andan muy bien de salud). La familia de sangre, escasa y envejecida. Hay poca gente a la que pedir ayuda. Y quisiera exponerla lo menos posible. Otra, a la que pedir ayuda es un acto de fe, que me extinguieron después de no pocos S.O.S.

Desde nuestro regreso, salimos cuatro veces: no contagiar, si éramos portadoras, y no contagiarnos en un país que demoró semanas en cerrar sus fronteras, sus escuelas; un país sin infraestructura para paliar esta nueva crisis; un país que llama a la crisis sostenida con eufemismos, donde las colas forman parte, a la fuerza, de la idiosincrasia, y donde ha colapsado su sistema de salud, con mil y una justificaciones que no vienen al caso y sus habitantes tienen, en sentido general, baja percepción de riesgo de casi todo, menos si es de política. Ahí los paraliza el miedo.

Las dos primeras salidas fueron para organizar el trabajo desde casa. Un carro directo, ida y vuelta, y reuniones con menos de cinco personas a cielo abierto, con las precauciones al máximo.

La tercera fuimos caminando 15 cuadras para pagar la electricidad que se nos había vencido justo el día que llegábamos de viaje. Mamá pidió pasar de primera a las personas de la cola. Nos dejaron con caras largas, como quien sabe que es lo correcto, pero tampoco quiere demorar un minuto más ahí. Pero, cuando regresamos a casa, ya nos habían cortado el servicio. Y no cortado a secas. Nuestro cobrador, tras la súplica de mis vecinos y con la frase lapidaria "Yo cumplo órdenes" (espero que sean de la policía política y no de su empresa porque no quiero imaginar la cantidad de personas de grupos vulnerables que, incluso sin dineros, pasaron por lo mismo que nosotras), decidió arrancar los cables que van del protector de sobretensión a la casa (una zona en la que la Empresa Eléctrica cubana se niega a brindar servicios. Debía denunciarlos). Eso me confirmó un amigo electricista, al que tuve que llamar tras la demora en restablecernos el servicio.

La cuarta, y última, fue para comprar algo de comida para paliar, al menos, el pico de la curva del virus que ya se avizoraba. Conseguimos un poco de queso, mantequilla, unas galletas integrales españolas, avena, y diez bolsitas de detergente para lavar la ropa de adultos. Nada de yogurt, por ejemplo. La cola del pollo fue imposible ni colándonos, como había hecho para el queso y la mantequilla en el desabastecido mercado de 3ra. y 70, el primero de todas las antiguas diplotiendas, cuando la tenencia de dólares era un delito.

Aún Cuba no reconocía la transmisión local y se negaba a cerrar sus fronteras y escuelas, algo que solo hizo el 24 de marzo, el día que Mamá cumplía 44 años, el día en que murió Juan Padrón, el creador de María Silvia, también de Elpidio Valdés. El día en que sumaban "57 casos confirmados y 1.479 ingresados", según el Ministerio de Salud Pública de aquí.

Durante días, Mamá pidió a gritos, con otros amigos y colegas, en redes sociales, que tomaran las medidas, aunque con ellas llegara el control casi absoluto de nuestros movimientos, de nuestras libertades. Me engatusaba la postura de Países Bajos que, desde su Ministerio de Sanidad, hablaba de que solo se podría generar inmunidad al Covid-19, si el 80% de la población sana enfermaba. Sin embargo, hasta su impulsor se desmayó en plenario público, por agotamiento, dijo. El precio a pagar es alto. Y, sobre todo, nosotros no somos holandeses. Cuba declaraba el 9 de marzo "más de 3.100 camas disponibles en todo el país", para quienes enfermaran. El último reporte oficial de las 12:00AM del 27 de marzo sumaba "cuatro recuperados, tres muertos, 119 confirmados y 2.000 ingresados” (quedarían solo unas 1.100 camas disponibles.)

Aún estamos en la batalla contra el monopolio de las telecomunicaciones ETECSA para que baje los precios de internet. Hemos sido llamados mercenarios. Otra vez, mercenaria. Algún día te contaré cómo esa palabra también ha sido mal empleada aquí.

En medio de todo esto, he saltado con cada estornudo tuyo y mío. Con cada tos. Te he medido la temperatura. He escuchado tus pulmones y velado tu ritmo respiratorio. Pero también me he reído mucho con tus travesuras.

He disfrutado cada nueva palabra y más nuestras lecturas en la mañana y después del baño. Ahora tomas el libro que deseas y lees en voz alta. Sabes los colores, aunque por momentos equivocas siempre con el azul.

Dibujamos juntas y hacemos fiestas de burbujas. Montas caballito. Vemos algunos dibujos animados —menos de los que deseas y más de los que yo quisiera—, más el documental The Elephant Queen, con el que Mamá llora. Juegas a que eres una elefantica que toma la teta de mamá elefanta, que soy yo.

Nuestras únicas escapadas son para solearnos en la mañana y, a veces, como hoy, para ver una puesta de sol maravillosa o el 24 último para comer fuera, mirando a las estrellas. Lo demás lo vemos desde la ventana: la mitad de las personas van con nasobucos, algunas lo llevan colgado del cuello o como brazalete. La prenda sale cara de 10.00CUP, si pones la tela a alguna costurera, a 5.00CUC, en Revolico.

Ayer te mostraba a dos mujeres de la mano. Fabulé que eran pareja y que, al menos, ellas eran libres de caminar de la mano ahora, que la mayoría —abrumadora siempre— estaba escondida en casa. Hemos visto al vendedor de bocaditos de helado, con la grabación que tanto nos molesta, tocar el dulce sin lavarse las manos. Y a una vecina darle dinero a un hombre afrodescendiente y en harapos que se paró frente a su reja. Hemos visto desfilar a policías y sus aprendices. Y a los pájaros que nos cantan, mientras tú te tocas la orejita para que yo preste atención y escuche.

Dice Pablo que esta bitácora es una suerte de Ética para Amador, del intelectual español Fernando Savater, que casualmente leí por 1995. Creo que fue con ese libro que aprendí que la libertad está en la forma en que respondemos a lo que nos sucede y en elegir desde lo posible. Entonces, sí, que sea una bitácora de mi ética antipatriarcal en tiempos de cuarentena y coronavirus, Nina. Que te herede, a falta de monedas, una ética desde esa libertad que no violenta a nada ni a nadie, una ética de la amistad, sobre la que se ha fundado nuestra verdadera familia. Sobrevivamos, hija. Y discúlpame la coherencia.

Mañana sigo...

2 comentarios

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Animo Marta, Bendiciones.

Muy bonito este articulo. Saludos, para la autora.