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Obituario

Fernando Alonso, en su claro de luna

Más que un perfil mayor de la danza, Alonso formó parte de esa aristocracia de espíritu que singulariza al cubano en su mejor aspecto.

La Habana

Con un cielo limpísimo, despoblado enteramente de nubes, despidió La Habana a Fernando Alonso. Tras la portada del Cementerio de Colón, obra monumental en cuya arquitectura colaboró uno de sus antepasados, descansa ya este hombre que durante 98 años se mantuvo fiel a varias de sus pasiones. Quienes tuvieron el privilegio de conocerlo, saben que con él se esfuma no solamente una personalidad esencial para el mundo de la danza, sino un fundador, en toda la extensión de la palabra, un visionario y un ser capaz de asimilar cada momento de su vida con renovada entereza. Quedan sus alumnos, algunos de los cuales tendrán ahora el reto mayúsculo de prolongar los afanes de este maestro insustituible, a fin de salvaguardar estilo y sabiduría, en un arte que no debe ser solo técnica y mecanicismo, sino interpretación de ese lenguaje al que, en Cuba, Fernando Alonso aportó tanto desde su reino propio, la danza.

Vinculado desde sus inicios a Pro Arte Musical, una de esas instituciones que ha debido ser devuelta a la memoria cubana tras varias décadas de injusto acallamiento, Fernando descubrió en esos salones la música, interesándose primeramente en el violín. En 1930, a su regreso a Cuba en una de las vacaciones que tenía mientras estudiaba en Estados Unidos, descubre que Pro Arte ha contratado a Nikolai Yavorski, bailarín ruso que un año más tarde comienza a impartir clases de ballet en dicha institución. En una función de verano, el joven de 17 años distingue, entre las bailarinas que interpretaban el vals de La bella durmiente, a una niña llamada Alicia Martínez. El tiempo se encargaría de enlazarlos, en muy distintas espirales, una y otra vez.

Un punto de giro llega en 1934, cuando la madre de Fernando y su hermano, Alberto Alonso, ocupa la presidencia de Pro Arte Musical. Laura Rayneri, la dama que tocaba a su hijo mayor el Claro de luna de Claude Debussy para adormecerlo, se erige como presidenta y provoca una serie de cambios que arrastrarán, consigo, a sus propios hijos hacia el arte de la danza. En 1936, gracias a los impulsos de la madre, Fernando sigue los pasos de su hermano y aparece ya como bailarín. La llegada tardía al rigor del entrenamiento danzario fue uno de esos obstáculos que supo vencer con dignidad. Otro claro de luna, el de Beethoven, le permitió aparecer en escena el 22 de junio, bailando junto a Alicia. Pronto serían los Alonso: la danza clásica en Cuba tendría al fin su realeza.

La experiencia posterior en Broadway, la incursión en musicales y revistas que forjaron una tenacidad y un mayor control sobre su físico y cualidades interpretativas, resultaron elementos cruciales no solo en la trayectoria del Fernando Alonso bailarín, sino en la consumación de su imagen como un hombre que agrupó, bajo el concepto de la danza, vanguardias, tradición y otras apetencias de saberes. En 1939, Alicia y él entran al American Ballet Caravan, y en 1940, ya son parte del Ballet Theatre, creado por Lucia Chase y Richard Pleasant. No dejaría de bailar para esa compañía durante los siguientes ocho años. Y en 1948, nace el Ballet Alicia Alonso. Ya para ese entonces había interpretado obras de Balanchine, Agnes de Mille, Anthony Tudor y Jerome Robbins. En la noche del 28 de octubre de 1948, el Teatro Auditorium acogió el programa inaugural de la primera compañía profesional de ballet en la Isla. El resto, es historia.

Cuando se crea la Academia de Ballet Alicia Alonso, que llegará a tener filiales en varios puntos del mapa cubano, Fernando Alonso da inicio, en 1950, a lo que será su mayor aporte. Allí desplegará y desarrollará sus extraordinarias dotes como maitre, aguzará la mirada y el sentido pedagógico en pos de una manera característica de bailar que retoma claves de la tradición mundial repensadas desde lo cubano, aprovechando las condiciones anatómicas, rítmicas, e identitarias de sus compatriotas. En 1957, durante el paso de Alicia Alonso por la Unión Soviética, le piden que ofrezca una clase magistral en un salón de Leningrado. Una vez más, el reto. Y una vez más, el triunfo. Fernando Alonso volvía a reinventarse como maestro, encarnando él mismo aquello que deseó para su país. La extraordinaria conjunción de una bailarina de dotes fabulosas, de un coreógrafo (su hermano) capaz de ahondar en lo autóctono para extraer nuevas fórmulas, y de sus habilidades como maestro, fundamentó el triunfo del Ballet de Cuba, así rebautizado en 1955.

A partir de 1959, todo eso cambia. Se agita en nuevas direcciones, se multiplica en muchos otros órdenes. Fernando, fiel a sus tres grandes amores, la danza, las mujeres y Cuba, sigue movilizando energías desde el Ballet Nacional de Cuba, nombre definitivo de la agrupación desde 1962. Bajo su égida, no solo continúa Alicia Alonso su trayectoria ascendente, sino que también aparecen las figuras que renovarán las filas del cuerpo de baile, creciendo luego hasta hacerse nombres reconocibles por derecho propio. Las "muchachitas", como las llamaba: Loipa, Mirtha, Aurora, Josefina, María Elena, Rosario, arrasarán en los festivales de la vieja Europa, y confirmarán ese milagro cubano que refrescó los viejos salones del ballet con otro índice de calidad y de gracia. Su larga vida le permitirá verlas alzarse como glorias auténticas, del mismo modo en que podrá enorgullecerse de ver cómo aquel jovencito díscolo, que prefería subirse a las matas de mangos antes que irse a las clases de ballet, acababa convirtiéndose en Jorge Esquivel, partenaire por excelencia de la Alonso. En todo ello, la mano de Fernando resultó esencial, esculpió en el paso de todas esas presencias por los grandes espacios de la danza, una impronta de luz indudable, y no envidió jamás el éxito de sus alumnos. Se hizo parte de ellos como un legado que se prolongaba en cada noche de función y de interminables ovaciones. También su extensa biografía le dejará saber de la muerte o el retiro de varios de esos discípulos. En las aulas de la Escuela de Ballet, a la que acudía para seguir aportando el consejo exacto, la nota imprescindible, se habrá querido consolar de esas pérdidas yendo en pos de los nuevos talentos.

El divorcio con Alicia Alonso, que sobreviene a mediados de la década del 70, es no solo una ruptura en el orden privado. Será el inicio de una línea de silenciamientos alrededor de su nombre y de su inocultable obra fundacional. Poco dado a reclamar lo que sabía suyo sin discusión, Fernando se entregó a su nuevo amor, la bailarina Aida Villoch, y al Ballet de Camagüey, que se benefició de esos azares y por 17 años lo tuvo al frente de su repertorio. Mientras otros se empecinaban inútilmente en disminuir su aporte, él despertó a aquella compañía de provincias, elevándola a un rasgo insospechado. Montará clásicos y experimentará con nuevos coreógrafos, llevará a su estimado Ramiro Guerra a crear una versión de El canto del ruiseñor de Stravinsky, permanecerá exigente y siempre caballeroso, rara vez alzando la voz, extrayendo de cada uno de los intérpretes un secreto que solo él les pudo develar. A inicios de los 90, todo cambia de nuevo. Se va a Monterrey. Allá lo nombrarán doctor Honoris Causa, rango que ya en La Habana le habían concedido.

Cuando vuelve a La Habana, Fernando Alonso no ha perdido lucidez ni fe en el arte. Logra restablecerse en la capital, tras la experiencia mexicana, y permanecerá aquí, colaborando con diversos proyectos, como Prodanza, de su hija Laura, o impartiendo clases. La aparición de un libro dedicado a su trayectoria, firmado por Raúl R. Ruiz, desata viejas tensiones, porque el volumen, que solo intenta subrayar lo bien sabido: que el aporte de Fernando al arte de la danza en Cuba es fundamental, y que sin su sagacidad, dimensión creadora y lucidez mucho de lo que es hoy el BNC no sería lo mismo; choca con esos anhelos de opacidad que quisieron crearse alrededor de su figura. Cuando se celebraron los 60 años de esa compaña esencial, hubo que buscarlo, al mencionar su nombre el orador que en la sala García Lorca pronunciaba las palabras de homenaje a esa agrupación, en algún balcón alejado de las cámaras. Pero estaba ahí, sin exigir nada, testigo firme y seguro de lo que esplende aún de su mayor obra. Y así se le ovacionó.

Otra ovación, la última, fue la despedida de esa tarde de domingo, bajo el sol martirizante de las tres la de la tarde. Los que acudimos a esa ceremonia, rendíamos honores no solo al ganador del premio Benois de la danza y tantas condecoraciones. No solo a ese Fernando Alonso sin el cual el ballet en la Isla tendría otra historia. En las palabras de duelo, leídas por Carlos Padrón, se insistía en su entrega a tales empeños. Aún me pregunto por qué no habló en ese acto alguien más cercano al propio Ballet Nacional de Cuba, alguno de sus discípulos, o testimoniantes de lo que él forjó. Hubo de ello solo un instante, cuando Menia Martínez leyó un breve mensaje enviado por Aurora Bosch y Loipa Araujo.

En realidad, Fernando Alonso es no solo un perfil mayor de la danza. El formaba parte de esa otra aristocracia, la del espíritu, que singulariza al cubano en su mejor aspecto. La suya era una cubanía fundadora, aportadora, sin arrogancia barata, sin exceso ni escándalo, generosa, como solía ser la de algunos de nuestros mayores. Debe ser ejemplo a los artistas cubanos de cualquier cardinal, más allá del género en que se expresen, en tiempos en los cuales la generosidad, la educación, la entrega sin dobles intereses resulta tan escasa.

Pude hablar con él algunas veces. Me alegró verlo, en una tarde matancera, sentado junto a Ramiro Guerra, en el escenario mismo del Teatro Sauto. De qué hablaban esos dos ilustres sobrevivientes, esos rostros imprescindibles, otra vez en la penumbra de un tablado, es cosa que Ramiro luego no me ha contado nunca. Y no hace mucho, en el cumpleaños 90 del propio Ramiro, les volví a ver, cruzando recuerdos, anécdotas amables o terribles, como si la vida no se les fuera a escapar nunca. Me quedaría siempre con esa imagen de Fernando Alonso. Era un caballero de la danza, que daba lecciones con su sola presencia, con su sola manera de haber atravesado una vida que solo en apariencia llega ahora a su fin. En un año que va siendo demasiado cruel con la memoria de la cultura cubana, su pérdida es no solo un accidente físico. Ojalá tenga la Isla, entre huracán y huracán de desmemorias, momento para recordarlo de vez en vez, y seguir aprendiendo de él, dibujando, a la manera en que puede hacerse sobre un telón de teatro, un claro de luna sobre esa luz enceguecedora bajo la cual lo despedimos en esta tarde de domingo.

 

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