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Opinión

'...Y toca piano'

Si algo superaba la erudición de Jorge Valls eran su humildad, su preocupación por el prójimo y su serenidad ante las adversidades que lo persiguieron durante casi toda su vida.

Nueva Jersey

Incluso para su generación, posiblemente la más furibunda y atormentada de la historia cubana, la vida de Jorge Valls Arango, muerto hace tres días tras larga y penosa enfermedad, fue ejemplar y excéntrica. Nacido en 1933 en Marianao, menos de dos décadas más tarde era líder estudiantil en la convulsa Universidad de La Habana de los últimos años del gobierno de Carlos Prío.

Estuvo opuesto al régimen de Fulgencio Batista desde el mismo golpe de Estado de 1952, y en septiembre de 1955 participó, junto a José Antonio Echeverría, Fructuoso Rodríguez y un puñado de jóvenes, en la fundación del Directorio Revolucionario, al frente de la sección obrera. De dicha organización se separará en vísperas del asalto al Palacio Presidencial por considerar dicho plan mal concebido, tanto táctica como estratégicamente. Eso no le evitó ser uno de los principales objetivos de la cacería que desencadenó la policía batistiana tras el fallido asalto, hasta que pudo consiguió asilarse en la embajada de México en La Habana, para luego marchar al exilio.

La huida de Batista y subsecuente llegada de Fidel Castro al poder lo llevó de vuelta a Cuba, aunque sin excesivo entusiasmo. El conocimiento de primera mano de la naturaleza autoritaria y desleal del líder de la triunfante revolución desde antes de su conquista del poder, le evitó la tentación de la confianza ciega y la esperanza ilimitada. Sin embargo, su condena a 20 años de prisión en 1964, más que otra muestra de la arbitrariedad de la nueva dictadura —o del carácter rencoroso de su jefe máximo— lo fue más bien de esa excentricidad de Valls: mientras que en aquellos días se acababa en la cárcel o en el pelotón de fusilamiento por los más disímiles motivos políticos o por meras sospechas, Jorge Valls terminó en prisión por defender a un amigo en cuya inocencia era uno de los pocos que creía. Se trataba de Marcos Rodríguez, acusado de delatar a las víctimas de la matanza de Humbolt 7.

Incluso convencido de lo inútil de la defensa de alguien condenado de antemano, Valls consideró su deber presentarse a declarar en el juicio que se le siguió, e intentar demostrar que lo que se argüía contra el acusado no eran pruebas contundentes, sino más bien evidencias circunstanciales. Como todos los que trataron de disuadirlo de asistir al juicio le advirtieron, el tribunal no tomó en cuenta su declaración de que Marcos Rodríguez no era el único que conocía del escondite de los revolucionarios ni poseía las llaves del apartamento. En cambio, ser el único elemento discordante en la cuidadosa coreografía en que se convirtió el juicio a Rodríguez no fue pasado por alto por el régimen y, en menos de quince días, ya había sido apresado y acusado de los más increíbles delitos.

De su larga estancia en el presidio político da cuenta no solo su libro testimonial Veinte años y cuarenta días, sino además buena parte de las memorias de sus compañeros de prisión que, comulgando o no con sus ideas políticas, no podían menos que reconocer su reconfortante presencia en medio del horror carcelario. No siendo líder de ninguna de las numerosas huelgas de hambre y protestas emprendidas en esos años, no dejó de secundarlas, menos convencido de su eficacia que de la necesidad de no abandonar a sus compañeros en sus peores momentos. Último en las bravuconadas pero entre los primeros en recibir los palos o atender a sus compañeros: de atender a las múltiples memorias que se han escrito sobre el presidio político cubano, así se puede resumir la trayectoria de Jorge Valls en aquellos años.

Lo demás fue un exilio aún más extenso, donde fue recibido con todos los honores posibles y de los que se fue desprendiendo sin esfuerzo ni aspavientos. Pudiendo gozar de la amistad de un multimillonario como George Soros o una estrella de cine como Val Kilmer —quien le ofreció un jugoso contrato para llevar su vida al cine— optó por una existencia modestísima culminada en su reciente muerte, que como la de tantos otros exiliados, llegó sin alcanzar a ver el fin de la dictadura que vio encumbrarse en su juventud. Tenía al morir 82 años.

Hasta ahí las circunstancias de su vida. Pero si, como decía Ortega y Gasset, la existencia humana se descompone en el yo y las circunstancias, cualquiera que haya conocido a Jorge Valls Arango habrá de concordar de que su yo era bastante superior a sus circunstancias. Los obituarios deben conformarse con las circunstancias, condensar su vida en palabras como "activista", "poeta", "escritor", "exprisionero político", cuando todo el que lo conoció sabe que en el caso de Jorge todo eso no es más que puro accidente. Que pudieron haber sido muy diferentes sus circunstancias, que él mismo pudiera haber sido cualquier otra cosa, siempre del lado de lo bueno y lo bello, eso sí, pero en nada cambiaría su condición de ser libre y superior que no se tomaba demasiado en serio.

Oyéndolo hablar, viéndolo desplegar su aguda inteligencia en casi cualquier región del conocimiento humano, desde las artes a las ciencias naturales, desde la historia y la filosofía a las abstracciones matemáticas o teológicas, no costaba trabajo imaginar cómo sería la experiencia de conocer a un maestro filósofo de la Grecia clásica o a alguno de aquellos legendarios héroes del Renacimiento florentino. Entre amigos siempre recordamos la vez que, luego de dar una conferencia, lo invitaron a una recepción en un apartamento neoyorquino de esos que incluso en películas parecen increíbles, donde, con la naturalidad de siempre, Jorge pasaba de un tema a otro para embeleso de unas cuantas señoras mayores que no podían creer que alguien pudiera saber tanto de tantas cosas distintas. Como siempre Valls, demasiado entretenido en diseccionar con toda la precisión posible el tema en cuestión, apenas se enteraba del efecto que producía en su auditorio. Para completar el involuntario espectáculo circense en que se iba convirtiendo la velada, un amigo empezó a presionarlo para que tocara alguna pieza en el piano que ocupaba la sala y Jorge, que si algo le molestaba más que el alarde era decepcionar a un amigo, empezó a hacer sonar el instrumento como sospecho no lo había hecho en mucho tiempo, ante lo cual una de aquellas admiradoras soltó en un suspiro: "Ay… ¡y toca piano!"

Desde entonces esa frase ha quedado entre nuestro círculo de amigos como resumen de quien, adornado con todas las virtudes imaginables, nos sorprende con una más.  

Pero si algo superaba incluso esa erudición que alcanzaba para unas cuantas existencias cultas, eran su humildad, su infinita preocupación por el prójimo, su desinterés absoluto por las recompensas mundanas y su no menos absoluta serenidad ante las adversidades que lo persiguieron durante casi toda su vida. Algo así como si ejercitara cierta forma de la santidad, solo que la suya era de algún modo clandestina, en la medida que lo puede ser alguien que se aparta de manera tan radical del común de los mortales. Gracias a eso creo que ahora entiendo mejor el desconsuelo de los discípulos de  Sócrates. Porque sospecho que más que su sabiduría y sus consejos —que luego podrían apresarse en algún libro— lo que sabían irremplazable era la confianza que les daba saber que la rectitud de sus palabras iba a estar encarnada, paso a paso, por una vida llevada con no menos exigencia. Lo que en cualquier otro hubiese sido pose, gesto antinatural, en él era la punta del inmenso iceberg de su espíritu (sí maestro, con todo lo picúo que suena).

Confieso que en vida lo admiré poco. Preferí disfrutar de su presencia como se puede preferir beber agua en una fuente romana en lugar de hacerse un selfie junto a ella. Con esa falta de perspectiva pero no de consciencia. Quizás porque admirar a alguien así equivaldría a irle redactando mentalmente el panegírico en vida. Porque su austeridad y estoicismo —ese estoicismo que llevó hasta las últimas semanas, días, y horas de su vida que sin duda fueron dolorosas pero nunca permitió que se le notase— no excluían un trato agradable, cortés y ceremonioso respaldado por su voz de león radial y matizado por su agudeza amable pero siempre despierta.

A pesar de todas las décadas, experiencias y conocimientos que me llevaba de ventaja nunca se permitió el menor gesto de condescendencia, como no se permitía otros vicios tan frecuentes como la envidia o el rencor. Su desprecio al régimen que lo había encarcelado durante dos décadas y luego expulsado al destierro, se basaba en su carácter autoritario, corrupto e inconsecuente, pero nunca en agravios personales de los que no se daba por enterado. Era, en toda la extensión de la palabra, un estoico y podía concordar perfectamente con otro compañero de credo, el emperador Marco Aurelio cuando afirmaba que "la forma más noble de vengar una ofensa es no imitar a quien nos ha ofendido".

Fue exigente consigo mismo como no lo he visto en nadie y, sin embargo, ni siquiera a la hora de su muerte estuvo convencido de haber cumplido con sus deberes. (Me cuentan que al preguntarle, en la que sería la víspera de su muerte, qué era lo que más le preocupaba, repitió varias veces: "Mi alma, mi alma"). Entre los que lo asistieron en su muerte estaba Lucy Echeverría, la hermana de José Antonio, aquel líder estudiantil con el que fundó el Directorio 60 años atrás para librar a su país de alguna tiranía. Curioso como en gente como Jorge todo nos parezca tan literal y tan simbólico al mismo tiempo.

Se sabe que todos los muertos son igualmente buenos. De ahí que en el caso de Valls todo lo dicho anteriormente parezca tan redundante, tan innecesario. Y traicionero, puesto que hemos tenido que esperar a que muriera para escribir algo que nunca nos atrevimos a decirle a la cara. Pero si algo justifica tanta indiscreción es dar cuenta de que, a pesar de su naturalidad y su humildad, los que lo conocimos somos perfectamente conscientes del privilegio que nos tocó de estar cerca de su grandeza. Y dar una idea de cuánto se perdió un país que se dio el lujo de tenerlo encerrado dos décadas y desterrarlo tres más y al que, sin embargo, él nunca abandonó por un instante. "Vivo en Cuba —solía decir cuando se le preguntaba donde vivía— y pernocto donde me agarre la noche".

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