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Opinión

Un sí por el liberalismo

El autor, nominado a las 'elecciones' municipales en La Habana, defiende el fin del sistema económico castrista.

La Habana

Cuánto tiempo y recursos va a costarle al país que los gobernantes entiendan que no es con disciplina, exigencia y control como se va a lograr el crecimiento económico, sino con libertad. La esperanza depositada en megaproyectos como el del puerto del Mariel, sepultado bajo las telarañas del voluntarismo estatista, se ve frustrada ante la realidad de que el mundo de los negocios se rige por leyes que funcionan con independencia de la voluntad de los políticos.

La economía mixta, este engendro que intenta la revitalización del socialismo, tampoco funciona. En Cuba no hay mercado y la única contraparte que encuentran los inversores extranjeros es el Estado, con un capitalismo mercantilista conocido desde hace mucho tiempo por su ineficiencia y corruptibilidad. Mientras tanto, los trabajadores, esa figura tan importante y siempre olvidada en la ecuación, no piensan en trabajar y crear, sino en cuánto "se buscan" por vías ilegales en cada empleo.

La convocatoria a la unidad de estos trabajadores no debe centrarse alrededor de un líder carismático con sus discursos y poses, tampoco alrededor de un partido único y excluyente que funge de camisa de fuerza al desarrollo económico y social de la nación.

A estos efectos, valga dejar claro que no es válido establecer comparaciones entre el Partido Revolucionario Cubano creado por Jose Martí, para llevar adelante la guerra necesaria, y el actual Partido Comunista, impuesto por la dictadura para salvaguardar sus intereses de poder impidiendo de hecho y de derecho todo por lo que nuestro Apóstol luchó y murió.

Si la soberanía residiera verdaderamente en el pueblo y no en el Consejo de Estado y el Buro Politico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba —par de grupúsculos cuál de ellos más inútil—, no habría que hacer tantos llamados al esfuerzo para aumentar la producción de alimentos y lograr una economía eficiente y próspera.

El derecho a la propiedad sigue vetado a los ciudadanos con el falso argumento de que la propiedad estatal socialista sobre los medios de producción garantiza la igualdad, la independencia y la soberanía del país, y es precisamente la negación de este derecho fundamental lo que impide la independencia ciudadana y que la soberanía sea en realidad ejercida por el pueblo, lo que da por resultado que el desarrollo económico del país sea un chiste.

Pretender que funcione la economía en manos de burócratas encargados de predeterminar desde sus despachos refrigerados qué y cuánto se va a producir, a qué precio y cómo se va a distribuir, es la utopía dentro de la utopía, un capricho de viejos trasnochados y jóvenes aprovechados que en realidad saben que el socialismo como forma de producción y distribución de las riquezas no funciona sencillamente porque donde no se crean riquezas no hay nada que distribuir.

Es por esta razón que se convoca a la piñata a inversores europeos, chinos y norteamericanos —capitalistas y eficientes por más señas—, y no a los fraternos, socialistas y arruinados empresarios norcoreanos que se debaten entre morir estoicamente de hambre o incinerados en una conflagración nuclear.

El desarrollo y aplicación de las nuevas tecnologías son la clave del incremento de la productividad, y para que se produzcan, no basta con un cierto nivel educacional alcanzado, sino que es imperativo que el empresariado nacional acceda libremente a los recursos y las oportunidades que se les puedan ofrecer mediante leyes favorables a los pequeños y medianos emprendedores, estimulados por bajas cargas impositivas y con capacidad de importar y vender sus productos o servicios en el mercado nacional o en el exterior, sin intermediación del Estado.

Todo esto suena a liberalismo y sin duda lo es, pero parece ser la única alternativa viable para que la nación salga del empantanamiento en que la ha sumido tanto experimento socializante y caprichos mesiánicos.

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