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Política

Venezuela: los límites de la legitimidad

De momento, las aspiraciones de recuperar la libertad política y celebrar comicios limpios que encarna Juan Guaidó se mueven en el terreno del simbolismo.

Málaga

La última vez que Nicolás Maduro se presentó a unos comicios generales en Venezuela obtuvo, según el conteo oficial, las dos terceras partes del 46% de los votos del total de ciudadanos inscritos en el censo electoral, o sea algo menos del 30% del sufragio posible. Ese resultado se alcanzó después de invalidar a varios candidatos opositores, amordazar la prensa, intimidar a la ciudadanía y falsear un buen número de cédulas. 

Las condiciones en las que se llevó a cabo esa elección en mayo de 2018 fueron tan notoriamente fraudulentas, que las Naciones Unidas, la OEA y la mayoría de las democracias occidentales la rechazaron por falta de garantías y decidieron que no reconocerían validez alguna a sus resultados.

Desde entonces, la situación del país ha empeorado considerablemente. La economía ha seguido hundiéndose en una espiral de hiperinflación e inepcia administrativa, aumenta la fuga de capitales, la crisis devasta ya los sistemas de atención médica y abastecimiento, y los apagones afectan severamente al suministro de agua y alimentos, el transporte y las comunicaciones. Más de tres millones de venezolanos han huido del país, en un éxodo sin precedentes en tiempos de paz. 

En estas condiciones, la fracción de la población que respalda activamente al Gobierno apenas alcanza el 14%, según cálculos de dos importantes encuestadoras venezolanas entrevistadas por DIARIO DE CUBA. Esos elementos que aún apoya a Maduro componen mayoritariamente el aparato represivo y las fuerzas armadas bolivarianas, que se mantienen con el soporte de La Habana y Moscú. El 86% restante de los venezolanos no siente ninguna simpatía por la dictadura y desea no solo un cambio de Gobierno, sino de régimen, para dejar atrás la pesadilla del castrochavismo.

Y a pesar del rechazo masivo que concita la narcotiranía bolivariana dentro y fuera del país, y de que la iniciativa de Juan Guaidó de asumir la presidencia interina y convocar nuevas elecciones ha recibido el apoyo de 50 Estados democráticos, la pirámide del poder sigue incólume en Venezuela. Maduro, asesorado por el aparato represivo cubano, ha procedido con suma cautela en esta coyuntura. Da por perdida la adhesión de las capas populares que ayer aupaban a Chávez y sabe que no puede esperar gran cosa de la economía, lastrada por la mala gestión del petróleo y la rapiña que practica su séquito de militares y boliburgueses. Mantiene la lealtad de los "colectivos", convertidos ya oficialmente en órganos represivos motorizados y, sobre todo, se esmera en conservar la unidad de los altos mandos de las fuerzas armadas. Se abstiene de reprimir abiertamente las manifestaciones callejeras y aplica una estrategia de encarcelamiento selectivo y de ataques a figuras opositoras de segunda fila, para atenuar la repercusión noticiosa de sus actos. 

Esa estrategia pone de manifiesto la clave de la supervivencia del sistema: en el mundo moderno basta con el apoyo de un pequeño sector de la población y el control estricto de las palancas del poder —jefatura del ejército, las milicias y la policía política, medios de comunicación, dispositivos esenciales de la economía— para mantenerse en el gobierno y dominar al resto del país. A eso ha quedado reducida la famosa dictadura del proletariado que preconizaban los fundadores de la secta.

El principio de legitimidad que fundamenta a la democracia contemporánea adolece de escasa eficacia cuando se enfrenta al totalitarismo marxista. Poco importa lo que la inmensa mayoría cree y opina, si el aparato represivo y las fuentes de riqueza están férreamente manejados por una minoría compacta. Ni el empobrecimiento masivo, ni la violación de derechos humanos, ni la ausencia de libertades fundamentales resultan factores decisivos, como demostró el ejemplo de Cuba y como puede constatarse hoy en Venezuela.

Por el momento, las aspiraciones de recuperar la libertad política y celebrar comicios limpios que encarnan Juan Guaidó y su equipo de legisladores, se mueven en el terreno del simbolismo. Esta dimensión, basada en el principio de la legitimidad democrática, es importante en política, pero está necesitada también de resultados prácticos o pronto perderá gran parte de su impulso transformador.

Para lograr esos resultados en el plano real, es preciso romper la unidad del núcleo dirigente que facilita a Maduro el control del aparato político-económico-militar. Y el eslabón más débil de esa cadena lo constituyen los altos mandos de las fuerzas armadas. 

Los generales que ahora sustentan al subcaudillo, también creen que puede haber vida y hacienda en el posmadurismo. Pero solo romperán filas cuando vean que las potencias occidentales están realmente decididas a poner los medios materiales para derrocarlo. Dicho más claramente, cuando haya sendas divisiones acorazadas en las fronteras de Brasil y Colombia, y un portaaviones estadounidense frente a La Guaira. Si ese momento llegase, la resolución inequívoca de utilizar la fuerza podría provocar el colapso del régimen, porque entonces el bloque monolítico que ahora sustenta a Maduro se resquebrajaría. Por el momento los generales no están demasiado preocupados y sacan pecho junto al dictador, porque la confrontación se limita al intercambio de declaraciones y condenas diplomáticas. Pero si le vieran la oreja al lobo, comenzaría la estampida. Entre otras razones, porque saben que ni Cuba ni Rusia están en condiciones de intervenir directamente en una operación militar de ese tipo. 

El problema es que hay razones suficientes para dudar de que finalmente eso vaya a ocurrir. Estados Unidos tiene mala prensa en el continente, por las injerencias pasadas y la indiferencia reciente, y las democracias de la región no parecen dispuestas a arriesgarse, más allá de los comunicados altisonantes, para salvar a Venezuela del aumento exponencial del caos y la represión que le aguarda a la vuelta de la esquina; en cuanto Guaidó y los demás defensores de la libertad tropiecen —una vez más— con los límites de la legitimidad.

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