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Brasil

Bolsonaro, el voto de la desilusión

La corrupción y la vieja política han distanciado al PT de las clases medias brasileñas que lo auparon al poder.

Madrid

"La crisis explotó en 2008 y se están procesando sus efectos. El Brexit tiene que ver con esta situación, como Trump y el fenómeno de Bolsonaro. Solo que allí es neonazismo y aquí es neofascismo", así comentaba hace unos días Fernando Haddad en el diario español El País el auge de un candidato ultraderechista en Brasil.

Esta respuesta explica, en cierta medida, el estancamiento del Partido de los Trabajadores (PT) en los comicios presidenciales que se están celebrando este mes en el país suramericano.

Ciertamente, la recesión que golpeó profundamente la economía brasileña, entre 2014 y 2016, ha dejado graves secuelas. 

Así, el crecimiento económico es aún balbuciente, la tasa de desempleo ronda el 12% y el trabajo informal concierne al 37% de la población ocupada. Algo que se ha traducido en una caída de la renta per cápita del 7,5% en los últimos cuatro años, a la vez que la pobreza ha aumentado un 33%, afectando actualmente a más de 23 millones de personas.

No es tampoco de excluir que el recrudecimiento de la violencia esté ligado al empobrecimiento de amplias capas de la población. En 2017, por ejemplo, se registraron 63.880 homicidios, es decir un promedio de 175 asesinatos por día, y alrededor de 60.000 violaciones.

Rechazo a la clase política tradicional

Pero el crecimiento electoral de Bolsonaro, si bien no es ajeno a los recientes brotes fascistas en el conjunto de las democracias occidentales, representa ante todo un fortísimo rechazo a la clase política tradicional brasileña, considerada por la ciudadanía como la responsable de una cotidianidad marcada por la precariedad y la violencia. Y, en particular, al emblema del poder en lo que va de siglo, el PT.

Algo que parece no haber entendido la cúpula del partido sindicalista, dada la respuesta de Haddad al diario español.

Prueba de esta antipatía es el descalabro sufrido por los otros dos grandes partidos del país. En la primera vuelta Geraldo Alckmin, exgobernador de San Pablo y candidato del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), alcanzó apenas el 4% de los votos, mientras que el exministro de Economía y expresidente del Banco Central, Henrique Meirelles, del oficialista Movimiento Democrático Brasileño (MDB), recaudó un irrisorio 1%.

Se puede argüir que en los comicios presidenciales brasileños la personalidad de los candidatos importa más que los partidos. Pero aun siguiendo ese rasero, el desmoronamiento de las grandes formaciones políticas es patente. Tanto el PT como el PSDB y el MDB registraron consecuentes pérdidas de escaños en las dos cámaras del Congreso.

Por lo tanto, el PT se ve arrastrado por una oleada de descontento que va mucho más allá de sus siglas. Sin embargo, el hecho de haber ocupado la presidencia del país entre 2003 y 2016 lo sitúa en el centro de la ira ciudadana. 

En este repudio también confluyen otros factores. El primero, y el más obvio, es la corrupción. La trama Petrobras, que ha involucrado al conjunto de la clase política, ha fisurado por completo la credibilidad moral del partido de izquierda. 

Ya en el primer mandato del PT el escándalo del Mensalão había dejado en entredicho las capacidades del petismo para escapar a la corrupción estructural, que caracteriza a la política brasileña. 

El Mensalão es como se conoce comúnmente un esquema de corrupción descubierto en 2005, que reveló que los grupos parlamentarios recibían dinero desviado de los fondos públicos para aprobar las medidas propuestas por el Gobierno de entonces.

En 2012 el Tribunal Supremo Federal de Brasil condenó a quien fuera el brazo derecho de Lula, José Dirceu, a siete años y 11 meses de prisión por haber encabezado dicha trama. El encarcelamiento de Lula este año, en otro marco pero también por corrupción, ha sido la gota de más.  

A juicio del electorado, la implicación del PT en los sonados escándalos de corrupción es aún más grave, puesto que la formación laborista emergió y llegó al poder con la promesa de cambiar las malas prácticas de la política tradicional. De la desilusión al voto de castigo solo hay un paso.

Otro elemento determinante es el revanchismo de clase que encarna Bolsonaro. Sus bravuconadas contra los pobres y los negros, que con frecuencia son los mismos y constituyen una de las bases electorales más sólidas del PT, apelan al imaginario clasista y racista de las elites rurales y de las clases medias y pudientes urbanas, compuestas por una aplastante mayoría blanca.

Una estrategia fallida

De todo este conjunto de variables, empero, la cúpula del PT parece solo haber retenido el último factor –la revancha clasista–, apuntando a una persecución político-judicial que se ha saldado con la destitución de Dima Rousseff y la condena a prisión de Lula. 

Sin dudas, tanto la destitución de Rousseff como el encarcelamiento de Lula se sustentan en elementos endebles, pero no por ello han sido procesos anticonstitucionales.

Y es justamente esta victimización lo que ha llevado al PT a orquestar prácticamente toda una campaña de corte defensivo, escudándose tras la figura de Lula. La apuesta ha tenido cierto éxito, pues le ha garantizado al partido los votos incondicionales, pero lo ha alejado de quienes le dieran la presidencia en tres ocasiones, las clases medias.  

Para frenar el ascenso de Bolsonaro, sin necesariamente abandonar sus postulados de izquierda, el PT necesitaba articular un discurso que reflejara una comprensión de sus propios fallos, poniendo en la mirilla la corrupción y la politiquería.

Es lo que ha intentado hacer en los últimos tiempos Haddad, hablando abiertamente de los errores cometidos por el partido o bien dejando de ir a visitar a Lula como figura tutelar.

Más allá de la contienda electoral, los pasos de Haddad, si de veras cree que la democracia brasileña está en peligro, tendrían que buscar una renovación del PT, actualizando su discurso y sus prácticas y propiciando otra vez el contacto con el conjunto de la ciudadanía.

Para esta vez sea quizás demasiado tarde, pero no para ejercer una oposición realmente eficaz.

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