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Política

Nicaragua, el poder tinto en sangre

La brutal represión desatada por el Gobierno de Ortega ha destruido la connivencia de los sectores económicos con el régimen.

Madrid

Hace unas semanas la politóloga nicaragüense Edipcia Dubón vaticinaba en DIARIO DE CUBA que el Gobierno de Daniel Ortega estaría "dispuesto a dar la batalla hasta las últimas consecuencias".

Los más recientes acontecimientos parecen darle razón. Las cifras de la represión en Nicaragua se elevan ya a un centenar de muertos desde el inicio de las manifestaciones en abril. 

Lo que comenzó como una protesta estudiantil contra las reformas del Seguro Social se extendió rápidamente al conjunto de la sociedad y ha terminado por convertirse en un rechazo masivo al régimen de Managua.

Y es que la violencia a ultranza empleada por las autoridades –en la que fuerzas antimotines son respaldadas por grupos de choque oficialistas y francotiradores–, en lugar de aplacar las marchas, ha acentuado la indignación en la ciudadanía.

Así, el miércoles pasado centenares de miles de personas abarrotaron las calles de la capital en la Marcha de las Madres, convocada en honor a las mujeres que han perdido a sus hijos a causa de la represión. 

A ella acudieron prácticamente todos los estamentos de la sociedad nicaragüense –campesinos, indígenas, universitarios, incontables organizaciones de la sociedad civil, empresarios, etc.– evidenciando el aislamiento del régimen.

Ruptura del modelo corporativista

La presencia activa del empresariado en las marchas es más que notable, puesto que dicho gremio era uno de los pilares del "modelo corporativista" que instauró Daniel Ortega en la última década. 

Esto consistía básicamente en una concertación entre el poder y las altas esferas económicas para propiciar un ambiente propenso a los negocios en el país. A cambio de las medidas tomadas a su favor, el empresariado hacía caso omiso de la deriva autoritaria del régimen. 

Un autoritarismo que se hizo patente con la reforma constitucional de 2014, que le otorgaba mayores prerrogativas a la Presidencia y oficializaba la reelección indefinida al máximo cargo de la nación. 

Por si fuera poco, mientras aumentaban las denuncias de violaciones de derechos humanos y las restricciones a la libertad de la prensa, el nepotismo se convirtió en política de Estado –la esposa de Ortega, Rosario Murillo, es la vicepresidenta de la nación y sus hijos han ocupado puestos clave como asesores del presidente–.

Sin embargo, la brutal represión con que el Gobierno ha reaccionado últimamente ante el descontento general ha hecho trizas la connivencia de los sectores económicos con el régimen.

La semana pasada, por ejemplo, el Consejo Superior de la Empresa Privada (COSEP), la principal cámara empresarial de Nicaragua, les pidió a sus miembros que cesaran de inmediato cualquier relación con el Gobierno de Ortega.

El COSEP, a raíz de los cruentos sucesos de abril, ya había suspendido las reuniones con las autoridades gubernamentales. Aun así, no pocos miembros de la cámara mantenían sus puestos en comisiones o comités directivos de instituciones públicas –una colaboración que era parte consustancial del modelo implementado por Ortega–. 

Con este último paso queda consumada la ruptura entre el Gobierno y el sector privado.

Enajenación 

Por lo tanto, el Ejecutivo nicaragüense parece cada vez más pertrechado en un aislamiento que lleva a la enajenación. 

Prueba de ello es su insistencia, pese a seguir reprimiendo ferozmente las manifestaciones, en que se reanude la mesa de diálogo con la sociedad civil, iniciada a mediados de mayo y suspendida justo una semana después por falta de consenso entre las partes. 

Los Obispos de la Conferencia Episcopal de Nicaragua (CEN), que ofician como mediadores del diálogo, han dejado claro estos días que no se retornará a la mesa de negociaciones mientras se siga negando a la población el derecho a manifestarse.

En realidad, la invitación del Gobierno a la conciliación es cínica. Por un lado, se ha negado rotundamente a abordar los reclamos que le han sido formulados: reforma parcial de la Constitución para adelantar de manera inmediata las elecciones, destitución de los magistrados del Poder Electoral –acusados de amañar los procesos electorales a favor de Ortega–, creación de una Ley Marco que dé pie a una transición pacífica hacia el restablecimiento de las garantías democráticas.

Y, por otra parte, ha dejado en letra muerta las recomendaciones que le hiciera la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). 

Estas contemplan la creación de un mecanismo de investigación internacional sobre los hechos de violencia ocurridos desde el inicio de las protestas, la toma de medidas necesarias para garantizar la seguridad y la vida de los manifestantes, y el desmantelamiento de los grupos parapoliciales. 

Visto así, la alternancia entre violencia y llamado a la negociación corresponde, según Edipcia Dubón, a una "apuesta por agotar al pueblo con la dinámica diálogo/represión". La ferocidad mostrada estos meses por el Gobierno corresponde a una fuga hacia adelante ante la drástica reducción de su base de apoyos.

Tal como señala el periodista nicaragüense Carlos Salinas en El País, "a Ortega le quedan dos opciones: negociar el fin del régimen con garantías para él y su familia o atornillarse en la violencia y desatar un baño de sangre en Nicaragua".

Sobran indicios para creer que ha optado por la segunda vía.

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