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Opinión

De la Teología de la Liberación a la de la ofuscación

El marxismo, que definió la religión como el 'opio de los pueblos', se refugia hoy en una mágica fe religiosa.

Ginebra

Cuán amargo y frustrante debe de ser pasar la vida intentando cuadrar el círculo, pensando que la realidad habrá de corroborar nuestras más preciadas convicciones, comprobando luego que dicha realidad no hace sino contradecirlas sin piedad

En esa situación particularmente ingrata, de ver sus certidumbres desmentidas por los hechos, se encuentra la izquierda autodenominada revolucionaria.

En efecto, dicha izquierda no ha cesado de afirmar desde hace más de un siglo (equivocándose una y otra vez) que el capitalismo ya entró en su crisis final; que el socialismo (es decir, el control estatal de los medios de producción a costa de la destrucción de los incentivos del mercado) es más apto que el capitalismo para promover la base material y tecnológica (las "fuerzas productivas" en la jerga marxista) de la sociedad; que del socialismo surgirá un "hombre nuevo" (como lo llamó el Che Guevara) liberado de motivaciones individualistas y consagrado a promover el bien común.

Muy a su pesar, a esa izquierda no le queda más remedio que admitir que el capitalismo ha logrado rebasar cada una de sus crisis; que el socialismo ha resultado ser un fiasco, cuando no una tragedia, donde quiera se haya instalado; que los regímenes socialistas, de Stalin a Maduro (pasando por los de Mengistu, Mao Tse-Tung y los Castro), se mantienen en el poder a fuerza de represión; que en los países socialistas prima el "sálvese quien pueda" y no el cacareado "bien común", y que el "hombre nuevo" del Che no acaba aún de nacer.

¿Cómo reaccionar ante esos hechos? ¿Haciendo tabla rasa y renunciando a tan arraigadas creencias? Para un militante revolucionario, eso equivaldría a abjurar de la lucha de toda una vida. Entonces, ¿por qué no buscar subterfugios que permitan seguir apostando a favor de ideas manidas y proyectos malogrados?

De ahí que muchos revolucionarios hagan caso omiso de la implacable realidad y repitan, tratando de convencerse, que poco importa si el capitalismo rebasa cada crisis; si los regímenes socialistas han cometido "errores" que los llevan al fracaso; si el socialismo nunca ha engendrado el "hombre nuevo"; si uno sigue convencido del triunfo ineluctable y cercano de la Revolución.

A partir de ahí, el raciocinio se anquilosa; la lucidez se entumece; las creencias se transforman en dogmas de fe, como ocurre en la religión.

Ahora bien, aunque no cabe duda alguna de que la fe tiene cabida en el campo religioso (pues la religión aborda temas que se sitúan más allá de nuestras facultades cognitivas), no es menos cierto que recurrir a dicha fe para negar hechos observados empíricamente carece totalmente de justificación.

Ironía de la historia: el divorcio entre la teoría y los hechos, que nuestros revolucionarios, con razón, tanto le reprocharon a George W. Bush (en aquel caso en torno a la falsa existencia de armas de destrucción masiva en Iraq), es lo que practican esos mismos revolucionarios, desde hace un largo tiempo, en torno a la supuesta muerte inminente del capitalismo y la falsa superioridad del socialismo.

Ironía de la historia, además: el marxismo, que había definido la religión como el "opio de los pueblos", se refugia hoy en una mágica fe religiosa que, cual una droga, produce la ilusión de confiar en el éxito futuro de un ideario a la deriva.

En esa actividad casi mística que consiste en utilizar la fe como tabla de salvación de un pensamiento revolucionario desahuciado por los hechos, juegan un papel preclaro antiguos paladines y actuales simpatizantes de la extinta "teología de la liberación" que tanta influencia llegó a tener en América Latina en los años 70 y 80 del siglo pasado.

Entusiasmados por la popularidad que lograron alcanzar defendiendo las tesis marxistas y los "movimientos de liberación" de nuestro continente, a esos personajes les costaba mucho resignarse a admitir el fracaso, en el último cuarto del siglo XX, del proyecto socialista en múltiples regiones y países. Y formados en la práctica de los dogmas de la fe, tuvo que resultarles muy fácil, por no decir instintivo, recurrir a la fe para tratar de mantener en vida sus estropeadas certidumbres.

Es así como algunos abanderados y seguidores de la teología de la liberación se han convertido en personajes claves de lo que podría llamarse una teología de la ofuscación, la cual prescinde de la realidad con tal de mantener viva la fe cuasi religiosa en la Revolución.

En los momentos actuales, nadie ha asumido más explícitamente, y no sin cierto orgullo, su indiferencia ante la evidencia empírica que el revolucionario teólogo Juan José Tamayo. En efecto, promocionando uno de sus libros, y para dejar claro que los hechos observados no alteran sus ideas, Tamayo ha hecho suya, citándola en más de una ocasión, la famosa frase del filósofo marxista alemán de inicios del siglo XIX Ernst Bloch: "Si una teoría no está de acuerdo con los hechos, peor para los hechos". Más claro ni el agua.

Por otra parte, nadie ha mostrado mayor constancia en anunciar que hemos entrado en la crisis final del capitalismo que el gran exponente de la teología de la liberación Leonardo Boff. En 2011, en medio de la llamada "gran recesión" que atravesaba la economía mundial, Boff se adelanta a sostener que "la crisis actual del capitalismo es más que coyuntural y estructural; es terminal". Admite al mismo tiempo estar "consciente de que pocas personas sustentan esta tesis", pero tal solitud parece más bien fortalecerlo en su posición.

Hoy la gran recesión ha quedado atrás. Todos los indicadores muestran que el crecimiento económico repunta a nivel mundial. Aun así, Leonardo Boff no admite haberse equivocado. Por el contrario vuelve a la carga y afirma en 2015, reincidiendo en 2018, que "el sistema del capital ha entrado en colapso".

Para mantener incólume su fe en la crisis final, Boff arguye que "la crisis es terminal porque todos nosotros, pero particularmente el capitalismo, nos hemos saltado los límites de la tierra".

Con eso tendremos crisis final del capitalismo para rato (¿décadas?, ¿siglos?). Pues no es mañana ni pasado que los cambios ecológicos, incluso el más inquietante de todos, el calentamiento climático, podrían eventualmente culminar en una crisis planetaria.

La espera será tanto más larga cuanto que estimaciones científicas publicadas recientemente en la prestigiosa revista Nature indican que el calentamiento climático es menos pronunciado de lo previsto. Añádase a esto que hoy se habla cada vez más, con miras a contrarrestar o revertir dicho calentamiento, de las posibilidades que ofrece la geoingeniería, es decir, la aplicación de la tecnología moderna (fruto del capitalismo) al campo de la ecología.

Tan amplio margen de tiempo les ofrece a los agoreros de la crisis final del capitalismo un filón inagotable de oportunidades para poder afirmar, en cada generación, que el apocalipsis capitalista está al doblar de la esquina a causa del deterioro ecológico, aunque el endemoniado capitalismo continúe moviéndose a sus anchas.

La teología de la ofuscación ha encontrado su nuevo guía nada menos que en la persona del actual ocupante del trono de San Pedro en el Vaticano, es decir, el Papa Francisco. 

Para criticar el capitalismo, el Papa no tiene pelos en la lengua, afirmando que, en su versión actual, dicho sistema "mata", llegando incluso a calificarlo de "nueva tiranía invisible".

Con su invectiva anticapitalista, el Santo Padre olvida que la globalización de la economía de mercado —en otras palabras, el actual sistema capitalista— ha logrado reducir la pobreza extrema en el mundo en magnitudes nunca vistas anteriormente. El porcentaje de personas que viven en tan penosa situación se ha reducido en más de la mitad en los últimos 30 años y se estima que es factible erradicarla totalmente antes de 2030.

La teología de la ofuscación que representa el Santo Padre no se limita a sus diatribas en contra del capitalismo. La misma parece guiarle igualmente en su apenas velado desdén por las víctimas de regímenes socialistas.

¿Por qué, en efecto, el papa Francisco, mientras visitaba EEUU, tuvo a bien abogar por la abolición de la pena de muerte, condenar el comercio de armas, criticar el sistema carcelario de ese país y defender a los indocumentados, pero por el contrario, durante su viaje a Cuba, no dijo absolutamente nada sobre la represión del régimen de los Castro ni se dignó a recibir a una delegación cualquiera de los disidentes que enfrentan corajudamente dicho régimen al precio de detenciones y palizas arbitrarias?

La misma indiferencia papal se observa con respecto al martirio del pueblo venezolano. En efecto, los comentarios de Francisco al respecto han sido hasta ahora de una vaguedad escalofriante. Miles de detenidos, centenares de presos políticos y 120 manifestantes asesinados a mansalva no suscitan ninguna crítica firme de su parte. Ni siquiera las recientes amenazas del presidente Maduro contra los obispos de Venezuela —quienes valientemente denuncian la represión y el caos humanitario que reinan en ese país— han movido al Papa a romper su inexcusable mutismo.

Los horrores de las guerrillas izquierdistas han sido igualmente subvalorados o ignorados por Francisco. En efecto, durante su reciente viaje al Perú, Su Santidad afirmó que una monja chismosa es "peor que lo de Ayacucho hace años" (en referencia a la devastación creada por el grupo terrorista Sendero Luminoso en esa región del Perú). Esa afirmación refleja lo poco que parecen conmover al papa Francisco los millares de muertes y desapariciones que dejó a su paso esa pandilla de asesinos sin escrúpulos.

Por sus yerros intelectuales, y por su empatía implícita o abierta por regímenes socialistas dictatoriales, los adalides de la teología de la ofuscación no tendrán mejor suerte ante el juicio de la Historia que aquellos curas fascistas, antiliberales y anticapitalistas, defensores de un Estado corporativo de corte mussoliniano, que vieron en el franquismo la solución de los problemas de España y justificaron o relativizaron los crímenes del funesto "Caudillo", Francisco Franco.

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