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América Latina

Honduras, la democracia en veremos

El escenario rocambolesco de las últimas semanas confirma la pérdida de credibilidad que han sufrido las instituciones desde el derrocamiento de Manuel Zelaya en 2009.

Madrid

Un golpe de Estado nunca es un buen precedente para una democracia, así sea para salvarla. Quizás la consecuencia lógica del derrocamiento de Manuel Zelaya en 2009 sea el turbio culebrón electoral de la última quincena en Honduras.

La Organización de Estados Americanos (OEA) denunció la semana pasada la "falta de garantías y transparencia" en las recientes elecciones presidenciales de Honduras. Marco Ramiro Lobo, magistrado suplente del Tribunal Supremo Electoral (TSE), consideró sospechosas las caídas del sistema de transmisión de datos durante el conteo de los votos y que era necesario un recuento total de los mismos para despejar las dudas.

Aún así este domingo el TSE afirmó que no había encontrado "evidencias de fraude" en los comicios, después de finalizar el escrutinio voto por voto de las 4.753 actas que no habían sido transmitidas el 26 de noviembre.

Un fallo que confirma la reelección, por cuatro años más, del presidente hondureño, Juan Orlando Hernández. La oposición, sin embargo, ha impugnado el conteo y, pocas horas después del anuncio del TSE, miles de sus seguidores salieron a protestar en las calles de Tegucigalpa para mostrar su rechazo ante el "fraude electoral".

A la espera de que se diriman los recursos e impugnaciones sobre el proceso electoral, el TSE no ha proclamado aún oficialmente un vencedor. El plazo límite para ello es el 26 de diciembre.

Concentración de poder

Lo que sí queda demostrado es que el perdedor de estas elecciones es la democracia hondureña. El escenario rocambolesco de estas últimas semanas confirma la pérdida de credibilidad que han sufrido las instituciones desde el derrocamiento de Manuel Zelaya en 2009.

La razón esgrimida para la destitución de Zelaya era que promovía un plebiscito que le permitiría reformar la Constitución y derogar la prohibición de la reelección. Sin embargo, el actual mandatario, Juan Orlando Hernández, logró que la Corte Suprema autorizara su participación en estas elecciones, pese al interdicto constitucional.

Este es un ejemplo de cómo las instituciones han sido instrumentalizadas en los últimos años en beneficio de la presidencia: recomposición de la Corte Suprema, modificación de la ley electoral, adopción de una legislación que obstaculiza el acceso a la información sobre el desempeño de la administración pública, creación de un Consejo de Defensa y Seguridad que limita el margen de acción de los poderes legislativo y judicial.

La concentración de poderes en la figura presidencial encontraría justificación en la necesidad de aumentar la eficacia en la lucha contra la violencia que asola al país. Honduras posee, en efecto, una de las tasas de homicidios más altas del mundo.

En ese sentido, desde su llegada al poder, Hernández ha buscado con cierto éxito reducir el número de muertes violentas. Pero a la vez ha ido vaciando de contenido el entramado institucional en que se sustenta el juego democrático.

No en balde, "la confianza en el sistema electoral se ha debilitado entre muchos hondureños. Los aliados de Hernández controlan al tribunal electoral (...) y los cambios a la ley electoral le permiten al Partido Nacional controlar el conteo de los votos en los centros electorales", reporta Elisabeth Malkin en The New York Times.

Corrupción endémica

Esta desconfianza es también generada por la corrupción endémica que asola al sistema político y, en particular, al oficialista Partido Nacional. No solo existen indicios de que la campaña presidencial de Hernández, en 2013, fue financiada irregularmente, sino que los legisladores del Partido Nacional han frenado en el Congreso los proyectos de ley para luchar contra la corrupción, llegando incluso a aprobar un Código Penal que reduce las sentencias de prisión por corrupción.

La prevaricación de las élites políticas hondureñas se traduce también en la oleada de asesinatos que ha golpeado durante esta década a los defensores del medioambiente. Según Global Witness, una ONG que documenta la violencia contra los ecologistas en el mundo, Honduras es el país más peligroso del planeta para el activismo ambiental.

En un informe de enero de 2017, la ONG destaca que desde 2010 más de 120 personas han sido asesinadas por oponerse a las presas, a las minas o a la tala en sus tierras. Los crímenes son obra de "fuerzas del Estado, guardias de seguridad o asesinos a sueldo".

Global Witness denuncia el contubernio entre élites políticas y empresariales, que se refleja en una impunidad casi absoluta. El "Estado cierra los ojos ante los asesinatos y los abusos de derechos humanos", ya que la corrupción generalizada hace que los intereses comerciales y empresariales se impongan ante cualquier otra consideración.

Este disfuncionamiento de las instituciones agrava los problemas que enfrenta la sociedad hondureña: la pobreza que afecta a dos tercios de la población, una presencia abrumadora del narcotráfico, índices de violencia descomunales.

En semejante contexto, la fuerte polarización política —por un lado, el Partido Nacionalista en el poder y, por el otro, la Alianza de Oposición— amenaza con poner aún más a prueba la estabilidad del país.

El rol de la comunidad internacional, y en particular de la OEA, será fundamental en el futuro inmediato de la nación centroamericana. Este depende en gran medida de la anuencia o del rechazo que suscite la deriva autoritaria del poder en Honduras.

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