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Política

Mugabe, ¿el último rey?

¿Cómo un hombre así se convierte en dictador? Mugabe no es el 'rey' de pacotilla que llega chorreando sangre, traicionando a sus amigos, coaligándose con sus enemigos.

Miami

La alegría en las calles de Harare, capital zimbawense, era apoteósica. Tras 37 años de férreo control sobre todas las instituciones del país africano, los militares y los civiles expresaban con bailes, música, desenfreno en general, la abdicación del hombre que la mayoría había conocido como único presidente.

¿Cómo es posible tanta celebración si, según los medios oficiales, las más recientes votaciones, y la mayoría del parlamento del país africano hasta hace unas semanas "apoyaba" a quien fuera uno de los emblemas de la independentismo colonial? Una alegría, por cierto, ignorada en La Habana por la prensa oficial y otros medios de comunicación.  

Robert Mugabe, como muchos otros, no es el "rey" de pacotilla que llega chorreando sangre, traicionando a sus amigos, coaligándose con sus enemigos. Al escribir la historia de la independencia africana del colonialismo europeo, y el apartheid de las minorías blancas, Mugabe tiene un lugar entre los líderes más importantes como Nelson Mandela, Sam Nujoma, OIiver Tambo, y Lumumba. Fue maestro primario, y estudio Economía; hecho prisionero varias veces, en la cárcel se doctoró en Derecho por la Universidad de Londres. Su visión, estrategia y carisma político fue fundamental para lograr la verdadera independencia de la antigua Rhodesia del Sur. Es un católico practicante.

¿Cómo un hombre así se convierte en dictador? Es difícil admitir que se trata de una historia trillada, común. Thomas Jefferson, quizás uno de los hombres más renacentistas entre los padres fundadores de EEUU, dijo que no había un rey que, teniendo la fuerza suficiente, no estuviera siempre dispuesto a convertirse en absoluto. Precisamente, aquellos hombres visionarios impidieron con su ejemplo que en Norteamérica se diera, como advirtió José Martí en carta a Máximo Gómez, un "régimen de despotismo personal".

Las monarquías europeas parecen haber resuelto su supervivencia quedando como figurantes para revistas del corazón y algún que otro pronunciamiento sobre el cambio climático. Es interesante cómo las excolonias africanas, asiáticas y americanas no han podido renunciar a tener "reyes": hombres, no instituciones, aferrados a un poder de estructura vertical, y cual antiguas monarquías, heredables por sangre o pactos cortesanos. Como en los feudos, las órdenes de palacio son correas de trasmisión a una corte única —partido político— que la hace ejecutable hasta por el último siervo, sin chistar. Poco importa la economía del reino; lo esencial para seguir existiendo como realeza es tener un enemigo, una batalla por dar.

Viendo la inmadurez de nuestras naciones, el padre Félix Varela advirtió hace 200 años del peligro de la independencia sin suficiente madurez social y política. Las raíces del dilema podrían estar en los "países" creados por el poder colonial. No existen en la mente de muchos africanos países diseñados por los colonialistas llamados Angola, Sudáfrica, Zimbabue y Namibia; existen las tribus mursi, zulú, masai, dinka. Al quedar huérfanos del rey blanco, los pueblos buscaron nuevos monarcas negros, tan o más despóticos y sanguinarios que los antiguos reyes de las metrópolis. José Eduardo dos Santos, Obiang Nguema Mbasogo, Mobuto Sese Seko y Robert Mugabe tomaron sus puestos, y solo la muerte o las estupideces de la senectud los ha separado del poder absoluto.

Los méritos de Mandela en Sudáfrica, y de George Washington en su época, fueron destronar para siempre las monarquías, no con balas, que es lo más fácil, sino con sus propias ejecutorias políticas. Un tiempo prudencial al mando fue suficiente. Como dijera el general Charles de Gaulle en una entrevista, nadie es imprescindible en este mundo porque de imprescindibles está lleno el cementerio de París.      

Con sus diferencias, el llamado "golpe de Estado cortés" sucedido en Zimbabue nos coloca en la geografía latinoamericana y caribeña. Hay evidentes intenciones por parte de los llamados líderes del Socialismo del Siglo XXI de perpetuarse en el poder, de hacer traspasos de mando sin anuencia popular y torciendo las leyes a su favor. El conflicto sociológico es similar al africano o el asiático: ciertos pueblos, inmaduros política y socialmente, necesitan de ese "rey" que promete, a la vieja usanza colonial, resolver todos los problemas —hoy se le llama populismo—. Solo la sanidad de las instituciones, espejos de la madurez de las naciones, pueden cortar el paso a las realezas de nuevo tipo.  

En la petición de renuncia a Robert Mugabe, y para evitar derramamientos de sangre, le recordaron el legado histórico, a pesar de los crímenes cometidos o permitidos en cuatro décadas. Ni los militares ni el pueblo aceptaron una trasferencia del poder por vía genital. A cambio, prometieron respeto a su vida y la de su esposa —¿impunidad?—. La renuncia no asegurará la democracia en el país. Pero abre un camino de esperanza a los zimbabuenses, lo primero que se pierde en un régimen totalitario.    

En nuestra Isla se avecinan momentos de cambios. Cambios cosméticos, pero cambios al fin. Por 60 años, que es bastante tiempo, la población ha conocido un solo apellido, un solo partido. Para cualquier ciudadano libre de este mundo eso es una barbaridad —de bárbaro, nunca mejor adjetivo—. Las semejanzas con los reinos medievales y del Renacimiento no son meras coincidencias. Está por ver si el pueblo cubano aceptará la sucesión dinástica y a dedo del poder real; si un partido, el comunista, podrá sobrevivir cual corte única e inapelable, y cuya función histórica ha sido la infelicidad de millones de cubanos.

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