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Represión

Delito de prensa

Así fue la detención y expulsión de Guantánamo del periodista de DIARIO DE CUBA.

La Habana

Llevaba el sueño pegado a la cara. A las 2:30 de la madrugada del 9 de agosto tomé un bus que conectaba la ciudad de Camagüey con la de Guantánamo. Ni noticias ni advertencias de colegas ya expulsados de la provincia oriental pudieron abrirme los ojos. De vez en cuando me espabilaba y distinguía postes, una casa, árboles recortados sobre el horizonte que empezaba a clarear, y volvía a la duermevela. 

"El punto de control de Río Frío es la única entrada por carretera a la ciudad", me advirtió un periodista guantanamero. Por eso resulta tan fácil agarrar a los indeseables para el Gobierno. "Los guardias paran guaguas y camiones antes de llegar a la Terminal de Ómnibus, se suben y te bajan".

Cuando desperté, la terminal estaba allí. Me puse la gorra y tapé el pelo nidoeperro, estiré la camiseta de la NBA, y cargué la mochila. Mientras bajaba por la escalerilla del bus, la pantalla del iphone se alumbró y comenzó a vibrar: número oculto. 

—Oigo.

—Oye, compadre, acá estoy con Willi para buscarte, ¿ya llegaste a la terminal?

—No, todavía no he entrado a la provincia, pero casi —colgué, conecté los datos móviles y mandé un mensaje de voz a mi esposa: "logré entrar a la ciudad, la Seguridad del Estado sabe que estoy aquí, aunque aún no me han visto".

Guardé el celular mientras recibía una nueva llamada del número oculto, me ajusté las gafas, y bajé del bus a un pasillo en dirección contraria a la salida. Esperé unos minutos después que descendió el resto de los pasajeros, y me dirigí a la salida.

En la calle hice señas a una moto. Repetí la dirección que había memorizado:

—7 Oeste, entre 2 y 3 Norte. Reparto Pastorita.

—Diez pesos.

—Vamos —me puse el casco y el hombre arrancó por calles asfaltadas y luego por terraplenes polvosos. Cuando me bajé frente al biplanta azul en que vive Roberto Jesús Quiñones, periodista, llamé un par de veces antes de pagar y despedir al mototaxista. La esposa de Quiñones me recibió y me pidió que entrara a la casa. 

Quiñones se encontraba revisando el caso judicial en su contra en el Tribunal Municipal, donde días antes lo habían condenado a un año de prisión por su trabajo reporteril, aunque el proceso fue fabricado con otros ladrillos legales. La suya es de la primera condena carcelaria contra la prensa independiente en muchos años. 

Con la entrevista, para una serie audiovisual sobre los retos de los medios no estatales, esperaba visibilizar su caso. El celular de Quiñones permanecía apagado, y me convencí de que llamarle era mala idea. Los celulares podían estar "pinchados".

La clave para la seguridad es permanecer en movimiento, de modo que quedé con la esposa de Quiñones en regresar sobre el mediodía. Salí a una avenida cercana, hice señas a una moto. Recité otra dirección y en diez minutos estaba en el apartamento del corresponsal de DIARIO DE CUBA en Guantánamo, Manuel Alejandro Vázquez.

Ambos compartimos la sorpresa y la alegría por lo que parecía imposible: había entrado a la ciudad. Lo entrevisté con premura. Luego sacamos varias copias de seguridad del material grabado, una de las cuales regresó conmigo a casa.

Manuel Alejandro sacó nuestros celulares hacia un cuarto contiguo. Cuando regresó me dijo "esta provincia no es fácil". Él mismo ha sido detenido varias veces y sus medios de trabajo decomisados. Celulares, cámaras, laptops. 

Me acompañó a una avenida cercana y, bajo el sol a plomo, le pedí instrucciones para, una vez que terminara con Quiñones, llegar a mi tercer entrevistado: la adolescente Rut Rigal, cuyos padres fueron a prisión por educarla en casa tras un episodio de bulling escolar. 

Con una seña, detuvimos una moto frente al edificio del Partido Comunista municipal. Nos despedimos. Nos deseamos suerte. El viaje de regreso a casa de Quiñones me pareció más corto. La esposa me indicó que aún no había regresado, aunque quedaron en almorzar juntos. Le dije que iría entonces a casa de Rigal, y que esperaba poder encontrar a su esposo a la vuelta. "Aquí nada se sabe", soltó ella con pesadumbre, antes de persignarse.

A cien metros de allí sentí un ruido de motor acelerando, giré la cabeza y alcé un brazo. Mientras me ponía el casco advertí que la chapa de la nueva moto no era particular. Activé el GPS del móvil, y en el primer giro supe que algo andaba mal. Íbamos en dirección contraria al sitio donde me dirigía. Cuando la moto empezó a desacelerar y frenó al lado de una patrulla, el motorista, con un casco que cubría buena parte de su cara, le dijo a los policías: "Este es el hombre".

Mandó que me cachearan y retiraran mi mochila a la vista de transeúntes y vecinos, y de un joven largo y aindiado que se acercó despacio. Los patrulleros, con placa 24889 y 24810, procedieron atontados. Quizá por los 35 grados en la urbe que controlan con mano de hierro o por la cara imberbe del chiquillo que evadió el cerco en Río Frío —¿quién rayos sabe cómo?—, y los trajinó toda una mañana hasta la una de la tarde.

A través de la pared de acrílico que dividía los asientos delanteros y traseros del patrullero, oí que íbamos a Operaciones. Una vez que los ojos de 24889 y 24810 estaban en la carretera rumbo a la Jefatura Provincial del Ministerio del Interior, saqué el celular del bolsillo y vía WhatsApp actualicé a mi esposa: "Avisa", fue lo último que escribí, porque 24810 le pegaba enfurecido al acrílico. 

"¡Dame el celular!", y yo texteando. "¡Dame el celular!", y los dedos a millón. A la tercera contesté con idéntica irritación: "¡Oye, espérate!", tono que me es ajeno, pues la ecuanimidad es mi karma. Solo cuando comprobé que el teléfono estaba completamente apagado, lo entregué.

En la Jefatura del Minint esperé media hora en un salón oscuro que se conectaba con un pasillo de celdas. Imaginé que en alguna de esas celdas tendría mucho tiempo para pensar en mi esposa y en mi bebé.

El joven largo y aindiado presente en mi detención se hacía llamar Víctor. Me condujo a otra sección de la Jefatura. En la oficina a la que entramos me esperaban, sentados, tres oficiales de la SDE. Dos jóvenes, tras buroes. Se presentaron como Instructores, mientras el motorista que me detuvo dijo ser el capitán Kevin, Jefe de Enfrentamiento en la ciudad. 

Uno de los instructores, de pulóver amarillo y cara de vieja enjuta, me informó que estaba allí por actos contrarrevolucionarios y reunirme con elementos antisociales. "Con nuestros enemigos Roberto de Jesús y Manuel Alejandro —dijo Kevin—. Y te agarramos yendo a ver a Niolbis… A ti te vengo siguiendo desde que saliste de La Habana".

Cuando mencionaron mi supuesta intención de visitar al director de Palenque Visión —de quien solo había escuchado poco antes en casa de Manuel Alejandro— y que venía de la capital, supe que Enfrentamiento estaba enfrentándose a mí con jabs al aire.

—¡Aquí mandamos nosotros! —dijo Kevin, irritado.

Y para que constara levantaban un Acta de Advertencia. Si persistía en mi trabajo como periodista podía merecer un proceso judicial, y desde ya tenía prohibida la entrada a la ciudad de Guantánamo.

—¿Dónde está esa acta? —pregunté, y Vieja Enjuta señaló a la computadora que tenía enfrente—. Necesito que la imprimas, porque no tengo certeza de qué se me acusa.

La oficina hirvió de ¡ah! ¡oh! ¡ufff!

—Si ustedes no firman ningún acta de estas —soltó con sorna el otro instructor.

Era la primera vez que un documento de ese tipo llevaba mi nombre y estaba en mi derecho de verla, dije. Vieja Enjuta dejó la oficina tras preguntar y teclear mis datos personales.

Siguió un largo bombardeo de facundia sesentera del que participaron el instructor presente, Víctor y Kevin: 

—Yo no sé en qué se equivocaron tus profesores de la universidad, porque aquí todo el periodismo es por ahí, por ahí —, dijo, juntando las palmas de las manos, enfatizando una única dirección.

Pregunta al lector: ¿una casa de altos estudios será cebadero de ovejas o templo del pensamiento?

—Si vinieras por Granma Juventud Rebelde no estarías acá, pero si te doy una entrevista en tu periódico tú no la sacas porque voy a decir lo que pienso. 

Pregunta al lector: ¿cuántos reporteros o medios se negarían a escuchar una voz oficial, cuántas voces oficiales coserían sus bocas antes de hablar a la prensa no estatal?

—Ustedes son mercenarios, a ti te paga Donald Trump.

Pregunta al lector: ¿cómo llamar al que reprime las libertades individuales profesionalmente y es pagado por servicios policiacos de un régimen totalitario?

Les dijee que aún esperaba el sobre timbrado de la Casa Blanca. Le pregunté a Kevin si simplemente me hubiera seguido por la ciudad, de no haberle hecho señas yo con la mano en Pastorita.

—Te iba a detener de todos modos —dijo, y me sentí aliviado.

Vieja Enjuta regresó a la oficina con el acta impresa.

—Fírmala y escribe aquí a qué te comprometes —dijo indicando unas líneas en blanco al final de la hoja. Al ser un documento oficial no podía incluir sobrenombre alguno, así que ahora sabemos que el teniente Yamil Fuentes se dedica a estos menesteres. 

En mis datos personales aparecía como DESOCUPADO y se invocaba una supuesta Usurpación de funciones, el delito de moda para asegurar que nadie reportee sin un título de la carrera de Periodismo. Les dije que no podía firmar el acta porque yo sí trabajaba, era graduado de Periodismo, y además faltaba una r en la palabra "contrarrevolución".

—Desbloquea el teléfono —mandó Kevin con el iPhone en una manaza. Me negué y amenazó—: Entonces lo decomiso.

—Decomísalo.

Me condujeron a un auto patrullero. El capitán Kevin ordenó a 24810 que me esposara.

—¿Es necesario?

—Estamos cumpliendo con el procedimiento, porque si tú coges las gafas que llevas al cuello y nos atacas, ¿qué nos hacemos?

Antes de perderse en su moto, mandó a 24889 a dejarme en el límite de la ciudad: el Punto de control Río Frío. 

Del otro lado de la patrulla, Víctor preguntó:

—¿Tus colegas no te han contado que tirarse en Guantánamo es por gusto? ¿No sabías que esto podía pasar?

—Sí.

—Cómo te digo…sin ofender, como decimos los cubanos…vaya, que eres valiente.

No sabré si lo último lo dijo con sinceridad, o si hacía su papel de policía bueno.

Entré en un patrullero copilotado por una mujer que chequeaba mi carné de identidad y me escaneaba continuamente, como si la foto huyera del plástico. A mi lado, en el asiento de atrás, iban una jovencísima policía que no abrió la boca, y Víctor. 

Con cada bache de la carretera mi espalda caía sobre las muñecas y los dientes de las esposas se cerraban más aún. Víctor se esforzaba por hacer placentero mi traslado, o quizá en sacarme algo de información en el tiempo extra.

—Bueno, y esta mañana, cuando te llamé al celular en la terminal, ¿sabías que éramos nosotros?

—Sí, Víctor, tienen que mejorar eso —dije con sorna, y Víctor hizo una mueca.

—Tú sabes que te nos escapaste en la terminal porque según el perfil tuyo que teníamos, pensamos que ibas a venir más formal… me refiero, vestido más formal.

Nunca fui tan feliz de que alguien quedara cegado por el estereotipo.

—Lo que no entiendo es como pasaste por Río Frío sin que te pararan.

—¡Ah!, pero no te puedo contar, Víctor, o pierde la gracia —dije, mientras me preguntaba a mí mismo cómo rayos lo había logrado.

—Tienes que haberte bajado antes del Punto de control y montado en una máquina después —tanteó.

En Río Frío me sacaron las esposas y fui entregado bajo custodia a dos policías. 

—Ojalá hubieras podido quedarte para los carnavales —dijo Víctor antes de dejarme y salir a toda velocidad en la patrulla.

Un señor muy flaco y de civil que estaba en la garita preguntó a los policías por qué me habían llevado ahí. Le dijeron que no sabían, que eso era cosa de la Seguridad, que ellos solo debían montarme en el primer transporte a donde fuera.

Cuando le conté al señor que yo era periodista, uno de los guardias, que no podía sacarse una sonrisa de la cara, le dijo al otro:

—Este fue al que nos mandaron a detener acá en la mañana, a las 9 y pico.

—¿Y cómo pasaste, chamaco? –se interesó el otro.

Antes de que pudiera regodearme, Sonrisita teorizó:

—Casi a las 10 de la mañana pasó una guagua Viazul de Santiago de Cuba, esa la paramos y te subiste tú. Ahí mismo pasó un camión particular, y lo paré yo para revisar; y en eso pasó una tercera, una Viazul de La Habana, pero ya nosotros estábamos arriba. En esa pasó el chamaco.

Todo adquirió sentido.

—Mijo, acá hay leyes para todo lo que uno puede hacer. Y el periodismo por cuenta propia es ilegal —dijo el anciano, poco interesado en el enigma del día.

—Maestro, pero no todo lo legal es legítimo y no todo lo legítimo es legal.

Tuve de vuelta una mirada vacía.

—Me explico. La esclavitud era legal en el siglo XIX, pero era inmoral, ilegítima, porque podías disponer de la libertad y la vida de otro ser humano a tu antojo.

—Eso es mentira.

—¿Qué cosa?

—Que la esclavitud era legal.

—Eso nunca fue legal —secundó Sonrisita al anciano, y abandonó la posta.

Llegados a este punto, un cansancio de siglos me robó el aliento.

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