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Crítica

Pablo Medina: un antídoto para el olvido

El mar está en todo este libro de Pablo Medina, a veces con el telón de fondo de la costa de Massachussetts, en otras ocasiones con el oleaje de aquel malecón que se cae en pedazos.

Nueva Jersey
Pablo Medina.
Pablo Medina. PROJECT ZU

Tengo el hábito —la buena o mala costumbre, según se mire— de leer como quien repasa un palimpsesto, inmerso en ver con quién dialoga —implícita y explícitamente— el texto que tengo en mis manos. Me permito esta salvedad pues Pablo Medina, incluso antes de dar paso a su voz poética, nos muestra un mapa posible, una clave de lectura de su texto, al iniciar sus Soledades con una cita de un hermoso verso de Antonio Machado: "Lejos quedó —la pobre loba— muerta".

Destaquemos, antes que nada, el contexto. La cita de Antonio Machado proviene de su primer poemario, publicado, en 1902, con el título de Soledades (que sufriría ligeros ajustes en ediciones posteriores). El poema del que el escritor cubano toma en préstamo el endecasílabo se titula "El viajero"; el verso que le antecede, reza: "¿Lamentará la juventud perdida?".

Esa "pobre loba" —la irrecuperable juventud—, suelta un aullido inteligible que abarca las Soledades de Medina. Sin embargo —como leer es también una forma de reescribir—, mientras me regodeaba en cada lectura y relectura en la imagen de Machado, ahora recuperada por mi compatriota, no pude evitar sustituir alguna que otra palabra para adaptarla a esa condición crónica que llamamos exilio cubano, que Medina y yo padecemos en mayor o menor cuantía. Y claro, no me queda otro remedio que leer el verso así:

 

Lejos quedó —la pobre isla— vacía.

 

O así:

 

Lejos quedó —la pobre isla— inerte.

 

Medina con Machado, explora la ausencia del viajero, ausente de todo y, claro, ausente de sí mismo; en sus palabras: "revela un alma casi toda ausente".

No hay que olvidar que en sus orígenes, el exilio —en la realidad, la literatura, el mito— era entendido e impuesto como un castigo. Desde la primera y más famosa expulsión de la que se tiene noticia en la cultura judeocristiana —la de Adán y Eva del paradisíaco Jardín del Edén— pasando por el éxodo de los hebreos del antiguo Egipto, los destierros a que eran forzados los nobles en la Roma imperial, el periplo del Cid Campeador, la humillación de Napoleón en Santa Elena, las fugas de los esclavos de los barracones, haciendo escala en el contemporáneo e interminable catalógo de exilio político (que nos incluye a todos los cubanos), como dan fe estos ejemplos —arbitrarios como toda lista que se respete—, el exilio no siempre tuvo un carácter punitivo: en algún momento se transmutó en refugio. Y desde ese refugio, Medina se asoma y canta.

Soledades se compone de cinco partes. La primera: "Hacia la isla" —que impone un aquí y un allá: el aquí implícito en el punto de partida; el allá, la isla que se repite—; la segunda: "El sueño de la razón" (y el torbellino que genera); la tercera: "Manual de estrellas" —en donde el poeta se adentra lo mismo en la paradoja de Epiménides (el cretense que propuso que todos los cretenses mienten) que en la naturaleza de la fenomenología (esa proyección poética del solipsismo) a la que el cubano reprende con un cariñoso sopapo: "No hables más, que secas el pozo de la razón", le dice Medina a Edmund Husserl y pasa la página, que el fin del mundo se avecina.

En esta sección, el poeta regala prendas de diverso rango. De todas, me quedo con esta: "El conjunto de todos los conjuntos/ es la guaracha de todas las guarachas". Y me la quedo por melódica y por rítmica y porque se explica sola y, claro, por mezclar la teoría de conjuntos y la fragmentada realidad de nuestra tierra y, faltaría más, porque es parte de un poema titulado "Georg Cantor llevado a la música cubana" y ese matrimonio feliz es, en sí, memorable.

El libro prosigue con "El gran despertar" (de aquel sueño de la razón antes mencionado), del que cito toda una estrofa, justificándome en esa evocación de la Isla y en lo mucho que me gusta un zeugma bien logrado:

 

Ayer tenía fe y hoy tengo calambres,

siete platos rotos, una ciudad fiada,

otra perdida, un techo que se derrumba,

un hormiguero, un pulpo, una mujer

que se fugó con un marino.

 

Y luego de ese gran despertar —al que el poeta identifica como la nada—, Soledades culmina con un "Cuaderno de bitácora" (que glosa, entre otros temas, a Nietzsche y la muerte de Dios).

Escribir es darle la cara a la soledad, hacerle frente, tutearla. O, para ser precisos, a las soledades en plural, que estas páginas tienden a agolparse unas con otras y por eso no nos matan. Y si el de Medina es un libro de soledades, es también, precisamente por ello, un libro de fugas. Medina confiesa que viaja "de una nostalgia querida a otra que desconozco".

Por más que explore cuestiones ontológicas, el texto se ocupa de materia mundana. (¿Acaso hay algo más propio a la ontología que la mera existencia en un cuerpo que añora, siente, sueña y envejece?) Allí donde García Márquez divaga sobre Remedios la Bella, Medina retrata a Dolores la Estupenda; si la virginal habitante de Macondo sale volando —para recordarnos que el (abuso del) recurso de deus ex machina demuestra una profunda pereza intelectual—, la musa del cubano se pasea por las calles "manoseando la soledad/ fusilera en busca de las liebres".

El poemario está lleno de luces y sombras. Esto lo digo en sentido metáforico y literal. El sol se cuela en las primeras tres letras del título y después, una luz tropical que no es propia de la costa noreste de EEUU —donde vive el poeta— asola las páginas del libro, haciendo más luminoso "el concierto de la indiferencia" e iluminando la vida de un sujeto poético que se declara "hermano del quinqué". Hay voces que descubren el solsticio. Y el mar. El mar está en todas partes, a veces con el telón de fondo de la costa de Massachussetts, en otras ocasiones con el oleaje de aquel malecón que se cae en pedazos.

Si es efectiva la combinación del claroscuro en el libro, también lo es la mezcla de lo leve y lo pesado. Dice Medina en "Fatalismo crónico": "Los globos en su peso/ dominan la gravedad de las cosas// y el niño que los lleva/ distribuye su labor, aspira// aire puro, juguetón, asume/ la levedad de no ser".

Soledades es un artefacto que dialoga también con lo cubano en el terreno visual. Intercaladas entre sus páginas encuentran cabida fotos del artista Geandy Pavón, pertenecientes a las series Quo Vadis Cuba y The Cuban American (de esta última, en las páginas finales del libro, me descubrí en la sala de la familia Del Risco, bailando un rumbón). Versos y fotos tienen un sinfín de puntos de contacto, pero destaco el esencial: en las imágenes de esa nación en ruinas que producen ambas poéticas, a decir de Medina: "hay zapatos, pero se agotó el betún".

Es de todos sabido que el sueño de la razón produce monstruos. La pesadilla de Francisco de Goya reaparece en los versos de Medina con el despertar de "los monstruos de la codicia" y con un tirano que sueña con ciegos marinos armados de puñales de sal, esos balseros que nunca tocaron tierra firme y ahora regresan en su duermevela a ajustarle cuentas.

A veces quien habla es la propia isla en peso. En "Islote entre dos luces": "El sol y la luna/ me llevan a la intemperie/ donde brota la sonrisa oscura/ que sembraron en el mar/ los signos enormes/ de la alegría y el estornudo".

El bilingüismo que aparece a cuentagotas en el libro y que se anuncia desde el poema inicial ("Entre dos lenguas viene el paso de una sombra"), llega a su máxima y más profunda, dolorosa, humorística e irónica expresión en el poema titulado "Habana", un retrato de la depauperada capital de Cuba escrito en el spanglish que cae con esa fuerza más sobre las tierras de nuestra América. Este desvarío lingüístico halla su razón en el desvarío físico del poeta, que confiesa andar "perdido/ en las calles de Whitman,/ los callejones de Martí".

Una sombra —un alter ego— se manifiesta una y otra vez en el libro: el escritor misterio. Esta figura, como el encapuchado de T. S. Eliot, se desliza por los confines de Soledades hasta dar con la tumba de sus padres, en donde prende un cigarro y descubre que ni ayer ni mañana existen.

También, como Eliot, Medina entiende que escribir —acaso vivir— es mezclar memoria y deseo, "porque uno nunca sabe cuando viene/ la bárbara verdad con sus hordas chabacanas/ a imponer su imperio de cristal". Solo una cosa es cierta: el poeta cubano sabe ocupar su tiempo, para beneficio propio y ajeno, en su Nueva Inglaterra, "cuando es tarde y nos llama el olvido".


Pablo Medina, Soledades (Betania, Madrid, 2017).

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