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Crítica

Regreso al 'País de la siguaraya'

'Jamila Medina Ríos podría ser esa Anna en la película de Mijalkov: una autora perteneciente a una prole —Generación Años Cero— que ha visto pasar las horas de su tiempo como quien repasa postales desvencijadas de un lugar extraño.'

Santiago de Cuba

Esto podría comenzar del siguiente modo: "Vine al País de la siguaraya porque me dijeron que acá encontraría a la autora, una tal J. Medina Ríos. El texto me lo dijo. Y yo le prometí —¿a la autora?— que vendría a estudiarlo en cuanto lo pudiera".

Pero no se trata aquí de hacer un ramplón juego intertextual: si algo haría válida la parodia anterior (más allá de la evidente estafa y escamoteo a Rulfo), es que, en este libro, hay una idea semejante de construcción simbólica: la invención de un país que, a fuerza de pensarlo, deviene territorio de ficción, territorio "literaturizado".

País de la siguaraya debe leerse como un compendio en el que se ha logrado (re)cartografiar —si tal esfuerzo existe en la poesía— el mapa de un sector llamado Cuba: en sus contornos, límites, accidentes… hasta la mímica de representación del sujeto que porta el gentilicio derivado del lugar. Y para ello, Jamila Medina Ríos (Holguín, 1981) escarba, con apoyatura perfecta, en la visitación: la experiencia directa sobre el sitio, que terminará después siendo "representada" en el poema.

El tópico del viaje —que ofrece, entre otras ventajas, la mirada aturdida, confusa, del extraño— sirve de élan vital a la autora para examinar/revisar/sentenciar, playas, pueblos, costas, ciudades visitados: Alamar, El Mariel, Matanzas, Guanajay, Mayabeque, San Juan, el Yumurí o Ciudad Libertad. Parajes de diversa intervención en la Historia (en su silencioso o pródigo discurrir… según el caso), y la memoria textual que los atraviesa.

El poema de entrada, que introduce el estilo del cuaderno, muestra, a su vez, el sentido unidireccional de todo el libro: ese regodeo verbal que expresa lo que el recuerdo ha devenido, con el paso del tiempo, en el recuerdo mismo de la autora:

Entro a poner mi camarote en la explanada. Camino y camino […] por saludar al sol a las seis de la tarde […]. Estiro la espalda, estiro el cuello, tuerzo el torso, arrebujo las piernas, me empujo (espalda recta) hacia la punta de la estrella de los pies… Uno, dos, diez saludos en una zona de la yerba salpicada de cáscaras y hormigas que me van desguazando despacito. Cambio de táctica y de alfombra: pruebo otras zonas, el cemento, las losetas de barro. Como gateando, resbalo y me aguanto con las uñas. Siento el trabajo en los mús(cu)los y el expandir (acordeón-bandoneón-concertina absorta en dar una alta nota: free-reed) de la punta del iceberg de la respiración. A la cuenta de doce… vuelvo al yerbazal. Pongo el gimnasio frente a un árbol tan alto que no toco el pimpollo cuando inspiro (vista al frente, cielo allarriba, echando cabezatrás).

Un recuerdo acompañado (el novio, el padre, fotos testificantes con planos de la autora…) que tendrá su emoción revisitada en el libro, y su concreción poemática en una prosa que discurre al golpeteo de un ritmo siempre melódico y donoso, tensor de los elementos del "relato textual".

Así, el salto espacio-temporal que atribuimos como categoría lógica a la narrativa, se conjuga en el texto con su traza estilística: zonas, párrafos, poemas… que hablan, desde el presente, sobre eventos de cualquier lapso anterior:

[…] bordeamos la espalda del cementerio, salimos a un campo sembrado. Una casa en medio de un marabuzal. "El país de la siguaraya", —pensé.

—¿Qué es la siguaraya? ¿Un árbol?

—Un árbol, no; un arbusto.

—¿Se parece al marabú?

—No, no tiene espinas. Pero sí unas flores blancas, medio verdosas, que dan miel.

Luego lo lírico (onírico) y lúdico: la ensoñación a la que aspira la escritura, que expira (al definirse) en la poesía.

Ernest Fenollosa, en investigaciones conocidas a través de su coterráneo Ezra Pound, había dicho sobre la escritura china que esta "habla, a la vez, con la vivacidad de la pintura y con la movilidad de los sonidos". En Jamila Medina ese lirismo lúdico del que hablábamos antes, tan caro a su ejercicio escritural, es también el adminículo que brinda elasticidad al imaginario verbal de su poesía, y convierte, por sobreexposición, en plástico-sonora (es decir: en vagones repletos de metáfora, sinestesia y regusto fonético) su creación versal:

Hay días que el corazón logra calmarse y no pensar constantemente; días en que es mejor (como engañados) sortear la boca-de-lobo de la mina de lágrimas. Repaso y recorto negativos: Matanzas Bay, el mar besaba el ramo, el sol tu pelo y yo colmada (como encinta) de seguridad inapelable: un nosotros, un siempre (sin The End).

Su proyecto, como en la práctica de este libro, es intentar macerar (insistir) con la lengua, a la lengua imposible del recuerdo: el estilo-Jamila, enjaulado entre el dasein —ser ahí— y la experiencia (rota) sobre el texto, en un ritmo que salva, interfiere y flexiona la carga viral de las palabras que suponemos dóciles (blandas) en el poema:

Tengo solo el recuerdo de un recuerdo atado en lengua evasiva (árabe y griego traducidos, como gajitos enjutos). Un alfabeto sin sostén.

Pero "el pensamiento no se las entiende con conceptos inertes: observa cosas moviéndose en su microscopio", escriben Pound y Fenollosa. Así la mirada narrativa al paisaje, el relato poético que "cuenta", es la armazón sobre la que descansa un proyecto de ficción territorial pensado en el recuerdo.

De modo que Jamila Medina Ríos ensaya una definición desde lo micro —el paisaje— que extiénde(se) al país: País de la siguaraya, con el deseo de transformar un arbusto (un herbazal) en árbol; la ruina en "flores blancas, medio verdosas, que dan miel".

Vuelvo ahora al Fenollosa-Pound: "Toda verdad ha de ser expresada en oraciones porque toda verdad es transferencia de fuerza". Pero —regresando al origen—, ¿de qué "fuerzas" estamos hablando aquí?

En Anna, película-documental de 1994, Nikita Mijalkov construye una cinta en la que sigue el crecimiento de su propia hija desde los seis años hasta su entrada en la juventud, poco más de un decenio después. Durante el trayecto, y casi anualmente (o frente a grandes noticias como el fallecimiento de algún líder: Brézhnev, Andrópov…), el director ruso la inquiere con una serie de cinco preguntas —la misma serie repetida en el tiempo— que incluía cosas como: "¿A qué tienes más miedo?", "¿Qué es lo que más te gusta?", "¿Qué te gustaría tener por encima de todo?"... Y, por supuesto, las respuestas de una niña en pleno desarrollo varían según las circunstancias y la edad. Detrás (casi toda la película), sucede un buen tramo de la historia del imperio soviético.

Ya hacia el final, cuando no existe la URSS, Anna —tal vez sintiendo que ha perdido algo que puede ser su propia alma en la historia de un pueblo y de un país—, ante la última pregunta de su padre, ofrece la evasiva por respuesta. Deja ver, además, alguna lágrima.

Jamila Medina Ríos podría ser esa Anna en la película de Mijalkov: una autora perteneciente a una prole —Generación Años Cero— que ha visto pasar las horas de su tiempo como quien repasa postales desvencijadas de un lugar extraño.

Y en País de la siguaraya tal parece que intenta responder a esas preguntas del director soviético. Solo que sus respuestas han sido construidas en retroceso: mirando/minando en el recuerdo; sin lágrimas; cavando la nostalgia y la pérdida (del viaje, del minuto, de la "isla de corcho"); engañándo(se) en fotos versadas en poemas; trasfiriendo a destajo las "fuerzas" de una historia que pervive y se extiende de la suya al país, irrevocable:

Guardo silencio, pero no hay gorjeo, tableteo en el pecho presuroso. Hace tiempo que viajo solo en círculos. Hace tiempo que partí, aunque no sé a dónde voy…

 


Jamila Medina Ríos, País de la siguaraya (Premio Nicolás Guillén de Poesía, Letras Cubanas, La Habana, 2017).

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