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Narrativa

Engracia quiere ser máster...

'No para hacerse la del ringo-rango: que si la máster Engracia esto, que si la máster Engracia lo otro. Cuanto ceba su codicia por el título es, exclusivamente, los ochenta pesos mensuales.'

Fomento

Pero el empaque de los tres jueces calvos, el hecho de que no se movían —ni siquiera pestañeaban y tampoco se les notaba la respiración—, le daría mala espina. Las actividades didácticas que la tesis propone —empezaría el calvo de la verruga en la frente, casi sin abrir la boca, como si le costase mucho pronunciar los elogios— son signo de una altísima maestría pedagógica, descuellan por su rigurosa y sabia articulación, amén de la gracia, la ingeniosidad… Pudiera decirse que resulta un trabajo sobresaliente… —Y de pronto el ventrílocuo separaría desmesuradamente los labios y alzaría la voz, a punto de que las prótesis se le zafaran de las encías—. Si no fuera porque la maestrante ha copiado y pegado las actividades de otra tesis. ¡El colmo del desparpajo, la falta de ética y el irrespeto!

Engracia dejaría de escuchar. Observaría a los miembros del Comité Académico mover las bocas, levantar las cejas, señalarla con los dedos, pero no distinguiría los sonidos. Las bocas, las cejas, los dedos irían entremezclándose vertiginosamente con la oquedad de su cuarto, las sillas inservibles de la sala, las losas agrietadas del baño…

Querría defenderse, gritar que es víctima de una trampa, una venganza; que ella necesita, tiene que ser máster, como los demás, como todo el mundo; que merece los ochenta pesos a fin de mes, un clóset de madera para colgar los percheros y doblar las sábanas y los blúmeres, unos muebles tapizados que no rasguen o deshilen la ropa de las visitas…

Pero quedaría boquiabierta. Boquiabierta y muda. Y ya ni siquiera vería a los jueces, sus caras, sus gestos, sino la imagen de la gorda, la doctora Cachita, que mirándola por encima de los espejuelos, empezaría a reír y a reír, los ojos aguados, divirtiéndose de lo lindo.

 

 

Engracia también quiere ser máster. No para hacerse la del ringo-rango: que si la máster Engracia esto, que si la máster Engracia lo otro. Cuanto ceba su codicia por el título es, exclusivamente, los ochenta pesos mensuales.

Si abre una cuenta de ahorro con ese dinerito, en diez años podría construir el clóset de su cuarto. O tal vez espere hasta los quince y compre dos butacas y un sofá tapizados de damasco para la sala. A lo mejor la paciencia le alcanza un quinquenio más y consigue restaurar la cocina o el baño: uno de los dos, porque los dos juntos requerirían un lustro adicional, un cuarto de siglo en total... Para esa fecha, de seguro, los gusanos se la comieron completica. Porque Engracia no es una niña. Lo que su piel es muy agradecida, y no se le notan los cuarenta ni los estragos del lupus.

A la doctora Cachita tampoco se le notan la edad y los achaques. ¿Qué será lo que quiere comprarse que trabaja tanto después de jubilada? ¿Derretirá su dineral en comida? La gente rumora que lo hace para comerse a Rupe, el marido, un mulato blanconazo que fue noviecito de Engracia cuando estaban en la secundaria.

Lo cierto es que la doctora tiene más de setenta sobre las costillas y no se separa un minuto de la computadora. Lo mismo redacta tesis de diploma universitarios que de maestría. No importa si son de comunicación social, pedagogía, estudios socioculturales, epidemiología… La gorda es un cerebro; se hizo doctora en Ciencias Filológicas en la Unión Soviética, en los tiempos en que había que pulirla para llegar a licenciado.

Sin descanso ni para alimentarse, Cachita clama por el mulatón si el hambre la pica: Rupe, tráeme unas galletas con mantequilla; Rupe, un vasito de leche, por favor; Rupe, las tostadas… Y allá va el susodicho, bandeja en mano, sin demora. Ella sigue la charla con el cliente de turno o mantiene la vista fija en la pantalla; no mira al esposo ni le habla, ni siquiera cuando, antes de retirarse, él se inclina y le da un beso en la cabeza llena de trencitas.

Hay hasta quien dice que es Rupe el que la peina...

 

 

Engracia pensó que Rupe no se acordaría de ella (por mucho que se conserve, dejó de usar el espeldrún, ha bajado de peso...). Sin embargo, apenas se dio cuenta de que ella estaba en la cola, le fue para arriba con besos y abrazos. No podía creerlo, qué bien la veía, qué había sido de su vida, cómo era posible que vivieran en el mismo pueblo y nunca…

La doctora tuvo que desviar la atención de la computadora por la algarabía. Miró a Engracia por encima de los espejuelos, igual al técnico de vectores medio cegato que se topa una larva de Aedes aegypti y se alarma tanto que le da por cerciorarse con sus propios ojos del descubrimiento, el muy tonto. Bajó demasiado la cabeza y los espejuelos cayeron al piso. Rupe, por favor, trinó Cachita, imposibilitada de doblarse o agacharse, y el pobre tuvo que recogerlos.

Uno de los cristales se hizo añicos. Qué torpeza, qué torpeza, dijo dos veces la doctora, pero sus palabras no sonaban a queja o molestia. Hablaba así siempre, como si tuviera el azúcar baja, como el que está a punto de desmayarse. Habrá que procurar unos nuevos con la niña, dijo en el mismo tono y pidió a Rupe que trajera los de repuesto. Indiscutiblemente la doctora Cachita es una negra finísima; se comenta que, además de español y ruso, sabe inglés, francés… un montón de idiomas, y que al principio de la relación entre la niña —su hija— y el italiano, les servía de traductora.

La tremenda pena que sintió Engracia le dio por balancearse en el sillón. Y de inmediato las demás mujeres que esperaban comenzaron a hacer lo mismo. Aquello parecía la capilla de una funeraria, y entonces sí que Engracia casi se muere de la vergüenza. Paró en seco el sillón. La doctora volvió a clavarle la mirada mientras se ponía los otros espejuelos. Rupe se había evaporado.

—Supongo que lo suyo es una maestría. —La reparó otra vez de arriba abajo cuando le tocó el turno.

—Sí.

—¿Ciencias de la Educación, no? —Comenzó a buscar algo en el escritorio sin esperar respuesta.

—Anjá.

—Observe el listado de temas que puedo desarrollar en esa materia —indicó con el dedo el documento recién abierto.

Era una ristra, casi tres páginas. La doctora iba, poco a poco, señalando los temas con el cursor. Pero difícilmente alguien podría concentrarse en la lectura si al mismo tiempo le hablaban de tarifas, servicios, facilidades, plazos, garantías, deberes y derechos del cliente…

—Le recomiendo el trabajo con los valores. La sola mención de esa palabra hará que el Comité Académico apruebe el tema. —Detuvo el cursor en mitad del documento—. Elija la asignatura que prefiera; aquí tengo los Programas de todas para cualquier nivel de enseñanza. —Y señaló hacia un estante—. ¿Cuál es su nivel?

—Soy maestra primaria.

—¿En qué sentido? —por primera vez sonrió la muy zorra.

—No entiendo su pregunta.

—Primaria significa que está primero; también que es principal, esencial; y además, quiere decir rudimentaria, corriente, grosera, de poca monta…

El tono de su voz seguía idéntico, pero algo en la expresión de la cara daba idea de burla. Engracia estuvo a punto de soltar un disparate… Sin embargo guardó silencio, por aquello de que quería ser máster y tener los ochenta pesos adicionales a fin de mes.

—Para evitar esa ambigüedad le sugiero decir maestra de primaria —añadió, acentuando la de—. Verá como armo un novedoso y fascinante conjunto de actividades didácticas —y volvió a enfatizar la de—. Usted solo debe decidir la asignatura y el grado.

Escogió matemáticas de cuarto grado, una de las más difíciles, por demostrarle que no era tan bruta, y ajustaron el negocio en mil pesos. La doctora registró el nombre y dirección de Engracia en una libreta y le dio cita para recoger el proyecto de tesis dentro de una semana.

—¿Y usted de dónde conoce a mi esposo? —preguntó antes de entregarle la tarjeta donde había escrito la fecha y la hora del rencuentro.

¡Conque eso era lo que tenía indispuesta a la doctora! Ahora que Engracia había calado en su debilidad, la haría sufrir un poquito. Confesó la verdad, fingiendo que lo hacía de mala gana, y le pidió guardar el secreto: seguro que a Rupe le disgustaban esos comadreos.

—Además, lo nuestro fue lindísimo. Pero una bobería, cosas de adolescentes… —remató a la doctora.

 

 

Aunque estaba convencida de haber afincado un buen aguijonazo a la doctora, una y otra vez venían a la mente de Engracia las insinuaciones humillantes de Cachita, y sentía que la picadura del alacrán no la había envenenado tanto como merecía.  

La semana entera buscó en libros y gavetas, entre cientos de fotos antiguas, una donde Rupe y ella posaban casi desnudos, abrazados a la orilla de la playa. Poco antes de irse a entrenar a La Habana, a la escuela de clavados, él se la había regalado. Una imagen en blanco y negro, hecha al minuto por un fotógrafo ambulante.

Al fin halló la foto, y se puso a contemplarla, gozando por anticipado la reacción de la doctora cuando la viera. Pero la belleza de Rupe era superior a cualquier goce; no se cansaba de mirarlo. Y de pronto, fruto de un violento contraste, se sorprendió intentando imaginar qué harían Rupe y la gorda en cueros, cómo se las arreglaban aquellos cuerpos discordantes hasta lo grotesco. Tan imposible le era a Engracia figurarse a la pareja, que en lugar de la gorda empezó a verse ella, con su piel algo reseca, está bien, con sus senos menos empinados, es verdad, pero con la gracia intacta de sus curvas. Luego ella misma desaparecía y solo quedaba él otra vez, dueño absoluto de la película.

Siempre había sido un macho hermoso, más hermoso aun porque a lo grande, lo fuerte, lo saludable, sumaba su alegría facilona, su seguridad de que escamparía para llegar a tiempo a la fiesta o de que podría salvar a la niña que se ahogaba en la poceta… Y estaban sus manos, sus dedos. Después de él nadie tocó los muslos y tetas de Engracia con aquella demora, nadie se restregó contra su vientre con igual suavidad. Claro, todo era por encima de la ropa.

¡Pensar que estuvo casi un año con un macho así y él ni siquiera se atrevió a enseñársela y ella muchísimo menos a aprendérsela! Engracia nunca fue en ese terreno como la doctora, con una larga lista de amantes y hasta una hija sin padre conocido. Quizá por eso, por su experiencia sexual rudimentaria y corriente, de poca monta, no lograba imaginar las relaciones íntimas entre Rupe y la gorda.

Aquellas ideas terminaron deprimiéndola. Al llegar el momento de la cita, se sintió sin ánimos para una venganza que a esas alturas creía inútil y ridícula. La puerta de la casa estaba cerrada. Revisó la tarjeta escrita por la doctora, miró el reloj: restaban un par de minutos para la hora convenida. Dudó si tocar, pero lo hizo. Tardaban tanto en responder que casi se marcha. Rupe fue quien abrió, en chores y camiseta, las pasas húmedas, con la risa de oreja a oreja, los abrazos y los besos.

—No pienses que Cacha se olvidó de lo tuyo. Por más que nos apuramos…

—Nos dio por apaciguar la sofoquina —afloró la gorda, también en chores y camiseta, todas sus carnes al aire, frotándose los codos con crema—. Discúlpenos.

—Les hago un café rapidito, mientras el palo va y viene —se brindó Rupe y salió chancleteando rumbo a la cocina.

La gorda se echó a reír (muy comedida, claro está). Engracia supuso que fingía. Pero cuando vio sus ojos aguados, comprendió que se estaba divirtiendo de lo lindo.

—Ay, señora… —habló por fin la doctora—, ¿me dijo que se llamaba…?

—Engracia.

—Disculpe, Engracia, es que a mí me cae en gracia la palabra palo. ¡Cuántas frases ingeniosas con ella!: a palo seco, a medio palo, estar detrás del palo, echar un palo… ¿Sabe por qué se dice echar un palo?

Engracia quedó de una pieza. Mucha finura y mucha azúcar baja, pero la doctora —bien lo rumoraban— era una bandida. De armas tomar. Se caía de la mata que había urdido lo del baño para hacerlo coincidir con la hora de la cita. Todo fue un paripé, deseosa de restregar en la cara de Engracia su magnífica vida en pareja. Y no bastándole, arpía como era, ahora intentaba sacar lascas envenenadas de aquel dicho. Pero el tiro le saldría por la culata, ¿qué podía importarle a Engracia que el príncipe Eric y la bruja Úrsula tuvieran sexo bajo la ducha a las cinco de la tarde? Ya llegaría la hora de la Sirenita… Aquellas extravagantes comparaciones la envalentonaron:

—No sé. Con echarlo me basta.                                

—Esa es una idea muy primaria, en el sentido de rudimentaria, corriente…

—¿De poca monta? —la interrumpió Engracia.

—Exacto. Veo que aprende… —Y se quedó unos segundos como aturdida por el contragolpe—.   Sentémonos mientras está el café; quiero explicarle algo.

No había acomodado su nalgatorio en el sillón y volvía a la contienda:

—En los ingenios de Cuba colonial se usó leña como combustible. Los negros esclavos iban al monte a recoger y amontonar maderos, leños, palos idóneos para ese fin. Supongo que enloquecían de júbilo cuando el mayoral los mandaba. ¿Sabe por qué, Engracia? Aprovechaban la ocasión para fornicar en la floresta. De ahí que echar un palo se convirtió en una manera oblicua, muy ocurrente, de referirse al acto sexual. ¿Qué le parece?

—Interesante, pero no me hace falta para echar uno bueno.

—Pues yo imagino que soy una esclava, y que Rupe es otro esclavo. Veo los árboles, los herbazales. Me parece que la cama no es la cama sino un claro en el bosque. Siento picores de hormigas y alimañas en el cuerpo. Otras veces lo hacemos de pie, apurados, con miedo por que llegue el mayoral de pronto y nos sorprenda… Así fue hoy. Sus golpes en la puerta, Engracia, eran como azotes. Cuando Rupe me secaba la espalda, sentía el ardor.

La gorda la dejó muda. ¿Era una loca, una pervertida, o inventaba todo aquello para acomplejarla?

En eso Rupe trajo el café. Engracia tuvo deseos de mencionar a los esclavos recolectores, que se enterara del descaro con que la gorda alardeaba de sus fantasías sexuales. Hasta pensó en sacar la foto. Pero, a fin de cuentas, quería ser máster y estaba allí porque ni la materia gris ni el tiempo le alcanzaban para escribir la tesis. No se dejaría provocar más; apenas tomara el café, pediría el proyecto y se largaría por donde vino.

Sin embargo Rupe arrancó a hablar. Que el otro día había conversado con Cacha sobre la tremenda pena que le daba habérsela dejado en la uña a Engracia. Que el entrenamiento se las traía; tuvo que fajarse día y noche contra los vicios técnicos que arrastraba por la mala preparación en el pueblo. Que lo dejaban salir de la escuela solo dos o tres veces al año y se enamoró allí mismo, algo normal en tales circunstancias.

¿A qué venía ese discurso después de tanto tiempo y delante de la doctora? ¿Qué le hacía suponer al muy engreído que Engracia le guardaba rencor y necesitaba sus disculpas? Apocada, no alzaba la vista del piso; contaba los mosaicos, las figuritas rojas y negras.

—Cacha me prometió llevarte bien. Una rebajita del cincuenta por ciento —oyó que dijo, y plantó un beso en la mano de la gorda.

Engracia se negó. Rupe no entendía por qué, mira que eres boba, muchacha, y ella que no y él que sí, se ahorrara ese dinero, y ella qué va, de ninguna manera, ese es el trabajo de la doctora y tiene su precio. La gorda intervino para aclarar que escribir una tesis no tenía precio; si fuese a cobrar lo que valía, el negocio se iba a pique, perdería los clientes.

—Es más, haré gratis la tesis —concluyó, y se advertía, aunque apañado, el dejo de molestia.

—Pero… —quiso Engracia impedir una humillación más grande.

—Es la condición que pongo. Usted decida.

En efecto, la insistencia de Rupe había subido el nivel de azúcar en sangre de la doctora. Entonces, sin medir las consecuencias —porque es orgullosa, cabecidura, vengativa—, Engracia aprovechó la ventaja:

—Si no hay más remedio… —se hizo la de la humildad y el agradecimiento—. Pero no pueden rechazar este regalo. —Y les extendió la foto—. Un recuerdo así tampoco tiene precio.

 

 

Mientras esperaba el veredicto del Comité Académico sobre el proyecto de tesis, Rupe no se le quitaba de la cabeza. Y no solo porque recordara su forma de pararse, de abrir las piernas en el sillón, las manos anchas, la carne abundante bajo la camiseta estricta…, sino porque la angustiaba suponerlo cómplice en el juego de la doctora.

Uno tras otro repasaba los actos de Rupe. La había recibido con naturalidad y alegría; aquel montón de besos y abrazos parecía real, libre de toda sospecha, igual que el pronto de hacer café. Estaban, sin embargo, los comentarios y justificaciones sobre el final del noviazgo; ese no era asunto para dilucidar en público, mucho más porque Engracia y él nunca lo hicieron en privado, y ni siquiera lo merecía.

A lo mejor Rupe no entendía de ese modo trivial lo sucedido y se sintió culpable de verdad… Aunque si hubiera sido así, fingió bastante bien; mencionaba los motivos de la ruptura como ingredientes de una receta de cocina. Liviano, sin tristeza. Quizá se vengaba por la confidencia de Engracia a la doctora. ¿O Cachita había, previamente, exigido esos pormenores a Rupe y para confirmarlos hizo que los recalcara en presencia de ambas?

Por otra parte, la contentura de él parecía sincera cuando anunció la rebaja, como verdadero su interés en que ella aceptase. Y la expresión le cambió al notar la rabieta disimulada de la doctora… A pesar de las dudas, algo le decía a Engracia que Rupe había actuado limpiamente y la bruja manipulaba la situación por su cuenta.

Ya en esta parte del drama que su mente fabricaba, Rupe tenía el papel de víctima. A Engracia le daba lástima que la necesidad lo hubiera arrojado en las garras de la doctora. Debió ser muy difícil su regreso al pueblo: la carrera fracasada, los años encima, los padres muertos, sin un quilo en el bolsillo… Aunque nadie sabía a ciencia cierta lo que había ocurrido, se rumoró bastante. De un día para otro Rupe desapareció del equipo Cuba, dejó de salir en las noticias. Comentaban que vivía en otro país, que se había casado en La Habana… Y de pronto, ¡fuácata!, cayó aquí. Tanto saltar para morir clavado en la orilla.

Entonces era como si el golpe de Rupe la despertase de la bobería: ¿qué hacía en vela a las cuatro de la madrugada atormentándose con aquellas diapositivas? Qué va, tenía que cambiar de Power Point. Lo de ella no era Rupe, ni la vida sexual de la gorda. Lo de ella era el clóset para el cuarto, los muebles de la sala, la cuenta de ahorro. Tenía que ser máster y llevarse bien con la doctora. Si se negaba a escribir la tesis, estaba frita.

Pero cuando el Comité Académico dio su visto bueno al proyecto y le asignó un tutor, en vez de acudir a la doctora, Engracia quiso ver a Rupe. Averiguó que corría en el estadio entre las seis y la siete de la noche, todos los días. Y allá fue. Sudado y jadeante como estaba la apretujó toda y la besó. Ella casi no distinguía ciertos detalles de su cuerpo, por la oscuridad del terreno, pero los adivinaba. O los inventaba.

—Me quedé preocupada, pensando que a lo mejor tu esposa tomaba a mal la foto… —empezó a lo loco. El pecho se le agitaba igual que cuando seguía por televisión los saltos de Rupe en la plataforma.

—Mira que tú eres boba. Cacha es un banquete, Engracia.

Y se hizo un silencio abrupto, pesaroso.

—¿Y tú qué? ¿Cómo supiste que estaba aquí? —preguntó Rupe, quizá para salvar el engorro.

—No hay quien me quite de la cabeza que le caigo mal. Viste como se puso cuando insististe en la rebaja.

—¡Pero si fue idea de ella! Se le ocurrió apenas le dije que habías sido noviecita mía, y que eras tremenda buena gente: tú y tus padres… ¿Se te murieron, eh?

No respondió. Le interesaba un comino la pregunta, el diálogo. La oscuridad y el olor a sucio que emanaba de Rupe le hacían imaginar a un par de negros esclavos en un claro de monte.

—Cacha se puso brava porque interpretó tu rechazo como un desaire —aclaró él.

—¿Es verdad que, mientras ustedes tiemplan, hacen las veces de esclavos?

Rupe no pudo aguantar la risa.

—Dime si es verdad —volvió a la carga, y le tomó una mano.

—A veces somos esclavos, a veces artistas de circo, dueños de una granja…—Y se zafó.

—No entiendo cómo te da risa que ande por ahí contando cosas íntimas.

—Cacha es lo más grande, Engracia. Una tipa sin complejos, sin miedo a lo que piense la gente.

—Eso crees tú. Es mucha la diferencia entre ustedes dos, la edad, la gordura…

—¿Y qué?

El tono rudo, casi retador, la hizo sentir ridícula, arrepentida. Decidió que un giro insulso, extemporáneo, conseguiría tal vez disimular su orgullo maltrecho:

—Aprobaron el proyecto. Mañana voy por allá.

—Cacha se va a alegrar —dijo, reseco, y salió caminando.

 

 

Para evitar a Rupe llegó a casa de la doctora a las seis y media de la tarde. Ya la gorda sabía que el Comité Académico había aceptado el proyecto. Engracia empezó a sudar frío, temiendo que Rupe le hubiera revelado lo demás. Cuando le dijo el nombre del tutor, Cachita puso el grito en el cielo (a su forma, se entiende). Menos mal que Engracia había apelado a los servicios de ella; el tal Evelio Montaña nunca atendía a los maestrantes bajo su tutela, siempre andaba perdido. Y no precisamente en la montaña, Engracia, como podría sugerir el apellido. La doctora estaba al tanto porque había escrito alrededor de veinte tesis cuyas tutorías se las adjudicaba el susodicho. Se rumoraba que era vendedor ambulante, ¿sería cierto? Se preguntaba en qué tiempo, con qué ánimos, preparaba e impartía clases ese señor, en qué tiempo revisaba las tesis, redactaba los informes para el tribunal…

La doctora hablaba de carretilla y movía insistentemente las piernas. Engracia aprovechó la pausa después de tribunal para informarle que Montaña, en efecto, no se apeaba de la bicicleta, calle arriba y calle abajo, proponiendo tartaletas, bizcochos, pasteles… Daba pena, doctora; un señor mayor que para ganarse unos quilos más tuviera que sacrificarse de ese modo. Hacía años que su esposa había caído en una depresión muy fuerte, ni se levantaba de la cama, y una mujer se la cuidaba por dinero.

Cachita parecía no atender la explicación. Seguía abriendo y cerrando las piernas, la mirada como en otra parte. Engracia calló, a la espera.

—Discúlpeme, Engracia, es que estoy muy desconcentrada… Es decir, estoy muy concentrada en algo distinto de lo que estamos conversando. Esta noche Rupe hará de Julio Antonio Mella y yo de Tina Modotti. Es un reto para mí, como usted supondrá. Porque Rupe es cien veces más buen mozo que Mella, pero yo… la Modotti… figúrese.

Trató de atajarla suave, pacíficamente, con pose de señora recatada que detesta los comentarios sobre sexo:

—No me cuente esas cosas, doctora…

—¿Y por qué no? Entre nosotras hay intimidad; la que engendra el hecho de gustarnos el mismo hombre.

Sospechando que Rupe le había ido con el cuento, Engracia se defendió:

—Eso es mentira de Rupe; no crea nada que él le diga.

—¿Es que hay algo que Rupe deba decirme?

Terminaría delatándose si continuaba jugando con las fichas que la doctora barajaba.

—Ay, doctora, yo no quiero problemas. No me interesa la vida de ustedes. Lo único importante para mí es hacerme máster.

—Pero ser máster no va a quitarle las ganas. Míreme a mí, que soy doctora, y cada día tengo más.

Engracia se paró. Era la única forma de acabar aquel peligroso y enrevesado interrogatorio.

—Dígame cuándo puedo volver, doctora. Lo mío es la tesis, graduarme, los ochenta pesos… —insistió, muerta de miedo por que rechazara su trabajo a estas alturas.

La doctora se quedó mirándola: fue como pasar por un escáner más lento y minucioso que el primer día. Todo esto lo soportó, y también, una vez más, la sonrisa de superioridad y desprecio.

—En quince días más o menos —dijo al cabo—. Tengo en mente unas actividades soberbias, exquisitas, que van a dejarte boquiabierta.

 

 

Engracia apenas podía calmar la sensación de temor y acoso. Juzgaba tan raro que la doctora la hubiese tuteado… Mientras más repetía en alta voz sus palabras, tratando de imitar el timbre, las inflexiones, las pausas, de penetrar en el sentido último de aquel soberbias, de aquel exquisitas, más sospechaba la doblez. Y cuando llegaba al van a dejarte boquiabierta, no alcanzaba a interpretar sino amenaza.

¿Pero qué maldad fraguaba la doctora? En un primer momento, Engracia supuso que la gorda, con pretextos disímiles, dilataría una y otra vez la entrega del trabajo, y hasta podría suceder que el plazo del Comité Académico venciera y se relegara indefinidamente la discusión de la tesis. En el peor de los casos, Engracia nunca lograría hacerse máster.

Vislumbrada esta posibilidad extrema, la figuración de otra vileza aun mayor empezó a hostigarla: ¿y si la doctora copiaba y pegaba las actividades de una de tantas tesis que había escrito? El plagio sería detectado de inmediato y Engracia perdería, automáticamente, el derecho al título.

Las actividades didácticas —diría el presidente del Comité Académico— descollaban por su rigor y sabiduría, sin contar la gracia, la ingeniosidad… Hubiera podido decirse que eran sobresalientes… —Y de pronto alzaría la voz, a punto de que las prótesis se le salieran de la boca—. Si no fuera porque la maestrante las había copiado de otra tesis. ¡El colmo del desparpajo, la falta de ética y el irrespeto!

Engracia imaginaba todo. Y tenía que levantarse de la cama, quitarse la ropa, pararse frente al ventilador para que el súbito acaloramiento no la ahogara. Avergonzada delante de aquellos señores eminentes, querrá defenderse, gritar que es víctima de una trampa, una venganza; que ella también necesita, tiene que ser máster, como los demás, como todo el mundo; que merece un clóset de madera para colgar los percheros y doblar las sábanas y los blúmeres, unos muebles tapizados de damasco que no rasguen o deshilen la ropa de las visitas…

Pero a aquellos tres calvos que han soportado durante años todas las penurias     —que, de hecho, siguen malviviendo en la más absoluta de las miserias, y aun así investigan, investigan, ¿qué coño investigan?, obtienen premios en el evento no sé cuál, en el fórum de sabrá dios qué—, las explicaciones de Engracia iban a parecerles mezquinas, indignantes. Y ella quedaría muda. Ya ni siquiera verá a los jueces, sus caras, sus gestos, sino la imagen de la gorda en su mente, que la mirará por encima de los espejuelos. La doctora Cachita con los ojos aguados, muerta de la risa, burlándose de ella: una negra esclava sola, completamente sola, que busca leña en medio del bosque.

En ese punto de la pesadilla, Engracia estaba ya bajo la ducha, impotente para detener la sofoquina, como diría la doctora. Y se lamentaba, claro que se lamentaba. Por la tontería de la foto, por la estupidez de ir al encuentro de Rupe en el estadio. Rupe: ese hombre pusilánime, anodino. O Rupe: ese hombre taimado, impostor. O Rupe: ese hombre hechizado y feliz. Engracia no sabía qué atributos dispensarle. Ni falta que hacía. Rupe era hombre muerto para ella, jamás debió ceder al capricho de revivirlo.

Él mismo fue quien la recibió cuando Engracia fue a recoger la tesis. La sonrisa de siempre, idénticos besos y abrazos. La misma capilla de funeraria. Lo único que había cambiado —aparentemente— era la doctora: las trenzas recogidas en un moño grueso y muy levantado, que dejaba al descubierto sus minúsculos zarcillos de oro. En las manos, sendas copas.

—Vino de pasas —aclaró, ofreciendo una copa a Engracia—. Tenemos que celebrar por el trabajo terminado.

La pobre Engracia no sabía si alegrarse; las palabras de la doctora descartaban las maniobras dilatorias como método de tortura, pero hacían crecer la probabilidad de una venganza más radical.

—Exquisito —opinó la doctora después del primer sorbo—. Pero el trabajo lo es más, mucho más.

Engracia ni bebía ni hablaba. Y Cachita parecía ignorar su actitud retraída; le bastaba el monólogo:

—A propósito de la palabra trabajo, debo confesar que me diste muchísimo trabajo. No por la tesis, no, qué va… Fantasear que yo era tú mientras hacía el amor con Rupe. Admito que te había subestimado. Pero al saber que ustedes pasaron tanto tiempo juntos sin siquiera… Pensar que esa pareja de esclavos iba al monte y no recogía ni un solo palo para la molienda del ingenio, me dejó estupefacta. Jamás concebí tamaña insubordinación. Tal vez más provocadora que todas las mías reunidas. Figúrate tú, ¡un verdadero boicot contra la zafra!… Pero —y hago esta pregunta de esclava a esclava—, ¿de verdad no te quedaste con las ganas?

Cabizbaja, Engracia estaba a punto de llorar.

—Tómate el vino, muchacha; se va a calentar. Y dame la memoria para copiarte el texto.

Sola en la capilla, Engracia se enjugó dos lagrimones con una manga de la blusa. ¡Cuánta humillación por ochenta pesos al mes! Debería romper la copa y cantarle las cuarenta a la doctora. Pero cuando Cachita regresó, todavía Engracia tenía la copa llena. La vació de una sentada y cogió la memoria.

—¿Y si una semana antes de la discusión el Comité Académico te cita de urgencia? Por algo muy grave. Digamos que yo te hubiera copiado las actividades didácticas de una de las tesis que he hecho… ¿Te imaginas? —acometió de nuevo al abrir la puerta.

Claro que lo imaginaba. No hacía más que imaginarlo. El empaque de los jueces, la diatriba del presidente, los dedos acusadores, su vano deseo de defenderse, la visión de la gorda muerta de la risa.

—Has perdido el color… Veo que imaginas. Pero pierde cuidado, Engracia. Eso sería demasiado previsible, muy poco creativo. No me subestimes.

Engracia casi corría. Odiaba suponer que la gorda, desde el umbral, la espiaba por encima de los espejuelos. Rebasada la curva, se detuvo y dio curso libre al llanto. No paraba de imaginar.


Pedro de Jesús López nació en Fomento, en 1970. Ha publicado la novela Sibila de Mercaderes (Letras Cubanas, La Habana, 1999) y el libro de cuentos La vida apenas (Bokeh, Leiden, 2017), que incluye textos de sus dos libros de cuentos pulbicados y otros no aparecidos antes en libro.

Más narrativa suya: Fábula con monstruo.

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