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Crítica

La noche sin fin

Borges y Piglia no andan lejos, pero es Bolaño quien deja las señas más visibles de su paso por 'The Night', de Rodrigo Blanco Calderón.

Madrid

En la década de los 70, George Steiner sospechaba que la literatura del momento estaba siendo escrita en la Europa comunista o en América latina —censura y terror atizando el genio—. Que la vida pudiese pender de un libro contrastaba con la insignificancia de la literatura en las sociedades democráticas. Se hacía así eco del postulado irónico de Borges: la censura obliga a afilar las herramientas del oficio. En cambio, Cabrera Infante zanjaba el asunto con ese humor que era bilis: en Cuba ya no hay escritores, tan solo comisarios políticos. Posiciones adversas estas que coinciden en un fetichismo de los lazos entre arte y política.

El asunto se complica cuando bailamos entre dos aguas: un liderazgo fuerte que va cambiando (o vaciando) las instituciones de una democracia históricamente endeble, sin llegar, pese a los visos autoritarios, a ser abiertamente una dictadura y, por si fuera poco, con tintes bufonescos: "Un poder como este, que produce risa y sin embargo te mata, es más corrosivo que un poder serio, de esos que provocaban terror con la sola presencia de sus líderes o de sus símbolos [...] Pero no hay forma de decirlo sin quedar en ridículo, como a esos niños a los que hacen llorar los payasos". ¿Cómo decir semejante terror sin quedar en ridículo? Tal parece ser el reto de la primera novela del escritor venezolano Rodrigo Blanco Calderón (Caracas, 1981).

Se necesitará pues "entrar en el horror como quien poco a poco se adormece y le da la espalda a la vida" e ir tejiendo "una novela policial que involucionaría hacia el género gótico". Así, en todo caso, es el libro que imagina Matías Rye, escritor fracasado y uno de los protagonistas de la novela firmada por Rodrigo Blanco, apropiándose así del título imaginado por su personaje, The Night. Juego de espejismos que será el signo distintivo del libro, el de Blanco.

Caracas, 2010. Periodo de apagones y de asesinatos en serie de mujeres. Matías se reúne cada viernes por la noche en un restaurante chino con su amigo Miguel Ardiles, otro apasionado de literatura pero psiquiatra de profesión. Al taller de escritura que lleva el primero llegará Pedro Álamo, un escritor que vive recluido, obsesionado con la vida y obra de Darío Lancini. Pedro, por mediación de Matías, se convertirá en paciente de Miguel. También pasará por la consulta otra atormentada alumna del taller, Margarita Lambert.

La novela se despliega en un tríptico. En la primera parte, "Teoría de los anagramas", se trazan las características que condicionarán el destino de los protagonistas: la imposibilidad de llevar a término, por parte de Matías, cualquier proyecto de escritura o el mimetismo destructor que lo hace adoptar las adicciones (alcohol, drogas) de sus ídolos; las obsesiones que condenan al aislamiento a Álamo —un sistema de escritura críptico y quizás descabellado que se origina en las investigaciones de Saussure (publicadas póstumamente) sobre los anagramas, el trauma no superado del asesinato de su esposa, también llamada Margarita, la fascinación casi demencial por el autor de Oír a Darío—; las sombras al acecho en la vida de Margarita Lambert; el celo no muy deontológico de Ardiles por sus casos —el propio Matías, antes de volverse su amigo, era un paciente—.

Aquí las voces del relato irán alternando una y otra vez (el narrador, Ardiles, Álamo) mientras que se irán esbozando las posibles escrituras que baraja la novela —o, por lo menos, en las que indagan algunos de sus personajes—. Por un lado, el realismo gótico con el que se desvela Rye: "basta alejarse de los núcleos de la vida urbana para retroceder un par de siglos en el tiempo" y nos veremos recorriendo "la galería de espectros hambrientos, los salones de la pobreza casi fantasmal, el teatro pavoroso de toda esa miseria que quedó petrificada". Un mundo en el que la ruina amenaza por engullirlo todo. Y por el otro, a semejanza de los malabares de Lancini o de las combinatorias de Álamo, un texto que se fragua torciendo el lenguaje, dándole vueltas ad nauseam al sentido (retruécanos, anagramas, palíndromos), como símil del caos. Modos de escritura que darían cuenta, así fuera de modo tangencial, de lo indecible.

La segunda parte, "Teoría de los palíndromos", recrea la historia de Darío Lancini, poeta que ha quedado relegado en los anales de la literatura. Suerte de biografía mínima pues, y también de rescate, que, luego nos enteraremos, es producto de la imaginación (o de las alucinaciones) de Álamo. En ella se perfila medio siglo de la historia política venezolana, en que la represión, el exilio parecen recurrentes. Hay aquí, por cierto, una definición velada del escritor como aquel cuya patria es el lenguaje. Y es lo que se desprende de esta vida errante: Caracas, París, Praga, Varsovia, Atenas...

The Night cierra la novela con la relación de las atrocidades del Monstruo (el asesino en serie de mujeres), las peripecias de Edmond Montesinos (psiquiatra insigne y sin escrúpulos), el fin trágico de Margarita, los desvaríos de Matías, la vida tortuosa de Mark Sandman (cantante del grupo Morphine, una de las figuras del panteón de Rye —de una canción suya procede el título del libro—), las pesquisas de Ardiles para darle forma a los textos que le legara Álamo antes de desaparecer. Corchete vertiginoso en el que las voces de la narración vuelven a permutar y los relatos se desprenden (o se encapsulan) como muñecas rusas.

Sin duda, es esta una obra sofisticada: trama caleidoscópica, regodeo con los géneros (cuento, thriller, semblanza), citas apócrifas, superposición de tiempos y puestas en abismo —todo ello mediante una prosa de una elegancia clásica, sobria pero no exenta de virtuosismo—. Ciertamente, Borges y Piglia no andan lejos, pero es Bolaño quien deja las señas más visibles de su paso por The Night: la fascinación por los escritores fallidos u olvidados (Los detectives salvajes), el Monstruo esteta (Estrella distante), los asesinatos en serie de mujeres (2666) o bien, como método, esa proliferación inagotable de relatos.

Así pues, tanto en su armadura como en los referentes esgrimidos, estamos ante una novela de grandes ambiciones. Y bien se puede decir que las cumple. La última parte del libro despliega un fino arte de la narración, que, acudiendo a un variadísimo registro de procedimientos, logra trenzar con eficacia las madejas de la trama. En cambio, la primera, quizás la más lograda, va infundiendo por pinceladas el desamparo que atenaza a toda una ciudad —esos personajes idos de rosca a fuerza de pensar, la paranoia como modo de supervivencia—. Un centenar de páginas que bastaría para justificar el libro.

Sin embargo, es "La teoría de los palíndromos", el capítulo con la escritura menos elaborada, la piedra de toque de la novela. Aquí el relato lineal y monódico permite engarzar los elementos que cerrarán el libro con un bucle tenebroso: la presencia del taimado Montesinos, que vendrá luego a condensar las prácticas de una elite (intelectual, política) que ha ido socavando el país durante más de medio siglo, la aparición recurrente de La balsa de la Medusa, símbolo de esa atrocidad sin fin que es la realidad venezolana. El destino de Lancini, más allá de la operación de rescate literario, es un espejo por el que asoma el pasado político de Venezuela y en el que la violencia se antoja como único reflejo. "La teoría de los palíndromos" es, en última instancia, la bisagra temporal que opera el desliz narrativo de la novela: del prisma abierto de la primera parte a la óptica retrospectiva y, por lo tanto, predictiva de la última —en la primera se infiltran indicios de un drama, propiciando esa atmósfera de suspenso, pero el abanico de posibilidades queda abierto; en cambio, la última, a semejanza de una tragedia, es la relación de la fatalidad, el fin de toda contingencia—. Es en el paréntesis de "La teoría de los palíndromos" que se transita de un mundo convulso a uno agotado, de la vida a sus despojos.

Habría aquí algunos reparos. En el afán de recuperar la figura de Lancini rozamos a veces con la hagiografía: el magnetismo cuasidivino del genio: "Darío es un espíritu superior", etc. Algo de carne le falta a este Lancini. Aunque esta objeción debería achacársele a Álamo, el autor de la biografía completada por Ardiles —si bien la mitificación en curso no se ve cuestionada más adelante en la novela—. Pero esto es apenas un detalle. Más bien se echa de menos que Rodrigo Blanco Calderón no asuma realmente las posibilidades que plantea su novela. Quizás el pasaje dedicado a Lancini habría cobrado espesor con un tratamiento distinto, más en sintonía con sus propios retos literarios: Álamo arriesgándose a incurrir en un texto ilegible. Y en ese sentido, el hecho de abandonar el mundo de alusiones y sombras, de irrespirable paranoia que da inicio al libro, de pasar a la aclaración en lugar de persistir en la evocación, se salda con una disolución de lo ambiguo y lo explícito se vuelve decepcionante. Al privilegiar la soltura y la elegancia el libro desecha la posibilidad de tocar lo indecible.

Es justamente la resolución —cabos atados y recuento consciente, pese a la variedad de voces— lo que aminora la potencia con que se abre la novela. No que no cuaje, todo lo contrario, sino que cuaja demasiado bien: de la continuidad trazada entre pasado y presente resulta con lógica absoluta la barbarie que determina las últimas páginas. Así la violencia anónima (que se salda con miles de vidas al año) y el hundimiento del país se ven reducidos a una especie de tara en la génesis nacional: "Hemos sido criados por asesinos". Todo se resuelve pues en una orgía de sangre, destinada a perpetuarse por los siglos de los siglos. Bien. Pero subsiste una duda —y en este caso imperdonable—: si el chavismo es solo la repetición de un episodio sin fin, si nada lo distingue del pasado, entonces ¿por qué resulta tan difícil, por no decir imposible, contarlo?

Por curioso que parezca, son estas mismas objeciones las que hacen de The Night un libro que juega con los límites, indagando sus propias condiciones de posibilidad. ¿Cómo dar cuenta de la turbia realidad venezolana —aunque bien podría decirse lo mismo, digamos, del terrorismo— sin caer en la monografía, el panfleto o la crónica amarilla? ¿Cómo trazar nuevos espacios en un género continuamente declarado en defunción como la novela? Blanco Calderón le da relieve a estas cuestiones con destreza. Pero aquí no se queda. Sarduy intuía en toda gran novela la respuesta a una pregunta aún no formulada. Quizás sea el caso de The Night.


Rodrigo Blanco Calderón, The Night (Alfaguara, Madrid, 2016).

Este texto apareció originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. Se reproduce con autorización del autor.

 

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