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Narrativa

Venía un ángel

'Él nunca toca a la puerta por si la madre está en casa, para eso le deja la llave bajo la alfombra, como en las películas. Es negro como tiene que ser todo hombre fuerte y rudo, como tienen que ser todos los hombres.'

La Habana

Esconde su mano entre las piernas. Se masturba todas las noches antes de salir del baño, casi como si fuera una religión. En dependencia de lo mal o lo asqueada que se sienta, lo hace con más o menos intensidad. Casi todas las noches lo hace sin ganas y cuando el placer llega, sonríe y se da la vuelta.

Toma uno de los cigarros buenos. Los escondidos al final de la caja que aún conservan el mentol, y se regala el placer de sentirse llena por un momento. Él nunca toca a la puerta por si la madre está en casa, para eso le deja la llave bajo la alfombra, como en las películas. Es negro como tiene que ser todo hombre fuerte y rudo, como tienen que ser todos los hombres. Ya no recuerda cómo se conocieron. Pero lleva viniendo muchas noches desde hace mucho tiempo. Siempre trae las cosas que sabe que le gustan. Marihuana y los discos de reguetón para pasar el tiempo.

Tienen un sofá grande para acostarse mientras ven un televisor enorme. Casi nunca hablan de algo. Tal vez sea porque no tienen mucho de qué hablar o porque simplemente es mejor a veces no hablar nada. Cierra todas las ventanas menos la que siempre deja abierta, que da al techo del garaje, a un lado de la cama. Como a la madre le ha dado por los aromas florales, se siente un poco asqueada, así que se masturba con menos ganas que nunca.

Con el microondas, recalienta la pizza. Mientras, él habla de lo bien que está quedando el gimnasio y sobre lo mucho que le molestan los gatos. Le pregunta cuándo carajo la madre le va a dar por tener un perro, o un curiel, que ocupa menos espacio.

¿Tú sabes que venía un ángel a sentarse en mi cama? Manda pinga. Estabas fumando antes de que yo viniera. No, de verdad venía un ángel. No te me vayas a meter a cristiana ahora. Venía un ángel. 

La pizza está dando vueltas en el microondas, calentándose. Tostándose. Da vueltas y vueltas acompañando las manecillas del reloj. El microondas es cuadrado, blanco, con un teclado digital. Chirría mientras da vueltas y cuando se detiene, grita. Grita con fuerza. Manda pinga, qué tienes hoy. Nada. No tengo nada.

Cuando él se para, es grande y fuerte como los niños que se comen toda la comida. Ven pa´cá y la hala por un brazo. Inhala el humo hasta asfixiarse y le pone el cigarro en la boca. Fuma, a ver si se te quita la bobería. No quiero. Fuma. Y da una calada que escapa al instante. Fuma y le tapa la boca con las manos. Fuma a ver si te dejas de comer tanta pinga. Deja que la ahogue. Esta noche quiere ahogarse. La agarra fuerte entre sus brazos. Cuando el corazón se le acelera no sabe si es por el humo que tragó o por el miedo. Traga. Fuma con fruición. Inhalando por la nariz el humo que suelta entre los dientes. Como un puente hasta el cerebro. La suelta y la tira contra el sofá grande y se la singa como singan los hombres fuertes. Y eso que te dio por los ángeles hoy, ¿te vas a meter a cristiana? No le deseo esta vida a nadie ¡Carajo, qué tienes! Nada. ¡¿Qué tienes?! Y golpea. Como golpean los hombres fuertes. Se ensaña dando en la barriga pero ella solo mira la foto del padre, sobre la vitrina. ¿Cuánto demora una pizza en calentarse, un hombre fuerte en cansarse?... Cinco… Diez… 15 minutos…

Ves cómo te pones, yo venía de buenas. No te vayas. Sí me voy. No te vayas. Cierra la puerta del fondo y deja la llave en el mismo lugar de siempre para cuando regrese mañana. La está mirando la foto. Y se levanta para orinar en la ducha bajo el agua caliente porque hace semanas le da terror mirar la taza del baño. Cuánto puede tragarse. Cuánta porquería. Cuánto vómito. Cuánta mierda.

La loca, la excéntrica, la puta. A la puta de María el chulo le cortó la cara de norte a sur y de este a oeste por tres dólares que es lo que cuesta una "infeliz de la vida". Pero ahora está mejor porque cualquiera tiene un dólar, como ella dice. La loca llega siempre cuando el negro se va, como si hubiera estado esperando detrás de la puerta. ¿Qué te hizo? Le pregunta. Nada ¿Qué te hizo? Lo de siempre. La excéntrica se come la pizza quemada en un plato blanco y con cubiertos, y toma un sorbo de agua tibia en copa de cristal. No lo digas. ¿Qué? Lo que todos piensan. ¿Qué un día te va a matar? Sí. Ya lo sé.

Conoció a María en el gimnasio cuando todavía cobraba 20 y tenían 16. Dios las cría— le dijo la madre. Y fue el andar arriba y abajo todas las noches. En las esquinas y en la oscuridad de la costa.

Espero no estar sola un día. ¿Por qué? Porque no quiero que me singuen por una cerveza. Tú tienes dinero, no te hace falta. ¿Y a ti? No sé, ya me acostumbré.

María es bonita incluso con la cruz sobre la cara y se ha cortado el pelo para que vean que no le importa. Tiene unas tetas grandes y un culo firme que Amelia agarra con fuerza entre sus manos. Bueno, ya estoy curada de espanto. Y María le mete la lengua entre los dientes. Cuando levanta la blusa le roza las costillas y Amelia deja un gemido en el aire. ¿Te duele? Y Amelia le dice a la imagen del padre que sí que le duele mucho y le huele la cabeza rapada y le pasa la lengua a la cruz y le agarra las tetas y el culo y le araña los costados y las piernas, le dice puta, come pinga, vete. María le acaricia la barriga y le pregunta si le duele.

Amelia se baña por segunda vez y María se sienta en la taza. No te sientes ahí. Tienes una comedera de mierda con esta taza, ni que fuera un trono. No te sientes ahí. Levántate. ¡No! Se enredan por los pelos como tienen derecho las amigas. Cuando piensan en desistir, cuando ya están cansadas, el negro las separa. Ya sabía que andabas en algo. Pero tranquila que aquí no ha pasado nada. Yo soy europeo. Dale, vamos pal sofá. No. Dice Amelia y María se encoje. ¿Qué? ¿Estás cobrando? ¿Cuánto, diez por las dos? No, dice Amelia. No seas comemierda que tú no vales tanto. Vete. Vete. Qué carajo, ¿ya se comieron la pizzita, no? Pues ahora les toca perro. Se saca la pinga como si fuera a orinar en la taza y Amelia se prende con los dientes. Pero está tan cansada tan cansada de todo que un par de trompones bastan para desmayarla. Cuando se despierta, se han ido. Le está cayendo un hilillo de sangre desde la cabeza. Hunde sus manos en el tragante y llora. Porque hace mucho tiempo había una niña que nunca quería dormir de noche y como en casa todas las luces se quedaban apagadas, se subía a mirar por la ventana sobre la tapa del váter. Y un día un hombre que no podía ser feliz quiso aprender a volar y se lanzó desde el techo. La sangre del hombre que era también la suya le manchó el vestido blanco y los lazos azules cuando se estrelló contra el techo del garaje. La niña sabía, por oírselo a la madre, que habían construido el garaje sobre las fosas y la horrorizó pensar que el padre se hubiera ido a nadar abajo. No quería que tú también vinieras a sufrir, le dice al rastro invisible del hijo que arrojó junto con la mierda. Para qué si a tu madre solo le falta valor para irse. Yo quería que te llamaras Gabriel como tu abuelo. Que fueras un ángel como él quería serlo. Y al final te mandé a nadar con toda la mierda que me aterra cuando tengo esos sueños de un sonido que me traga entera y me escupe… Donde nadie me quiere.

Amelia bebe el agua de la taza como si fuera el agua de la vida. Y llora por todas las vidas que se fueron y que no vinieron, y mira cómo el agua se mezcla con la sangre.

 


Ernesto C. Burgos nació en La Habana en 1995. Este cuento pertenece a su libro inédito Ciudades blancas.

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