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Narrativa

En El Floridita con daiquirí y otras microficciones sibaritas

'Por mi madre que pensé en los fantasmas de Comala que Juan Rulfo conociera transidos de un hambre revolucionaria. Como si también yo hubiera sido uno de los castigados por Pedro Páramo...'

Miami

 

En El Floridita con daiquirí

 

Guillermo, como Ernest Hemingway, prefiere el daiquirí sin azúcar y sin absorbente. Así lo toma cuando el hijo lo sorprende en la barra de El Floridita, abrazado a la cobriza Gertrudis, su amante oriental dúctil en curvas de entonación apretadas, de caderas realmente traviesas y moral ensimismada en cama o ducha... El joven, sin alzar la voz, le recrimina que le doble la edad a la nutritiva ciudadana, cuyo amor hacia él se parece —dice— al de las jineteras de la Alameda de Paula, casi al borde de la embrollada bahía. A las alegres coristas que Degas pintara en París —piensa Guillermo, mientras le sonríe al hijo y descabeza un Romeo y Julieta. Pero la perseverancia del joven está a punto de fastidiarle el almuerzo, las langostas a la mandarina que después le permitirán retozos sin retazos. Y decide interrumpirlo: "Hijo, perdona, ¿recuerdas cuál es mi plato favorito?" El joven lo mira. Mira a Gertrudis, que se lima las uñas; al barman, a un entremés donde se enredan finas lascas de Pata Negra en dátiles tostados. No entiende pero contesta: "Bueno, papá, las ostras". Guillermo recorre de un golpe de vista el cuerpo de la mulata Gertrudis, a la que llama Tula. De abajo a arriba la facha de su hijo. Traga un sorbo de daiquirí y da una cachada al Romeo y Julieta. Susurra: "¿Y cuándo se pregunta a las ostras si uno les gusta?"

 

 

 

La voz de santo Tomás de Aquino

 

Por mi madre que pensé en los fantasmas de Comala que Juan Rulfo conociera transidos de un hambre revolucionaria. Como si también yo hubiera sido uno de los castigados por Pedro Páramo, al haberme alegrado de la muerte de su único hijo del corazón cuando intentó saltar a caballo una cerca. De pronto se me habían perdonado cada uno de mis pecados. Porque yo les juro que oí la voz. Y dos minutos antes la humedad polar en mis manos, que me hostigó el saludo al embajador danés, no me impidió tomar una servilleta, un plato, colocarle en la estrecha esquina un tenedor y acercarme al acopio; aun tembloroso por la grandísima culpa de aquella mesa cósmica y diplomática, digna de los Medici, presidencial. Una provocación al comunismo científico, al África subsahariana. Allí, frente a mi vacío existencial, estaban las fuentes de camarones al ajillo; los pinchos heterogéneos pero con predominio del salmón y la aceituna negra, del queso manchego y el pepinillo encurtido; las bandejas de caviar negro y rojo sobre galleticas de centeno y mantequilla; los trozos de langosta  a la Thermidor, aderezados con brandy para potenciar el glamour... Juro decir verdad: Oí la voz de santo Tomás que me ordenaba al oído: "¡Excédete!"

 

 

 

Lezama Lima sí tiene entrante

 

El otrora exclusivo restaurante, a la izquierda del vestíbulo del decaído hotel habanero, mantenía su prestancia. Al menos el aspecto general de siempre, de cuando su chef Alfredo se dignaba acercarse a alguna mesa que le elogiara su receta de bacalao a lo Fernando Pessoa, rociado con vino verde y unas gotas de aguardiente Águia Real, el mejor entre los licores portugueses. Los tres comensales fuimos invitados a pasar por el solícito capitán, con el mismo gesto señorial copiado del Buckingham Palace. Las sillas mantenían incólume su terciopelo rojo vino. El mantel y las servilletas su nieve ártica. Cubiertos y copas no presagiaban el desastre. Pronto regresó con tres enormes carpetas del menú, forradas en paño verde. Al abrirla, en una hoja de papel cebolla, escritas a lápiz, aparecían dos ofertas: "Pata y panza, Arroz con pollo". Abajo, al final y escrito apresuradamente: "Hoy no hay postre". Mi optimismo, sin embargo, me hizo preguntarle al capitán. Tal vez porque se daba un aire al duque de Windsor: "¿Y no hay nada de entrante?". "Eso es todo" —se limitó a responder, arqueando la ceja izquierda, como si hubiera anunciado que los pargos aún coleteaban o que los calamares se freían en aceite de oliva tunecino, es decir, de Cartago. Pero José Lezama Lima, con su asmática entonación no perdió un solo segundo en replicarle: "¿Cómo dice que no hay nada de entrante? ¿Y la pata y panza?"    

 

 

 

¿Cómo van los preparativos?

 

Siempre le daba resultado. Tanto que se convirtió en hábito. Su hábito de cada sábado al teléfono: "¿Cómo van los preparativos?" Y abría el silencio. Un silencio cuya astucia desiderativa provocaba la buena intención hasta en quien no pensaba comer nada esa tarde. Ni José el poeta resistía. Yo entonces encargaba por teléfono la cena. Porque como no podía haber preparativos para lo que no existía, su pregunta era casi una orden. Así la oí la última vez, hace dos semanas, antes de su infarto. Y le pregunté, tras la risa de costumbre, cuál preparativo deseaba. "Mexicano. De La China Poblana. Fíjate que ya tengo la boca tan encharcada que no se me entiende cuando pido mixiotes" —y colgó. Puse la mesa para los siete del grupo. Los preparativos llegaron casi junto con él, cuando ya José el poeta y Guadalupe, Rafa y una amiga, María y yo, estábamos ante una jarra de margarita; aunque Rafa declinó, como siempre, a favor del escocés de malta. Elogió sus mixiotes de cerdo y los tacos dorados, los de chapulines y la cochinilla pibil, el mole negro, y los chilaquiles verdes. Elogió engullendo los dos postres: calabaza enmelada y ate de mamey. Suspiró vigoroso. "Tremendos preparativos" —comentó sonriente, mientras yo esperaba la coletilla, el recordarnos la generosidad mexicana que simboliza el itacate, lo que nos dan para la casa cuando elogiamos una cena. "¿Y mi itacate?" —preguntó, dueño de los preparativos.

 

 

 

Más lejos de mí, nadie

                      

                      A Raúl Rivero, por su poema "Cercanía", en Contraseñas para la última estación.

 

"Más lejos de mí, nadie" —se dijo. Forzó los párpados para que sus ojos se abrieran más y comenzó a caminar hacia la esquina. Sin prisa. Así tendría tiempo de recordar hasta algunos detalles de lo que había sido capaz de hacer. Porque ahora mismo su vacío en el estómago tenía más energía negativa que un hueco negro frente a la galaxia Andrómeda. Era un hambre pastosa, pero de pasto subsahariano con ventarrones polvorientos, espejismos, relentes secos. Sin retortijones, porque no era de volumen sino de antojos, de lo que ni en fotografías había visto desde hacía años.    

 "Más lejos de mí, de lo que yo soy, nadie" —volvió a decirse. Y siguió caminando como un espectro.

 

 


José Prats Sariol nació en La Habana en 1946. Sus novelas publicadas más recientes son Mariel (Verbum, Madrid, 2014) y Lila. Historia de un emigrante (Verbum, Madrid, 2015).

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