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Narrativa

Para matar al Papa se necesita

De cómo tres renegados se roban un fusil de la película del sábado y asesinan al Santo Padre, y de la que se forma después.

Madrid

1.

Esta sería la última, la más grandiosa y espectacular. Su misa más guerrillera y revolucionaria. Una mezcla milagrosa de Pinochet con Perón. Sería todo eso y muchas otras cosas, según se empeñara luego la historia en inventarse una historia al revés. Pero ante todo, o después de todo, sería su última en cualquier variante. Para ser argentino, con un par de años de magnas misas ya había sido suficiente lección. Consummatum est. Al carajo. Y amén.

2.

Eran las dos, o las dos y tanto de la madrugada. Igual salí de casa y paré el primer taxi en dólares que apareció. Cuando llegué a donde vivía JE, ya Ahmel Ahmel me esperaba con cara de susto en el garaje.

—No hagas ruido, coño, que se despiertan sus padres —me advirtió—. No hagas ruido, blanquito, que JE lo tiene todo cuadrado.

Y entonces, todavía con la tez de un tunecino aterrado:

—Cubano, esta es la que es. El futuro es hoy.

(Se refiere a mí, por si no es obvio. A Ahmel Ahmel le gusta llamarme así. A veces "blanquito" y a veces "cubano". Tiene que ver con rezagos del pasado y otras trabazones mentales que no viene al caso ahora contar.) 

3.

No podía creerlo, es que yo no lo podía creer. Convergencia sonámbula, insomnio colectivo, pesadilla popular. Yo qué sé. Lo cierto es que los tres habíamos pensado lo mismo, supongo que casi a la misma vez. La misa del Papa al otro día en la Plaza de la Revolución no nos dejaba dormir.

Nadie podría impedir que la diera. Ni paralizar la avalancha de risitas ratunas entre cardenales y comandantes, ministros y misioneros, obreros y obispos, angelitos vírgenes y agentes de verde vil. Tampoco podría evitarse que mañana por la mañana allí se refocilasen las almas de nuestro proletariado ateo. 

Pero tres taimados tigres del totalitarismo podíamos ponérsela bien podrida al Papa de las pampas. No más homilías imitando cierta dificultad eurocéntrica con el idioma español. No más paz en la tierra y gloria en las alturas de Latinoamérica soy hijo y a ella me debo. No más reconciliación con crucificados de hoz y martillo tomar, o sobre un par de remos de imitación.

Ahmel Ahmel estaba en lo cierto. Cubanos, esta era la que era. El futuro en serio sería hoy.

4.

JE bajó por fin al garaje y nos saludó con un "hi" de película silente (la h le chasqueó como j). Traía uno de esos gusanos tan típicos de los charters que hacen cola en los cielos de La Habana a Miami y viceversa. Cientos de aviones en ambos sentidos y con una única dirección: move forward. En una iniciativa ciudadana promovida por el presidente del parlamento cubano, antes de que su cerebro colapsara de cáncer (logró renunciar a todos sus cargos, sin rebajarse un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo).

JE puso con cuidado el gusano de la victoria a sus pies. Sus labios anglófonos en primer plano gesticularon otra sílaba sorda: "here". (Fonéticamente, dos. En Cuba se justifica que ninguna operación salga perfecta. Ni oración.)

5.

El mulatico se arrodilló ante el gusano con reverencia. Yo le llamo así a Ahmel Ahmel no tanto por su piel, como por el gentilicio que él me encasqueta. Qué coño "cubano" de qué. Todavía aspiro a ser un belga de barrio, un noruego del archipiélago. O mejor: islandés en sí (toda una categoría filosófica en la meta-madrugada cubana).

La cabeza de Ahmel Ahmel quedó entre el bulto tendido en el piso como un cadáver y la no menos abultada portañuela de JE. Estábamos súper excitados con nuestra misión. Era ahora o ahora. No había tiempo para geometrías inesperadas. Lo ayudé a abrir el gusano como si de una autopsia se tratara, y entonces vimos su fabuloso fulgor.

El bombillo ahorrador de un garaje de Nuevo Vedado venido a nada nos daba apenas un hilito de luz. Pero dentro del gusano palpitaba un brillo inmanente, crisálida a punto de rajar la noche con su aleteo de vida. Es decir, de criatura que avanza agónicamente hacia su extinción. Un brillo paradójicamente opaco, de arma larga y sin prisa: Bushmaster calibre .223, con mirilla telescópica calibrada en su retícula digital HD.

JE dio más detalles de fábrica, pero no nos hacían falta. Una pieza de relojería así había sido usada en mil y un atentados amateurs en los Estados Unidos de América. Nunca fallaba. Los titulares de internet no mentían, incluso en una ciudad sin internet como La Habana.cu. Era una joya recurrente en las películas de acción yanquis del sábado por la noche, puntualmente retransmitidas por la TV nacional. Cuba como polígono pirata de las peores y más profitables producciones de Hollywood, LA.

Conocíamos bastante de fusilería de snipers. Habíamos leído al dedillo los manuales de Gerardo Fernández Fe. Dominábamos en teoría hasta la causa electrónica del brillo opaco de ciertos metales. Y confiábamos en su arquitectura ergoestable para que al disparar ni un extra del ICRT la cagase.

Sabíamos que Fidel en la Sierra Maestra se había hecho retratar para The New York Times con uno de esos aparaticos. Pum. Desde preescolar nos enseñaban que Allende cayó en combate defendiendo La Moneda con un Bushmaster de los que Fidel autografiaba al por mayor. Pum, pum. Eran las joyas de la familia La Guardia, serial-killers presidenciales que los usaron así en el sur de África como en la Torre Trump de Manhattan. Pum, pum, pum.

Pero nos faltaba un poco de práctica. En las clases de Preparación Para La Defensa en la universidad, aprendimos a armar y desarmar algunos modelos análogos (del campo socialista), sin y con los ojos vendados. JE fue el único que pasó la prueba de fuego de lograrlo en tiempo récord y con una sola mano.

—¡¿Te lo robaste?! —no pude evitar que retumbase mi voz en medio de la calma chicha del reparto—. ¿De dónde sacaste esa barbaridad?

JE no le dio importancia a mi deslumbramiento. Con sólo 17 palabras de nuestra primavera papal me convenció:

—Ya es domingo, ¿no? —Ahmel Ahmel acurrucaba en sus manos mulaticas al buen soldado Bushmaster—. De la tercera película del sábado, ¿de qué otra parte lo podría sacar? 

6.

Nos habíamos conocido en la última Casa de la Cultura que se sostenía en pie, un castillejo decomisado a la burguesía batistiana, donde se impartía uno de aquellos talleres literarios que se inventaba el Estado.

Éramos jóvenes, éramos buenos. Éramos blanquitos, mulaticos, cubanos. Tremendos troncos de narradores que no se decidían a narrar su primera narración. "Prospectos", nos hubieran llamado en otras grandes ligas y editoriales por ahí. Escuchábamos, comentábamos, discutíamos. Leíamos de vez en cuando, aunque menos de lo que el asesor sin sueldo nos imponía leer. "Tolle, lege", el muy cabrón citaba a San Agustín. Aquel asesor desasalariado, como el Comandante en Jefe en algunas pancartas, no le decía a su rebaño "cree", sino "lee". (Tampoco el Comandante en Jefe cobraba un salario: no hay patria sin virtud, ni virtud que sea profesional. Y en esto Chaplin pudo ser el ideólogo insigne de la Revolución cubana.)

Entonces pasó algo. Una falla en la atmósfera claustrofóbica de los años cero o dos mil. Un patinazo a trío de nuestra improvisada vocación de escritores sin gremio (aplicamos para la UNEAC, pero nunca nos contestaron). Nos rompimos o nos rompieron las ganas de elucubrar estéticas. Nos aburrimos de tanto darle taller a una narrativa siempre a punto de ser narrada.

Ahmel Ahmel la cogió más suave y se hizo editor de una revista oficial, pagada por la izquierda por un cubanoamericano antiembargo. Yo me quedé flotando, como mismo lo hacía antes de jugar al pon de los intelectuales (vade retro, Cortázar). JE se convirtió en una especie de terrorista.

En una sesión de las llamadas de "desmontaje", el asesor sin sueldo le preguntó su opinión sobre un cuento que un tallerista acababa de componer como ejercicio de clase. Le preguntó si le parecía malo o bueno lo que el otro leyó. Recuerdo que JE hizo una pausa híperdramática. Miró al techo enyesado siglos atrás de la Casa de la Cultura (hoy abofado). Miró a las paredes empapeladas siglos atrás de la Casa de la Cultura (hoy desconchadas). Miró afuera (una Habana rural y tugurizada, de pie por pura estática espiritual) y entonces le contestó:

—Si pudo ser escrito, ya es malo. Si pudo ser leído, es mucho peor. Pero esto no tiene absolutamente nada que ver —otra pausa y otros paneos—. No queremos ningún tipo de contacto con ningún tipo de narración.

Se viró para nosotros, atónitos Ahmel Ahmel y yo. Y con una autoridad que emanaba de aquel rapto como terrorista de estreno, nos conminó:

—Vámonos para la pinga de aquí. 

7.

El plan era simple. En el 18-plantas de Nuevo Vedado vivía nuestra novia común Lady D. Una chica estrella, nada común. Socióloga y karateca. Exiliada un tiempo en Miami y después retornante a Cuba, como tantos poetas y opositores. Al contrario de nosotros tres, Lady D no había intuido nada. A esa hora dormía como una diosa. Como tres diosas: una para cada uno de nosotros.

Teníamos la llave de su piso 17-D. Irrumpimos sin hacer ruido en el apartamento de corte este-europeo. Y la despertamos lo mejor que se puede despertar a un ser querido en lo más hondo de la madrugada. Cada quien le explicó a su manera lo sencillo de nuestro plan, y Lady D nos aprobó uno a uno con sus maravillosos mmm-mmm-mmm, pero sin despegar los párpados: 

—Cariño, vamos a matar al Papa —le dijo Ahmel Ahmel.

—Cariño, vamos a matar al Papa —le dijo JE.

—Cariño, vamos a matar al Papa —le dije yo. 

(En orden alfabético. Por favor, reparen en que mi nombre no empieza con Y, sino con O.)

8.

A Lady D la muerte la motivaba a medias. Sobre todo desde que JE se pasaba horas y horas explicando sus descabellados deseos de salir a matar en masa y después morir de manera individual. Distopía literaria justo hasta hoy, cuando la convertiríamos en realismo del más radical. (El asesor sin sueldo de vez en cuando también nos citaba a Marx: La práctica es el criterio de la verosimilitud.)

JE sacó de una gaveta otra llave, la del candado de la azotea. No tendríamos que subir mucho más. Lady D vivía en el penúltimo piso, el 17, que por cierto era su edad cuando la conocimos, parada precisamente en su alero, en puntillas de pie y ya a punto de un vertiginoso ballet al vacío. (La ausencia es el verdadero criterio de la verdad, remataba nuestro asesor sin sueldo cuando se le desvanecía en el aire la solidez de sus sentencias de Marx.)

Los escalones eran un asco de pestilencia, bajo las hilachas de luz del ubicuo bombillo ahorrador. Unas bujías lechosas que Cuba importaba por millones del Cono Sur, y cuyos efímeros filamentos se fundían a una velocidad nunca vista en la historia de la bombillería cubana (dicen que por la alta salinidad de la Isla).

Salimos a la azotea del 18-plantas. Un piso bajo nuestros pies dormitaba al margen de todo Lady D. Por eso tratábamos de no pisar demasiado fuerte, ni arrastrar los objetos que nos arrastraban a nosotros como prueba de fe. JE había recogido además un titánico trípode del apartamento de nuestra novia común. Pesaba como un pulsar. Ahmel Ahmel era el responsable del gusano gigante con el Bushmaster .223 y su mirilla de píxeles a imitación de un telescopio espacial. Yo iba como mismo salí de casa horas atrás, en la nada y para nada. Eran ya casi las seis. El tiempo se va volando cuando tienes ideas vitales. Léase, ideas sobre cómo intervenir en la vida de los demás (es el principio de todo Estado y de toda religión).

Amanecía pacíficamente en una ciudad sin nombre que para nosotros siempre sería La Habana. Equilibramos el Bushmaster sobre el trípode de filmación. Lo enfocamos hacia el sacrosanto altar que se izaba de improviso en una plaza católica de la Revolución. Y nos dispusimos como dios manda a esperar.

9.

Cuando sonó el cañonazo de las nueve de la mañana, el sol picaba recontrafuerte. Casi desde el cenit. Domingo de septiembre en llamas. Un mes que regurgitaba megatones de toda la radiación de junio, julio y agosto. Y del resto de los años acumulados en una latitud letal. Del alivio del otoño, ni un alisio. Los países sin estaciones son una calamidad. Es cruel con ese clima de Cuba concebir que lleguemos vivos al siglo XXII. Es cruel con ese clima de Cuba concebir cualquier otra cosa que no sea llegar vivos al siglo XXII.

Teníamos el ángulo perfecto. El único objeto más alto que nuestro 18-plantas era precisamente el monolito raspiforme de la plaza revolupapal. Hacia allí apuntábamos. En la cuadrícula del colimador convergían las costillas del corazón de Jesús contra la cara Made in Korda de Ernesto Guevara el Ché. Y, de guiarnos por el nerviosismo de los guardaespaldas y corresponsales, entre Cristo y el Ché debíamos de estar a punto de hacer diana en el carapacho gaucho del Papa, en su vía cuba camino al cadalso. (Hay metáforas de violenta belleza. O hay tal vez violencias muy bellas. ¿Cómo distinguir, con el dedo de JE haciéndole cosquillitas a aquel clítoris de artillería mayor?

Bushmaster. El maestro o el amo de Bush. La azotea como arbusto ideal para las emboscadas urbanas, en un magnífico maremágnum de magnicidios, desde Lincoln hasta JFK. Y aquí lo vimos abrir completamente sus piernas, clavadas como un compás al techo del edificio para ganar estabilidad. Cuestión de centro de masa y otras ecuaciones gravitatorias. Los gatos saben de estos truquitos de balance muscular. Más que un terrorista post-taller literario, JE se había convertido en un fascinante felino. Sin maestro, pero sin amo. El tigre no de Bush, sino de Deleuze.

10.

Pum.

Pum, pum.

Pum, pum, pum.

11.

Después de retirarnos de aquel taller de "técnicas narrativas" —el gesto se conoció como la Protesta de los Tres—, Ahmel Ahmel, JE y yo trasladamos nuestros foros a los rincones más inconcebibles de la ciudad. A los parques agujereados de refugios anti-aéreos, las piscinas populares, las anacrónicas paradas de guagua, los museos de la muerte y, por supuesto, a ratos sobre la cama y a ratos sobre la azotea de Lady D. Narrar era un placer. Y para narrar era imprescindible no solo no escribir, sino renunciar a la represión repetitiva de querer escribir.

Era un placer especial escondernos en cualquier ruina en ruinas o en reparación, y contarnos cosas entre los tres, complicidades chamuscadas por la retórica de cada cual. Lady D solo nos escuchaba, incombustible. Lo cual no implica que ella no contara sus propias cosas, pero lo hacía a golpes de silencio y de esa sonrisa mitad feroz y mitad adormilada: un tironcito de su labio superior iluminando sus pómulos septentrionales. (Las encías de nuestro amor de amianto nos encandilaban a los tres.)

Ni a Ahmel Ahmel ni a JE ni a mí se nos borrará nunca ese gesto tan generoso de ella, nuestra chica nórdica de Nuevo Vedado. Línea de fuga sin órganos ni orgasmos, en medio del pastiche patrio que es remezclar miserables + mercados, cristos + criminales, y cruces + consummatum est + al carajo + amén. La adolescencia de Lady D nos permitía sobrevivir a la obsolescencia de nuestra Brave New Habana. 

12.

Las sirenas debieron de oírse lo mismo en El Vaticano que en la Casa Blanca. Parecía ser el ruido cíclico de las patrullas, los bomberos y las ambulancias, pero aquel caos hoy significaba un poquito más. Música, mulatico; música de futuro, blanquito; melodías que echamos de menos los cubanos. Un acelerón del tiempo en cápsulas de calibre .233; partículas de historia aceleradas a 666 metros por segundo, multiplicados por cada uno de los seis balazos de JE (seis dedazos ejecutados sin ningún síntoma de duda o desesperación). Pum, pum, pum. Como las onomatopeyas de infancia. Pum, pum. Un juego sin más ley que su precisión y reproducibilidad. Pum. Y las charreteras de los cardenales fueron las primeras en quedar aún más teñidas de un profundo carmesí.

JE dejó de disparar y comenzamos a alternarnos por el visor. No teníamos ni la más mínima idea de que el Papa tuviese tanta sangre en las venas. Ni ellos tenían ni la más remota noción de dónde salieron los disparos, si es que por fin eran disparos, y miraban hacia el cielo acaso sospechando de un atentado satelital. (Semanas antes, el gobierno cubano había tenido un rifirrafe con altos ejecutivos de Google Maps.)

Los minutos que siguen quedarán en la memoria discontinua de Ahmel Ahmel, JE y yo, según nos rotábamos la mirilla mágica. Intentamos grabar, pero la tarjeta pedía primero bajar un App del iBush, lo que implicaba que el rifle tuviera acceso a internet. (Es sabido que de todas formas la telefónica cubana solo reconoce los modelos más viejos de AK: los de antes de 1994).

Me limito entonces a recontar una serie de imágenes que vi en persona o que entre los tres nos narrábamos, extraordinariamente narrábamos:

—Vi a una tal Talía —conté yo—, tapando con su pinta de periodista el cuerpo del general de ejército Raúl Castro Ruz. Rebasada la confusión inicial, la escolta personal acometió su labor de salvaguardar a riesgo de sus vidas la del Premier, dejando atrás a Talía, por no contar ellos con instrucciones de protegerla. (La guardia papal quedó desempleada ipso facto: desde el primer mini-misil de JE ninguno de esos jesuitas conversos tenía nada que hacer. Muerto el Papa, se acabó la misa.)

—Vi la bandera cubana —conté yo—, su triángulo de rojo rubí destiñéndose a cuentagotas sobre la rabia de los plebeyos (la distancia enlentece la percepción de los eventos: es el llamado Defecto Doppler). Igual parecía un performance en cámara lenta importado con ínfulas de provocación.

—Vi un avión de Cubana planear en piruetas irresponsables sobre los fieles —contó JE—. La portezuela venía abierta y asomaba medio cuerpo hacia afuera, rodeada de niños con paracaídas o acaso con corsés, una tal Thais medio encuera, la actriz fetiche de Juan Carlos Cremata.

—Vi un ataúd giratorio como una veleta sobre la Biblioteca Nacional —dijo Ahmel Ahmel—.También puede ser un libro con forma de ataúd. O un ataúd que ha cogido la forma de tantos libros adentro.

—Vi a Eliecer Ávila —contó JE—, bebiendo sangre del cráneo abierto en cuatro pedazos de Ricardo Alarcón. Una cena en familia.

—Vi a Ernesto Guevara el Ché —contó Ahmel Ahmel—. Me guiñaba sus cejas gauchas en una fachada de ministerio, sus facciones Made in Korda sin transparencia ni superposición, vistas a través del boquete que ostentaba el pontífice a mitad de esternón. (JE tenía una puntería de medalla.)

—Vi a Juan Pablo II, vivo —conté yo—. Babeándose con un brillo liberador y diciendo de nuevo entre lágrimas, en otro domingo que no era el mismo pero que de todas formas lo era: "sois un pueblo muy entusiasta".

—Vi al Papa de las pampas, muerto —conté yo—, tan muerto como lo imaginamos en la madrugada anterior, muerto y rematado a mitad de su última, grandiosa y espectacular, guerrillera y revolucionaria misa o remix de Pinochet con Perón.

Hubo muchos más espejismos por el estilo, pero a estas alturas ya nada de esto tiene absolutamente nada que ver. No queríamos ningún tipo de contacto con ningún tipo de narración. JE se levantó y desapareció el Bushmaster dentro del gusano, sin ceder el turno que le tocaba ahora a Ahmel Ahmel (espiábamos en contra de las manecillas del reloj). JE destornilló el trípode, lo dobló por sus coyunturas, y me lo alcanzó hecho una etcétera. Y con una impasibilidad poco reconocible para su talante de tigre y terrorista, diplomáticamente nos invitó:

—Vámonos para la pinga de aquí.

 13.

Lady D aún dormía. Decidimos no despertarla. Como tantas veces que llegamos a deshora, nos dimos una ducha a trío y volvimos con cautela a su habitación. Afuera las sirenas ya se serenaban. Todo iría pasando, como de costumbre. Como de costumbre, todo tendría que ir dejándose atrás.

Nos acostamos como cachorritos de criminales a los pies de su cama, para no apretujarla tanto sobre el colchón. Era el primer mediodía del falso otoño cubano y hacía un calor inclasificable, a pesar del runrún del aire acondicionado. Lo bajamos al máximo. Es decir, lo subimos al mínimo: 59 grados Fahrenheit era lo más que enfriaba aquella consola comprada en un mall dantesco de Miami-Dade.

No fue necesario ponerlo en palabras, pero a ras del granito gélido de su piso los tres disfrutamos de un estado extático, como de prístina paz. Para colmo de bienes, Lady D dio varios vuelcos entre las sábanas y nos dijo a cada uno en un susurro (o ensoñación):

—Mmm —para Ahmel Ahmel. 

—Mmm —para JE.

—Mmm —para mí.

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