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Crítica

En busca de la 'elegancia' perdida

Una antología de cuentos cubanos del siglo XIX, perdida y recompuesta por la investigadora Cira Romero.

La Habana

Hace algunas semanas uno de los noticiarios culturales de reciente aparición en la televisión cubana recibía en su sección de entrevistas a quien, tras la muerte prematura del profesor universitario y ensayista Rufo Caballero, ha devenido quizás el crítico cinematográfico más privilegiado por mediático y, para algunos, hasta el más autorizado del país. La invitación respondía a la voluntad del espacio de informar y divulgar la realización de un encuentro que sostuvieran hombres de cine (dígase críticos, estudiosos, realizadores, promotores) y algunos funcionarios gubernamentales para meditar sobre uno de los temas hoy en el candelero público nacional: las nuevas concepciones que rigen la industria televisiva en el mundo actual y la proliferación en la Isla de una forma alternativa de consumo audiovisual bautizada popularmente con el nombre de "el paquete".

Entre otras tantas ideas a las que el crítico ya tiene acostumbrados y algo acomodados a sus lectores y espectadores, me inquietó en particular aquella que hablaba del "entretenimiento" como una palabra (y asumo también, por aquello que dijo el griego en el Cratilo, que como un fenómeno) que "se ha puesto de moda por estos días". La línea casi irrelevante —lo concedo— dicha de pasada, como solo la oralidad nos lo permite, me llevó de golpe a recordar que fue "entretener" precisamente la finalidad que movió, un centenar de años atrás, a los coordinadores y autores originarios del libro que por entonces andaba leyendo. Se trataba de una compilación de cuentos escritos por narradores cubanos realizada en el año 1887 y publicada desde entonces como Cuentos de La Habana Elegante, título que ahora la investigadora Cira Romero  y la Editorial José Martí rescataban y conservaban para una nueva edición que obsequiaban a La Habana por su 495 aniversario.

En principio, sin abrirlo, apenas alcanzado por las señas de cubierta y contracubierta, el libro se me antojó algo anodino, quizás por el halo que preceden los objetos que se prestan para consolaciones históricas y agasajos oficiales. Lo supuse en suma aplazable, como uno de esos que te mientes dejándolo a la vista para no olvidar leer y terminas considerándolo prescindible (pues sálvese quien aún crea que todo cúmulo de hojas impresas con un ícono editorial en lomo "siempre tiene algo que aportarnos"). Una vez llegado al índice se descubría una nómina de autores en buena medida desconocidos, o al menos, presumiblemente añejos y remotos para un lector indiferente al archivo literario del siglo XIX cubano.

Los pocos que se lograban reconocer podían poner en un aprieto las bondades de cualquier lector, nuestra predisposición a conceder tiempo y atención a textos sospechosos de desmerecer cualquiera de los dos. El vistazo al prólogo, sin embargo, alertaba de valores añadidos, o simplemente, de eventos atractivos. Aludía a pesquisas detectivescas, manipulaciones funerarias, anécdotas sobre un libro abandonado en el lost and found del Grand Hotel Literatura Cubana, de polvaredas documentales y reivindicaciones patrimoniales. Confieso que, en este caso, no fue el contenido literario lo que me sedujo, sino los relatos exteriores a él, los procesos que, imaginaba, habían orbitado a su alrededor y me excitaban conexiones sorprendentemente extemporáneas, fogonazos de actualidad.

El volumen publicado en 1887 fue el colofón de un proyecto editorial tramado desde las páginas mismas de la famosa publicación decimonónica La Habana Elegante cuando recién empezaba a orientarse con mayor intensidad hacia la literatura, y ni siquiera auguraba convertirse en la revista del modernismo hispanoamericano en Cuba; el de Darío, Nájera, Nervo, Silva, Lugones y, claro está, el de Martí, Casal, la Juana de los Borrero, Byrne y los hermanos Uhrbach.

En el número del 6 de febrero de ese año los redactores de la revista se congratulaban de presentar un relato debido a la pluma de Ramón Meza. Con él anunciaban la voluntad de continuar sumando en lo adelante otros tantos de la autoría de los escritores más reputados del momento con el objetivo final de "formar con ellos un volumen de literatura amena" que pudiera "mostrar el estado floreciente de nuestras letras". Los convidados gozarían de absoluta libertad temática y formal. Solo se exigía de sus trabajos cierta belleza acorde con una presunta edición de lujo por venir, y una calidad que no desmereciera "de nuestra cultura literaria actual".

Paralelamente a los relatos que se sucedieron a lo largo de ese año, casi con frecuencia ininterrumpida, fue apareciendo una serie de notas emitidas por aquellos redactores en las cuales, entre agradecimientos y peticiones varias, se manejaban los posibles alcances de la empresa. Llamaba la atención en esas notas el hecho de que aludieran por igual a móviles de naturaleza distinta para justificar y convencer, a quien le ajustara el sayo, de la preeminencia del proyecto: por un lado, expresaban el prurito humanista de contribuir a "nuestra cultura literaria actual" y el gesto de implicaciones nacionalistas de brindar una "humilde ofrenda […] a las letras patrias"; y por el otro, el anhelo de que las entregas agradaran a los lectores, para lo cual prometían de antemano jugosas dosis de amenidad, preciosismo y gallardía en los procedimientos.

Además de presumir en ello una estrategia de gestión editorial dirigida tanto a captar la atención del lector potencial como a garantizar el envío de las colaboraciones aún por incluirse, resulta notable el poder reconocer, desde aquel entonces, una práctica susceptible de instalarse en nuestra historia nacional como atributo identitario: me refiero a la de jugar la carta de "lo trascendente", "lo relevante" o "el bien común" en sus distintas variantes. Es decir, atribuir teleologías dignas de los dioses y enarbolar en un mástil, cubierto en la bandera, eventos que poco o nada tienen que ver con entelequias tópicas ni constructos populistas sino que obedecen, al menos en principio, a necesidades más bien de índole privada, de interés minoritario, a veces inexplicablemente viscerales —ardid clásico de mercaderes, retores y tiranos por igual—. Como quien, para conseguir su propósito, se ve obligado a mostrar lo que el resto quiere ver y soplar las palabras lenitivas que los oídos quieren escuchar, los redactores de La Habana Elegante colocan en armonía e igualdad de privilegio las más nobles aspiraciones (por aquello de "las ofrendas y tributos") junto al interés por satisfacer los estados del gusto, o sea, las exigencias del paladar resultantes del, no por solaz menos voraz, ejercicio de la lectura de suscriptores y futuros compradores.

Siguiendo esas apostillas a lo largo de los meses, textos al margen de los cuentos, es palpable la tendencia a ponderar las bondades materiales del tomo que ya se cocía por la imprenta y a apostar más por la amenidad y la belleza, el preciosismo y las lindas historias, en detrimento de las anteriores evocaciones a la patria y a la tradición literaria nacional. Para cuando se publica la última de esas notas, en la entrega del 22 de enero de 1888, ya los ejemplares circulaban por las principales librerías de la ciudad. En ella la pretensión teleológica de aquella convocatoria inicial se precipitaba en estos términos: "Ya lo dijimos y lo repetimos una vez más: nuestro propósito fue coleccionar esos trabajos, dedicados a La Habana Elegante, en el bonito volumen en que han aparecido y que acredita de buena impresora la casa de los señores Ruiz y Hermano". Era el modo en que los entusiastas promotores de antes respondían a la carta de un lector que, luego de haber recorrido la ciudad sin tropezarse con el libro, se preguntaba si por allá por la redacción, donde todo se había cocinado, quedaba regado algún ejemplar dispuesto para la venta. Ligereza en el discurso, insistencia, acaso enojo, como si no quisieran volver a escuchar sobre el tema: todo el esfuerzo se desbrozaba de púrpura y pompa y quedaba minimizado en un mero trabajo secretarial, de compilación. Las palmas para sus impresores: el valor al que se apunta es el mismo destacable en cualquier objeto frugal o corriente (un cofre, una pulsera, el devocionario bajo la almohada) en la parquedad de ese "un bonito volumen".

¿A dónde fue a parar tanta fanfarria?, ¿tanta palabra había sido puro artificio comercial, márquetin de bazar? Ahora mismo me siento tentado por las probabilidades inciertas y el placer impune de conjeturar. Es posible que el entusiasmo haya menguado en tanto los envíos no detentaban la calidad esperada. Son varias las razones que señalan en esta dirección. La primera surge del relato que principia al resto. El debido a Ramón Meza, por entonces miembro del cuerpo de redacción de la revista, nos escandaliza por la pacatería verbal y la estructura encorsetada. Nada hay del Meza que esperamos ver plantarse con el peso, nada fácil de soportar por cierto, de su canónico monumento literario ya concebido para la fecha.

Asimismo, al revisar la nómina de autores finalmente incluidos, sonreímos ante otra de las paradojas del proceso de concepción, otro trecho entre el dicho y el hecho. Lo que en principio se perfilaba como una antología de los más connotados escritores cubanos de la literatura del momento, con el trasiego de peticiones, negociaciones con la imprenta y ofrecimientos impertinentes, se tornó un ramo variopinto (para seguir con las metáforas vegetales) al que se le engastó lo mismo el célebre que el "celebrado". Y así lo propongo pues, en verdad, el anuncio consignaba lo siguiente: "Tomando parte en la obra, como tomarían indudablemente, nuestros más celebrados escritores, muchos de los cuales ya nos han prometido su colaboración, será digna muestra del estado floreciente de nuestras letras".

A la postre, ni todos los incluidos gozaban de tal popularidad ni los de mayor oficio o carrera ("los más celebrados") fueron excluidos —faltaron, no obstante, Martí y Casal, el Nicolás de los Heredia y Esteban Borrero, pero también los prolíficos Pascual de Riesgo, Teodoro Guerreo y Virginia Felicia Auber–. Eso sí: el diapasón de permisividad se fue expandiendo. Había empezado por casa, por las contribuciones de algunos de los mismos gestores, miembros del cuerpo de redacción de La Habana Elegante, colaboradores cercanos. Y luego se añadieron firmas de eminentes ensayistas que no contaban entre sus pudores la hechura narrativa, novelistas de carrera con éxitos rotundos (en algunos casos, legitimados con el paso del tiempo), y jóvenes articulistas cuyos trabajos básicamente periodísticos empezaban a comentarse en salones y tertulias.

Incluso nos es dado sospechar que el rigor selectivo debió haber flaqueado además en cierto punto ante la insistencia de practicantes noveles o allegados que, ansiosos por figurar junto a los maestros, se apresuraron a fatigar el buzón de la redacción con propuestas no solicitadas. Por eso el freno, en lo adelante se acababan las concesiones: "no podemos contraer más compromisos que luego no podríamos cumplir por la imposibilidad material de darle cabida en el libro…". Ignoraremos siempre quiénes fueron esos cuya escasa reputación y dudosa competencia desmereció el interés primero de los recopiladores, pero que, una vez insertados, en cierta medida, resquebrajaron la exclusividad y el valor literarios mediante los cuales, ¿por qué no?, se fantaseaba tomar las letras patrias por asalto.

Muy exclusivo habría sido contar con una joyita recién sacada del horno del que para muchos ocupaba el trono en la novela cubana. Cirilo Villaverde sumaba una edad provecta y una sostenida labor en el ruedo de la prosa de ficción. Su aportación, cualquiera que fuera, constituiría un atributo de refinamiento y calidad. Y no fue menos, a juzgar por el uso del relato dentro del relato y el manejo, como nadie, de las voces narrativas; solo que el extendido a la sazón, había sido escrito, en realidad, en su treintena y publicado en un periódico habanero en 1842.

A reservas de que quizás los mencionados quebrantos atentaran contra la aceptación y el éxito, los coordinadores comenzaron a endilgar valores ajenos al literario en sí. Es muy probable, no obstante, que se tratase de un premeditado artificio editorial para atraer compradores —en lo que La Habana Elegante había ganado cierta habilidad con la composición de sus "almanaques", una selección de todo tipo de textos publicados durante el año para comercializar a modo de oferta de Pascuas—. Una forma emergente de insuflar atractivo al compacto fue añadirle un "Catálogo de los libros". Los lectores tendrían al alcance de su mano un directorio que contenía los títulos cubanos que aguardaban por ellos en las librerías de la ciudad. Estamos ante una variante protomórfica del reader digest que proponía una muestra ilustrativa de la producción literaria cubana más actual.

Punto y aparte, me cuesta creer que los antes entusiastas promotores barrieran de un solo plumazo tantos anhelos, una vez logrados los objetos pragmáticos, los inmediatos: la publicación y el cobro de unos cuantos dineros en recompensa. Algo sí es inequívoco: Cuentos de La Habana Elegante,de un total de 222 páginas, publicado por la Imprenta La Universal, a decir de ciertos comentarios y anécdotas que la propia revista nos comparte, tuvo un rotundo éxito de venta.

De los varios objetivos barajados durante el temprano febrero del 87, el único sin dudas alcanzado fue el de nutrir aún más el ocio estético de la sociedad habanera, satisfacer el gusto literario de los lectores, hacerlos reír, sollozar, burlarse, reconocerse, en fin, "entretenerse". Supercherías publicitarias aparte, la intención había sido siempre dotar a ese sector más distinguido y elegante —al que se podía permitir reunir una biblioteca en casa y lustrar el lomo de los ejemplares empastados con inscripciones doradas— de un libro utilitario (tanto para el "lector común" como para el literato de oficio) y, a su vez, de una colección que hiciera las delicias de los más asiduos seguidores de La Habana Elegante, en su mayoría, nunca se olvide, un público femenino.

A ellos, a los asiduos, iban destinadas las demasiadas quejumbres, las composiciones calcadas de historias fabulosas que, extirpadas del Medioevo, se fraguaron en la Europa de principio de siglo; a ellos, los moldes pletóricos de escenarios de ensueño y visiones mágico-legendarias. Por eso también, y porque pocos sabían otra forma de hacerlo (Villaverde, Calcagno, Valdivia, o el Meza que no le vino en ganas para la ocasión), el trazo romántico, la verbosidad abundante y sentimental, los rostros espejos del alma —ya compungida, ya en regocijo—, el exotismo de los espacios que anunciaban el modernismo, y las referencias a la realidad más cercana en clave de crónica y costumbrismo. A merced de aquellos, los fervorosos, quedaba un poco del agradable y mejor tratado kitsch del momento, de las manos de consagrados y talentosos de la hora. Me seduce este tipo de obra en que los mejores prosistas del país se unen para entretener y prodigar materia de goce literario entre sus coetáneos: ¡y que lo consigan! Confieso que, en materia de libro, todo esto me resulta ajeno hoy en Cuba.

El más sublime de aquellos propósitos, sin embargo, el de perfilarse hacia la eternidad legando a la tradición un muestrario del talento local, no se logró del todo; o al menos, se nos hace difícil juzgarlo si así fuere, pues, evocando una frase popular que se pondría de moda una docena de años más tarde, al parecer, la totalidad de los elegantes volúmenes, como otras tantas cosas, "se perdió en la guerra".

De su desaparición da cuenta la investigadora y ensayista Cira Romero, a cuya curiosidad literaria y fascinación arqueológica por el siglo XIX cubano debemos la resurrección editorial de Cuentos de La Habana Elegante. En el prólogo a la nueva edición, Romero nos pone al tanto de la infructuosa pesquisa que emprendiera en busca del malhadado librito por las principales bibliotecas de Cuba, y que la decidió a exhumar los trabajos, directamente, de las páginas de La Habana Elegante. El resultado es un conjunto distinto a aquel de 1887, en parte porque se le añade el pedigrí de un animal extinto que aún exhibe barruntos de la nada, y la atracción misteriosa de un objeto raro y mortecino, en apariencia, de interés exclusivo para historiadores y estudiosos de la literatura, o para esos sombríos filólogos, los libreros, que pululan por las plazas y los parques de la isla.

En su interior los lectores del siglo XXI hallarán los mismos nombres y los mismos textos concitados en 1887. Además de las figuras ya referidas, me limito a destacar unos pocos de un total de diecinueve que se recogen. Los enterados enseguida recordarán a Aniceto Valdivia, el crítico que levantó más de una roncha bajo su seudónimo Conde Kostia y uno de los promotores del proyecto junto a Meza y Enrique Hernández Miyares, director de la revista desde 1888 hasta su desaparición; a Aurelia Castillo de González, la única mujer del conjunto, pionera en los estudios sobre la Avellaneda en la isla; a Justo de Lara (seudónimo de José de Armas y Cárdenas), eminente erudito reputado por sus asedios a la tradición española, en especial, a Miguel de Cervantes; a Julio Rosas (seudónimo de Francisco Puig y de la Puente), otro prolífico prosista de ideas antiesclavistas; a Francisco Calcagno, con razón agasajado por su Poetas de color (1878) y el utilísimo, amén de las tantas imperfecciones, Diccionario biográfico cubano (1878-1886); y a Antonio Zambrana, orador y patriota que había publicado en Santiago de Chile una versión del Francisco de Suárez y Romero unos años antes (1873).

Es posible que, a la vista de los lectores reacios a la hojarasca literaria del XIX, estos nombres tomen la apariencia de prehistóricos y pomposos especímenes; pero de seguro reconocerán, una vez adentrados en sus historias, más de un carácter sicológico, más de un personaje tipo, varios de los conflictos precipitadamente esbozados, y mucho, bastante, de esa sensibilidad pringosa y meliflua, tan del gusto de la prosa romántica de la Cuba decimonónica, que hoy se conserva en buena parte de los productos culturales del tipo novelas rosa, comics del corazón, novellas eróticas y pornográficas, telenovelas, teleseries o canciones que pasan con mayor prisa por las listas de éxito que por el imaginario musical del populus. A riesgo de ser tildado de cualquier-cosa (e. g. machista, sexista, etc.) me siento inclinado a asegurar que estos cuentos pueden hallar sus lectores ideales, además de en los señalados estudiosos, en ese sector de la sociedad cubana que incluye adolecentes, amas de casa, personas de la tercera edad, o quienquiera que se aventure por un poco de distracción fuera de las páginas de los diarios nacionales.

Si en sus manos redundase el libro, en absoluto se estaría traicionando el objeto con el cual fue lanzado a las calles de La Habana en una época en que también estaba de moda "entretener". Aclaro que nada cándido hay detrás de estas palabras. En todo caso, con todas sus implicaciones, con su tara especular y transhistórica, esta colección de relatos ha hecho que me pregunte en qué momento de nuestra historia literaria, que es también la historia de la lectura en Cuba, los cubanos dejamos de leer por mero disfrute y goce estético, sin el fastidio y el angustioso compromiso de "crecer", de ser mejores, de ser superiores, de hincharnos de sabiduría con cada página recorrida. Cuándo aniquilamos a esa criatura hedonista que gusta deslizarse de título en título, por el solo placer de la lectura, lúdicro, veleidoso, antojadizo y, placer al fin, nunca del todo explorado.

Pero un librito entretenido también nos puede conducir al mundo exterior a él, digamos, a donde radican sus aspectos paraliterarios. La lectura simultánea de acotaciones editoriales y cuentos descubre la pericia de los redactores-coordinadores del proyecto y una conciencia de los mecanismos que, en su momento, hacían posible la realización efectiva de la literatura. Contrario a lo que simplemente se podría achacar a una concepción heredera de la Ilustración (el utile et dulce horaciano), creo ver entre líneas a un grupo de escritores y promotores en pleno dominio de esos procesos extratextuales, a mi juicio, sintomático de una concepción de la cultura a finales del siglo XIX que dejaba muy claro un deber ser del libro en tanto objeto. De ahí que una obra literaria como la que se proponían habría de ser a la vez un objeto de placer (para el agrado y solaz disfrute de las señoras y lectores en general), un objeto comerciable (para recaudar los costos de la impresión y poder emprender nuevos proyectos) y, aunque en efecto no fue lo más resaltado, también un objeto cognoscitivo (mediante el cual se ilustran rasgos sociales, históricos, políticos y estéticos de una época). Muchos de los firmantes de los cuentos de La Habana Elegante eran más conscientes de cómo debía conducirse su campo literario que de la literatura misma. Reconozco que, si algo me impresiona de estos autores, en su mayoría mejores periodistas que escritores, es la capacidad para hacer funcionar, a pesar de restricciones y carestías, aquella «pueblerina» ciudad letrada.

Hace unos meses atrás el poeta, narrador y traductor cubano Jesús David Curbelo presentó el Diccionario de obras cubanas de ensayo y crítica (Ediciones Unión, 2013) en su primer tomo dedicado a la época colonial, confeccionado por un equipo de investigadores del Instituto de Literatura y Lingüística, bajo la dirección de Zaida Capote y la coordinación, nada casual, de Cira Romero. En aquella ocasión, Curbelo lamentaba el desconocimiento deliberado de nuestra tradición ensayística por parte de las más jóvenes generaciones de críticos. Salvando las distancias, otro tanto podría imputarse a los jóvenes narradores cubanos. Y aquí procedo con reservas, pues no creo del todo parangonables los avances en el campo del intelecto y las ideas de Saco, Varona, Bachiller y Martí a los que, con tantas altas y bajas, algunos admiradores esgrimen a ultranza a propósito de la narrativa. Como tampoco consideraría, ni por un minuto, imprescindible portar como amuleto las antologías de Salvador Bueno para concebir hoy un buen relato.

Si bien es cierto que lo escrito en los últimos 50 años poco o nada debe a los engendros narrativos del XIX, es curioso percibir, leyendo los cuentos de La Habana Elegante, perpetrados en una Isla decidida a cambiar y a asumir cualquiera de los riesgos que eso implicaba, las similitudes con algunos de los espectros que rondan los textos de mis contemporáneos: pienso, entre otros, en el empeño agónico, vehemente, brutal por superar los estigmas de la provincia (ser ciudadano del mundo, entrar en la modernidad, internacionalizar lo local); en el forcejeo torpe y amanerado por escapar al imperio de la realidad y la tiranía del referente social; en el complejo de estar alejados de los circuitos literarios foráneos donde resplandece lo que más vale y, a veces, hasta lo que menos brilla; en la manera más efectiva de lidiar con las influencias contemporáneas y los dictados de los padres literarios; en la búsqueda de una forma y un estilo que conjuguen calidad estética y éxito editorial; en el problema de la función de la literatura; o en el tan llevado y traído tema de la identidad nacional en la creación artístico-literaria.

En cuanto a los valores propiamente estéticos, será posible confirmar algunas de las ideas ya asentadas y deducidas de las piezas definitorias de los rasgos, modos y manías de la época. Los narradores que parecían haber superado las exclamaciones a flor de nervios y los epifonemas altisonantes no consiguen desprenderse de los almibarados tics del romanticismo: nos bombardean con mujeres ideales, lánguidas, endiosadas, siempre comparables a algún ejemplar de nuestra flora; nos ponen a prueba la paciencia (como aquel Espejo) con historias en las que el amor, que acapara temáticamente toda la atención, resulta la panacea para cuanto conflicto, carácter quebradizo o virilidad menguada quieran ponérsele a prueba. Mínimos son los casos que se guardan el apotegma moralizante, precedido por una retahíla de atributos convencional y simbólicamente tratados: bondad, virtud, sinceridad, felicidad, confianza, inocencia, candor, pureza. Habiendo seguido su desarrollo con el paso del tiempo reconocemos en unos pocos autores cierta pericia escritural (Villaverde, Calcagno, Justo de Lara, Valdivia, tal vez Manuel Serafín Pichardo); en la mayoría, tan solo el más o menos precario dominio de una estructura modélica, de un proceder formulario.

Las cumbres del canon cubano legitimadas hasta la saciedad quedan imperturbables con esta nueva exhumación. Y es comprensible. La década del ochenta fue dorada y definitiva para la narrativa en más de un sentido: Tristán de Jesús Medina impactaba con su Mozart ensayando su Réquiem en 1881; al año siguiente Villaverde imprime, después de casi una vida con ella a cuestas, su Cecilia Valdés; en el 85 Martí suelta perlas al modernismo con su Amistad funesta o Lucía Jerez, en alguna medida prevista ya en el breve relato de título "Irma", según nos informa el investigador Ricardo Hernández Otero, escrito en Nueva York el año anterior pero circulado en La Habana al siguiente por el semanario La Lotería; Mi tío el empleado de Meza sale en 1887 y En busca del eslabón. Historia de monos (1888) llega de parte de Francisco Calcagno para fijarse en la posteridad, según Roberto Friol, como la primera novela de tipo científico en la Isla. Contra semejantes monumentos el opúsculo en cuestión tiene escasas posibilidades de sobresalir, al menos si se mira solo desde el punto de vista estético.

Otra vez las bondades están desperdigadas, sugeridas en los rincones, las entrelíneas y los márgenes de la totalidad de la historia. Quien desee encontrarlas se tropezará con una muchedumbre de periodistas magnetizados por la idea de cultivar la ficción, ya fuera histórica, satírica, fantástica, realista. Como en los años de 1830, en uno de los períodos de auge de la prensa, "todo el mundo se creía llamado a la carrera escritoril" y "todos querían escribir, y sobre todo publicar" (Villaverde dixit). Escribir pero narrando. Algunos ya se olían que una nueva forma, un nuevo género se estaba gestando en América, y parecían inquietos por no haberlo domesticado aún, por no haberse enterado del todo. Ganas sobraban de hacer una literatura propia, aunque con la modestia y la vergüenza común y confesa de hacerlo pobremente en comparación con la de otros países. Cubana, autonomista, separatista o anexionista, pero cubana, porque, a juzgar por sus voces, no podía ser de otra forma, porque estamos ante un momento en la Historia de la Isla en que las relaciones entre la política y la ficción se me figuran espontáneas y genuinas. Evidente será además un clima propicio para la aparición de la prosa modernista con sus variantes criollas y la predisposición de aquellos hombres de prensa, peritos articulistas y cronistas habilidosos, a dotar de un estatus profesional el oficio de "escribir". Para la emergencia de artistas del cuento faltaría un poco todavía. Los convocados por La Habana Elegante ya pujaban haciendo lo suyo. 


Cira Romero (ed.), Cuentos de La Habana Elegante (Editorial José Martí, La Habana, 2015).

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