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Ensayo

Virgilio Piñera: el poder de nombrarse

'Mientras más lo leo adquiere más fuerza en mí la sospecha de que la gran obra de Piñera fue el proyecto frustrado de su autobiografía.'

La Habana

"Falta por registrar en la historia de la literatura los soliloquios del escritor".[1] Son estas las palabras de Virgilio Piñera, de un Piñera que arriba a los últimos años de su vida y se ve ahora (1970) ante el imperativo de establecer un balance que busca la conciliación: el saldo de un hombre solo, apartado en buena medida de las agitaciones políticas, cuyo escenario de combate se reduce a las penumbras de una habitación pequeña, allí donde las cuentas se liquidan a solas con su propio daimon. Son palabras desconcertantes si las comparamos con declaraciones que las preceden en diez años,[2] pero la contradicción se reduce, diría el mejor Piñera, a una mera cuestión de forma, no de fondo. El primer y más intenso problema que se plantea Piñera, el problema que distingue su obra puede resumirse en una certeza que para él cobró tintes de obsesión: "Cuando se es un cero entre ceros es preciso pellizcarse, dibujarse y nombrarse".[3]

La crítica y el ensayo (y, en sentido general, el conjunto de textos que no son, en rigor, textos de ficción) de Piñera me parecen memorables, sobre todo, como extensiones o actualizaciones de esa obsesión. Mientras más lo leo adquiere más fuerza en mí la sospecha de que la gran obra de Piñera fue el proyecto frustrado de su autobiografía. Y no me refiero solamente al fragmento explícitamente autobiográfico publicado en las páginas de Lunes de Revolución en 1961,[4] ni a los segmentos inconclusos "rescatados" diez años después de su muerte en las revistas Unión y Albur.[5] Estos textos son el ensayo de algo más ambicioso: delatan, eso sí, el impulso de la retrospección para fijar una imagen corregida de sí. Sería más acertado decir que la gran creación de Piñera fue él mismo; luego de configurar buena parte de su vida en torno al teatro, Piñera responde de alguna manera al impulso de practicarlo y convertirse en el héroe de un drama mayor.

Tanto las más elevadas como las más bajas formas de la crítica vienen a ser una especie de autobiografía, ha afirmado un Oscar Wilde siempre excesivo y, por lo mismo, siempre adelantado. Con el oído especialmente atento a las modulaciones del implacable sacerdote de la religión estética, y con un siglo de retraso, el escritor argentino Ricardo Piglia retoma la idea de Wilde en su excelente libro Crítica y ficción, y la salpica con un barniz de novedad: "El crítico es aquel que reconstruye su vida en el interior de los textos que lee. La crítica es una forma posfreudiana de la autobiografía".[6] De la cita de Piglia se desprende que, de una forma u otra, el escritor no puede desligarse del yo; no importa que el sujeto se esconda tras el velo de un método: su producto podrá ser leído como una especie de documento psicopatológico (siempre podrá ser reconstruido el lugar desde donde escribe el crítico, él siempre delata su historia personal).

Wilde y Piglia asocian el impulso confesional al ejercicio de la crítica, pero si yo digo que, en efecto, Piñera habla de sí cuando se dispone a comentarnos sus lecturas, no estoy diciendo todo; hay una pulsión mayor que lo que nos deja ver esta importante constatación. El yo atrapado en sus textos es algo más que la condena inconsciente de confesarse que padece el crítico moderno; son los síntomas más evidentes de un plan deliberado, la consecuencia de un acto premeditado y no solo el remanente de un conflicto psíquico. Lo que está en juego aquí no es tanto reconstruir esa experiencia de base que modula la voz del crítico como acceder a las cuestiones previas que lo enfrentan consigo mismo y lo fuerzan a traducir su vida en palabras. ¿Qué necesidad habla en esas palabras?

 

 

 

Pensar la crítica de Piñera como documento psicopatológico puede ser, en principio, una tentación desorientadora. La diferencia radica en que el común de los críticos nunca dice "yo soy el tema de mis textos", mientras que Piñera tiende a confundir deliberadamente historia literaria y biografía, aunque muchos de sus textos no son abiertamente biográficos. Su apuesta: introducir la literatura en el flujo de la experiencia personal. Muchos de sus textos están marcados por la voluntad de transportarse al escenario mayor del mundo y decir: "Confieso que soy altamente teatral".[7] Ese gesto, la irrupción de una salvaje teatralidad en su discurso crítico, informa de un desvío esencial, porque una cosa es saldar las cuentas con el pasado desde la reconstrucción silenciosa de la memoria, como han hecho tantos, como han hecho admirablemente, por ejemplo, Gide, Neruda o Gombrowicz, una cosa es convertirse con mano maestra en el héroe de sus obras como el Norman Mailer de Los ejércitos de la noche o el James Boswell de la Vida de Johnson, y otra bien distinta es recopilar el propio ser desde la exasperada teatralización de sí mismo.

Las declaraciones más explícitas sobre las manifestaciones de su propia teatralidad nos llegan con el texto "Piñera teatral", que aparece a manera de prólogo en la compilación de su Teatro completo de 1961. "La triste, limitada y caricaturesca literatura me jugó la mala pasada de encerrarme en su cárcel, dejándome paralizado para la comisión de esos actos en donde uno es el eje, el punto de mira; para esos actos en que la multitud lo mismo puede aclamarnos que lapidarnos. Siempre pensé asombrar al mundo con una salida teatral".[8] Si bien la literatura se le presenta una y otra vez como una reducción, el sitio donde la realidad que se cree captar se sustrae, la manifestación teatral es para Piñera algo más que una cuestión de estética. La literatura se convierte en un obstáculo para el yo; sin embargo, con el gesto del bufón, con la indiscreción, la burla, la ironía y la confrontación violenta hace las veces de histrión en un espacio que está determinado por la literatura pero que definitivamente queda fuera de ella.

No creo que ninguno de los personajes de Piñera pueda superar a ese otro que dice a viva voz, en aquel vasto escenario en que ha convertido la realidad, "soy teatral". Muchos textos anteriores apelan al teatro frente a la degradación de una literatura atrofiada por la gesticulación. En uno de esos textos desempolvados de la papelería de Piñera que irrumpen de cuando en cuando en las páginas de alguna revista cubana, un texto de 1940 que es una especie de trabajo de curso de estética, encontramos la furia mordaz de un joven Piñera que arremete contra la poesía lírica imputándole el pecado de haber perdido el contacto directo con el mundo: "El sujeto de poesía lo es sin referencia posible al mundo orgánico, de pasiones y situaciones de vida; vida en su fase episódica que forma el suceso humano; el material con el que construimos, nacemos y participamos".[9]

Ya está aquí, en un Piñera que viste todavía el atuendo de estudiante, una oposición que va a determinar muchas de sus actitudes posteriores: el poder de la entelequia frente al poder de la experiencia. Descreía firmemente que el lenguaje poético pudiera crear una verdad. "De esto se sigue que siendo el teatro todo él pura acción venga a ser la antípoda de la poesía siempre mostrada y demostrada por estados indefinibles".[10] El valor de la experiencia, la pura acción, le otorga al texto un status diferente, privilegiado. De este teorema se deriva un corolario que entroniza la acción teatral con la virtud de una práctica que no constituye un fin en sí misma.

 

 

 

Frente a muchos de los textos críticos de Piñera se ofrecen dos alternativas: o seguir las huellas de su pensamiento sobre el hecho estético y dar cuenta de los desvíos con respecto a las convenciones formales que dibujan los contornos de un género, o leerlos según su propia dinámica, es decir, vinculando la compulsión biográfica y confesional que está en su origen con las contorsiones de una personalidad abocada a la construcción de lo que él mismo ha llamado el "cuerpo-teatro". Desde el momento en que accede a la extrema conciencia de su poder histriónico la escritura cambia de signo.

Plantear de manera tan explícita el problema de las máscaras del escritor y las funciones de esas máscaras es el primer paso que lo lleva a plantear la exigencia, mucho más importante, del reconocimiento de su autoridad (esa exigencia se manifiesta en la competencia, en la lucha, en lo que Harold Bloom ha llamado la necesidad constante que tiene el autor de sobrevivir como autor). De esta forma se admite la renuncia a todo aquello que no responda a esa exigencia y se introduce explícitamente la práctica de la simulación. Piñera hace suya la fórmula de Rimbaud (con una leve, reveladora metamorfosis: Je suis un autre),[11] pero olvida deliberadamente cuál es la última consecuencia de esta lógica de pensamiento; la abdicación, el recurso al silencio.

En la polémica interior de Rimbaud la fuerza de la acción muestra su superioridad sobre el lenguaje. Sin embargo, Piñera defiende la autonomía de la referencia interior y exige su derecho a la palabra; los tormentos del hombre "en medio de las tinieblas que lo rodean" de algún modo son traicionados y se convierten en la crónica que le otorga un sentido a esos tormentos. Piñera accede a los privilegios de la arbitrariedad del lenguaje y desde allí ordena, funda y enriquece su vitalidad individual. Todo acto es un síntoma, el gesto de un hombre que quiere agotarse en la construcción de un sentido; "él juega su propia existencia", repite Piñera, y ese juego siempre discrimina, excluye de sí una parte del mundo. Entre esos dos gemelos, el cuerpo de carne y hueso y el cuerpo-teatral, no hay dudas sobre cuál de los dos prevalecerá.

 

 

 

Puede intuirse en la acción de algunos de sus cuentos y en la trama de sus novelas las variaciones de un conflicto que se plantea una y otra vez, y es resuelto sin enmiendas significativas. Como el propio Piñera, los personajes de sus cuentos también participan del afán de comunión y de trascendencia que ha movido al sujeto de ese inmenso y fragmentado ensayo autobiográfico configurado por su personalidad crítica. La aventura humana de esos personajes consiste en superar la sensación de carencia, vencer distancias que parecen insalvables y probablemente lo sean, pero no por eso hay razón suficiente para dejar de plantar batalla y tratar de revertir un estado de cosas.

Aunque sean seres dominados por el miedo, todos aplican a la contingencia una lógica aplastante y buscan, según sus fuerzas, el camino de la verdad, pero las destrucciones hacen su parte y tropiezan invariablemente con la incomunicación y el absurdo. Solo es válido lo que hay en ellos de diferente y de anómalo, actuando en un espacio marginal, aislado, que está fuera del Estado, de la civilidad y de las leyes sociales. Emprenden con el universo que los excluye una lucha denodada: llevan sus actos y sus convicciones a las últimas consecuencias y esa voluntad los corroe y los aniquila. De modo que siempre salen fracasados de la batalla con el mundo; o, como diría José Bianco, salen vencedores pero a costa de sí mismos.[12]

Aquejado de un insomnio incurable un hombre prueba las posibles soluciones que están a su alcance para revertir su suerte, a la postre todas fracasan y el hombre asume una enmienda definitiva: se pega un tiro y se levanta la tapa de los sesos; y no obstante, el insomnio persiste. Una pareja de amantes ceden gustosos a la mutilación de los ojos y la boca antes de poder consumar en la sepultura su postergada noche carnal. Otra doble pareja de inválidos del mismo pie fracasa en su modesto afán ahorrarse el pago de un zapato. "Todo es rigor y drama en la vida", piensa uno de ellos enfrentado a la imposibilidad de su deseo.

A propósito del relato "El conflicto", Piñera comenta en una carta dirigida a Lezama en 1941 su "teoría de las destrucciones",[13] una teoría susceptible de ser tomada como reflejo temático de ese doble movimiento que puede ser verificado en su personalidad crítica: la posibilidad que anuncia la compensación de la existencia y su posterior cancelación, la cercanía de una felicidad que no se produce. Tratando de conjurar su poder corrosivo, el hombre se rebela contra el tiempo: en una lucha desigual quiere devorarlo y a la larga resulta ser él el devorado. Teodoro permanece en la cárcel a la espera de su fusilamiento, pero se le abre la posibilidad de sortear el destino y regresar al hogar donde lo espera una mujer y una familia, o tiene la alternativa de aguardar tranquilamente al oficial que lo conducirá al matadero.

Obligado a tomar una decisión excluyente, o la ejecución o el regreso a su vida anterior, Teodoro pretende impedir la obligada consumación de los hechos, quiere detenerlos en su "punto de máxima saturación". Y eso sucede porque en ese punto el hombre es capaz de evitar tanto la experiencia alienante de un universo insulso como la corrección definitiva del ser, su aniquilación. Teodoro persuade al oficial encargado para que demore su fusilamiento: en ese instante puede lograr su aspiración mayor, o sea, ser para un yo que quiere, sobre el resto de las cosas y los hombres, ejercitar su voluntad. Protagonista de una rebelión parecida, la escritura del yo en Piñera quiere convertirse en una vasta, minuciosa e ininterrumpida actividad, que sustituye la vida, es decir, que suplanta el tiempo.

¿Cuál es la pregunta que el escritor dirige al lenguaje en el momento de la escritura? ¿Qué tipo de experiencia encarna en el lenguaje capaz de metamorfosearlo en literatura? ¿Si la literatura es ilegítima porque no puede evitar la mistificación y el falseamiento, si es traición y accidente, si es absolutamente nula, para qué escribir? Las posibles soluciones que Piñera ha podido dar a estas interrogantes nos enseñan la simpatía hacia una experiencia del arte que lleva en sí una visión integradora de la totalidad del hombre, una experiencia concebida sobre todo como experiencia vital. Parece decir Piñera: lo propio de la ficción no es solo un trabajo diferenciado con el lenguaje, no es solo la voluntad de representar la realidad, de acceder a un conocimiento original; es también un cambio de actitud en el sujeto de la escritura, la obediencia a las reglas de un juego en el que participa un solo miembro, un juego que hace de la escritura una extensión de su presencia.

No son escasos los textos donde juega con los resortes de la autobiografía o donde asume el proceso creador como tema (sobre todo en relatos como "Concilio y discurso", "El caso Baldomero" y "La muerte de las aves"): no solo explota algunos de los recursos retóricos del género sino que, de manera explícita, algunos de sus personajes (que muchas veces son escritores) participan también del impulso de reconstruir su experiencia. En el relato "Un jesuita de la literatura" se da el caso por excelencia de una narración que opera con la más directa referencia personal. Con una originalidad que no tiene paralelo en ninguno de sus textos anteriores, la creación ficcional lleva de la mano una  profunda reflexión sobre el propio acto creativo. El personaje, quien presumiblemente es también el autor del texto, padece el vértigo de la esterilidad ante la máquina de escribir, y el texto se trueca en una crónica exhaustiva, casi demencial, de esa angustia. Se activa un procedimiento mediante el cual la palabra deja de ser, al menos en apariencia, un objeto verbal, contemplativo, y encarna en los actos, interviene sobre la realidad: la experiencia más banal, la más azarosa, todo tiende a desfigurarse, todo se transforma irreversiblemente en escritura. De manera que la forma del relato traiciona su propia coherencia en virtud de una lógica que le resulta extraña: la disposición de la experiencia real, esa que no obedece a ningún a priori.

Los tormentos de nuestro narrador-personaje se despliegan en dos direcciones: el afán de alcanzar la consagración literaria, de ver su nombre junto a Platón, Shakespeare, Swift y Calderón; y la búsqueda frustrada del fundamento que hace de un puñado palabras la morada propiciatoria del genio literario. Esas dos direcciones terminan por fundirse en un juego que quiere hacer de la literatura el doble del mundo; quiero decir, del mundo excepcional del escritor, el mundo reconstruido a partir de la fuerza de su individualidad. Y digo excepcional porque desde el instante en que el hombre ha tomado partido por la literatura niega la verdad exterior de aquello que representa, aunque su mirada se dirija, como sucede en "Un jesuita de la literatura", a un objeto tan inocuo como una nube: "¿Cómo calificar un nubarrón? […] Bien sabes que tus ojos están viendo un nubarrón que se asemeja a un paralelogramo, que su color oscila entre el color humo y el color gris, pero no puedes clasificarlo".[14]

Escuchamos aquí la voz del escritor rindiéndose a una verificación elemental, una constatación que pudiera parecer asfixiante, pero no es otra cosa que el impulso decisivo hacia la más completa liberación, el instante en que la literatura toma conciencia de su propia irrealidad y, por eso mismo, su visión se ofrece como una traducción necesariamente fiel.

 

 

 

Piñera representa su papel todo el tiempo. Es difícil imaginarnos hoy sus desvelos, los tormentos de imaginación, sus temores reales: al final del camino tropezamos siempre con una máscara que obstaculiza la entrada y nos impide avanzar un paso más en ese sendero de acceso a la desnudez del yo que él mismo se ha encargado de abrir a los ojos públicos. Rara vez comunica ese tipo de experiencias: el tartamudeo que precede a la elocuencia. La suya es una voz que habla desde la confrontación, desde el orgullo de quien se sabe absolutamente original. Me gusta creer que el miedo puede ser la causa de su fortaleza: la personalidad compulsiva se yergue como un antídoto para brindar una ilusión de firmeza bajo sus pies, para conjurar los temores. Pero esto es verdad en un sentido que no nos interesa tanto como el poder literario de esa representación. Antes que la angustia existencial o la verdad (que es el principio de la realidad), importa ese proyecto suyo que no persigue el refugio de la subjetividad sino su descentralización. No se trata de la experiencia sino de la necesidad de comunicar y organizar esa experiencia: "Todo hombre debe, para salvarse, ir trascendiendo su naturaleza original hacia otra naturaleza de su propia y exclusiva invención".[15]Pero ese giro no le pertenece del todo al teatro del pensamiento piñeriano.

El paso del Romanticismo a la Modernidad describe el desplazamiento desde la subjetividad y el valor unitario de un yo profundo hacia la recuperación del fluido de la experiencia. El eje de gravedad de ese fluido gira en torno a un principio de fragmentación, una fragmentación que, no obstante, persigue nuevas formas de unidad. El sujeto que ha nacido con la Edad Moderna no se dirige hacia dentro para reconciliar los secretos de la subjetividad con los secretos de la naturaleza, como enseña el sujeto romántico; tampoco cede a la hegemonía de la razón del sujeto cartesiano, que entiende la historia como progreso y ubica en un primer plano el valor instrumental del pensamiento.

En su libro monumental Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Charles Taylor describe el origen de ese nuevo tipo de sensibilidad que se descuelga de las nociones comunes de identidad: "la liberación de la experiencia parece requerir que saltemos fuera del círculo de la identidad unitaria, individual, y nos abramos al flujo que traslada más allá del alcance del control o la integración".[16] Ese salto lo dio Musil (quien se propuso hacer de la escritura un "experimento del mundo"), lo dieron Joyce y Proust, y con ellos se fundó un nuevo tipo de conciencia temporal; la duración y la visión del yo cambiaron de signo a la sombra de nuevos modos de organizar la narración, una narración que hizo de la escisión y el fragmento su marca característica.

De una fuente de tales dimensiones bebe Piñera (¡no podía ser de otro modo!) la extrema conciencia de una inevitable dualidad: el abismo infranqueable que separa el hombre del mundo, el instinto del pensamiento. Y ese abismo tiene las mismas dimensiones que la escandalosa ineficacia de las metáforas.

El Roithamer de Thomas Bernhard (otro que ha saltado con fuerza a un punto bien distante del círculo de la identidad unitaria), por ejemplo, puede ser tan desmedido en su ejercicio de corrección solo porque la palabra mutila, constantemente relega al olvido las experiencias particulares de las que deriva. Su vigilia incesante y destructora sugiere que no hay un modo satisfactorio de dar forma al flujo de los acontecimientos, pero en esa extrema corrección, capaz de reducir la escritura a su mínima expresión (el silencio, el suicidio de la voz), se puede escuchar el eco de la plenitud de la experiencia que está en el origen. En toda palabra que se exhibe resuena el lamento de una impotencia similar, la crónica de una razón que se quiebra.

Pero ¿cómo superar esa impotencia, cómo escribir después de todo? Volvamos al punto de partida: para el escritor moderno, en el comercio con lo real se niega la posibilidad de que el intercambio pueda ser equivalente, la lógica del agrimensor se cancela. Cuando se mira a la realidad se mira un paraje chato, una realidad extraña que ostenta los desajustes propios de lo imaginario: "el espejo, al devolver una imagen distinta, al entregar la contrapartida, o de una frase o de un gesto, o en suma, de cualquier momento de la vida, erige en la espantada razón del hombre el principio de la destrucción".[17]

Plantear de esa manera el carácter bifronte del mundo conduce a una solución radical: "Te deberás contemplar desarmado, en piezas, que vale tanto como verte muerto".[18] A la destrucción del objeto corresponde la destrucción premeditada del sujeto; a partir de esta certeza Piñera da el primer paso hacia un procedimiento que convierte al hombre en un clown de sí mismo y le otorga al mundo los atributos de la escena: "en este quehacer de su deliberada destrucción [el hombre] va elaborando un mundo replicado, una réplica del mundo".[19] Con este subterfugio Piñera se saluda a sí mismo con un nuevo ropaje y se sitúa en el centro de la acción, una acción que puede ser ahora exaltada y corregida porque no se somete a la tiranía de una referencia.

 

 

 

Las marcas distintivas de Piñera como autor suelen buscarse en la letra de sus obras de ficción, en sus mejores poemas. Y allí está, en efecto, la pulsión y la intensidad, el aliento original que lo convierte en un escritor canónico, en el fundador de un nuevo tipo de discursividad que ha dejado su sello en varias generaciones de escritores que vinieron después de él. Sin embargo, en esa dimensión que marcha de forma paralela a la "obra mayor", en esa dimensión que es, a un tiempo, más íntima y exhibicionista, en el espacio fragmentario configurado por la crítica y el ensayo irrumpe una extensión de la presencia anterior, autorizada por el canon. La razón de ser de este nuevo ego es otorgarle al autor su papel de fundamento originario de la escritura.

A través de un sofisticado dispositivo de puesta en escena, asistimos al nacimiento de una nueva figura que quiere ser totalidad, la suma indiferenciada de una serie de momentos y de lugares distintos que ahora se confunden en un nuevo orden. Esta síntesis es conquistada a partir de una negación previa: el Je suis un autre de Rimbaud, una negación que sirve de trampolín hacia una manera de entender la escritura y la vida como performance, una negación que está en pos de una afirmación radical. Virgilio Piñera es uno y soy yo. Con este deslizamiento el sujeto compromete, decisivamente, su existencia en el acto de escribir.

En lo sucesivo es a él lo que buscamos en la obra. El atisbo de un hombre solo.

 


[1] Virgilio Piñera, "Opciones de Lezama", en Pedro Simón Martínez (comp.), Recopilación de textos sobre José Lezama Lima (Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 1970), p. 294

[2] "No negamos que el yoísmo nos haya regalado obras maestras, pero es el caso que en los tiempos que corren no estamos para yoizar". Virgilio Piñera, "Apuntes sobre la poesía de Heberto Padilla»", La Gaceta de Cuba, La Habana, número 6-7, julio, 1962, p. 14.

[3] Virgilio Piñera, "Prólogo", en Rolando Escardó, Libro de Rolando (Ediciones R, La Habana, 1961), p. 23.

[4] Cfr. Virgilio Piñera, "De mi autobiografía. La vida tal cual", Lunes de Revolución, La Habana, número 100, 27 de marzo, 1961, pp. 44-47.

[5] Cfr. Virgilio Piñera, "La vida tal cual", Unión, La Habana, año III, número 10, abril-mayo-junio, 1990, pp. 22-35; y "Memorias (fragmentos)", Albur, La Habana, número especial, mayo, 1990, pp. cxlvii-clvi.

[6] Ricardo Piglia, Crítica y ficción (Anagrama, Barcelona, 2001, p. 13.

[7] Virgilio Piñera, "Piñera teatral", Teatro completo( Ediciones R, La Habana, 1960), p. 7.

[8] Ídem.

[9] Virgilio Piñera, "Algunas consideraciones sobre teatro y poesía", Albur, La Habana, número especial, mayo, 1990, p. cxxxix.

[10] Ídem.

[11] Cfr. "Se habla mucho…", Conjunto, La Habana, número 61-62, julio-diciembre, 1984, p. 58.

[12] Cfr. José Bianco, "Piñera, narrador", Diarios de escritores y otros ensayos (Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana), pp. 135-146.

[13] Cfr. "[Carta a José Lezama Lima, La Habana, 16 de julio de 1941]", en Roberto Pérez León (comp. y pról.), Virgilio Piñera, de vuelta y vuelta. Correspondencia 1932-1978 (Unión, La Habana, 2011), pp. 34-36.

[14] Virgilio Piñera, "Un jesuita de la literatura", Cuentos completos (Letras Cubanas, La Habana, 2004), p. 325.

[15] Virgilio Piñera, "De la destrucción", La Gaceta de Cuba, La Habana, número 5, septiembre-octubre, 2001, p. 11.

[16] Charles Taylor, "Las epifanías del modernismo", Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, (Paidós, Barcelona, 2006), pp. 627-628.

[17] Virgilio Piñera, "De la destrucción", La Gaceta de Cuba, La Habana, número 5, septiembre-octubre, 2001, p. 10.

[18] Ibídem, p. 11.

[19] Ídem.

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