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Narrativa

El odio también envejece

'La tarde anterior el veterinario había llamado. Ellos prefirieron no discutirlo por teléfono. Eliot estaba en casa y su mujer con su amante. Se encontraron en la clínica.'

Montreal

 

Después de abandonar los intentos de adopción de un niño jordano, era la decisión más difícil que había tomado en su vida.

Brigitte regresó destrozada del viaje a Ammán. ¿Cómo podía la gente vivir de aquella manera? De vuelta se fue al Caribe de vacaciones. Necesitaba descansar. Desde el hotel telefoneó a su esposo y le dijo que no tendría hijos que no fueran suyos.

Brigitte era estéril. Lo sentía por Eliot.

Llegada a casa trajeron a Froda.

De eso hacía cinco años.

 

 

Eliot fue el primero en levantarse. Coló el café y se sentó en el comedor. Los tomates comenzaban a madurar en los canteros del patio. Vio caer una manzana sobre la hierba húmeda y el sol asomando por detrás del garaje.

Terminó el café. Se sirvió un vaso de vino blanco. El pozuelo de la comida y la vasija del agua de Froda estaban vacíos. Había perdido el día libre. El alumno asistente dictaría la conferencia.

Subió la escalera y se asomó a la habitación de su mujer.

Brigitte seguía en la cama. Sabía que no dormía. Sus piernas y sus pies blancos estaban destapados. Bebió contemplándola.

No se deseaban. 

La mujer se dio vuelta, tenía los ojos enrojecidos. En la madrugada la había sentido sollozar. Brigitte lo miró de arriba abajo.

Volvió a beber. El vino sabía mejor que la realidad, pero no importaba. 

Cada uno supo cómo sería el aliento del otro en ese instante.

 —¿Quieres café? —preguntó Eliot.

Brigitte negó con la cabeza. Se sentó apoyando su espalda a la cabecera. Se echó hacia adelante y rodeó sus rodillas con sus brazos. El pelo le llegó casi a los tobillos. Nuevos sollozos hicieron que su espalda se moviera acompasada.

La tarde anterior el veterinario había llamado. Ellos prefirieron no discutirlo por teléfono. Eliot estaba en casa y su mujer con su amante. Se encontraron en la clínica.

Froda era la sombra de Brigitte.

Las dos eran estériles. 

Las dos se tendían enroscadas en el sofá frente a la televisión.

Las dos se movían por la casa en silencio.

El veterinario les mostró los resultados de las pruebas en la pantalla del ordenador.

Froda agonizaba en la otra habitación.

Hacía dos días Eliot había seguido el rastro de vómito escaleras abajo. La encontró echada en medio de la sala. Pasó su mano por el costillar con asco y la gata vomitó otra vez. Brigitte tampoco estaba en casa.  

—La peritonitis infecciosa felina es irreversible —les dijo.

Nada podía hacerse.

La mujer se arañó la frente. Eliot estaba sentado lejos de ella. Se alegró de no sentir por Froda lo mismo que su esposa, de no tener que consolarla.

 

 

El veterinario los miró.

—Sé que es duro… —reconoció.

En las paredes había fotos de gatos por todas partes. En algunas los dueños posaban con sus mascotas. Distinguió a Brigitte y Froda. Era una foto de cumpleaños. La gata llevaba un vestido y un gorrito atado a la cabeza. La había tomado él mismo. Una en brazos de la otra.

Brigitte detuvo sus ojos en su esposo que miraba los cuadros de las paredes.

—En estos casos lo único aconsejable y humano es la eutanasia…

Eliot cruzó sus ojos con los de su mujer. Su cuerpo estaba allí. En su mente bebía cervezas en el estadio. Los Blue Jays habían contratado a un segunda base cubano por tres temporadas. Un negro poderoso con el madero, un guante privilegiado. Apartó su vista de Brigitte. En la foto una besaba el hocico de la otra.

Brigitte rompió a llorar.

El veterinario intentó consolarla y habló de la Declaración Universal de los Derechos del Animal. Ellos no sabían que existía tal declaración.

A Eliot le hizo gracia. ¿Quién diablos la habría escrito? Alguien como Brigitte, estaba seguro.

—Muerte instantánea, indolora…

Eliot le alcanzó una toalla de papel. Ella se secó las lágrimas.

El veterinario siguió con la letanía. Dirigirse así a los clientes pagaba sus rentas.

—…no generadora de angustia y lo más rápido posible…

Brigitte sabía que todo dependía de una palabra de ella. Después del fracaso de la aventura de la adopción, la decisión más difícil de su vida consistía en una palabra llena de compasión. En el salón contiguo el suero goteaba y los aparatos parpadeaban alrededor de Froda.

Eliot todavía pensaba en la Declaración de los Derechos del Animal.

Universal…

—Está bien… —dijo Brigitte, se puso de pie, encaró al veterinario.

 

 

Eliot la contempló llorar en la misma posición. Su pelo conservaba el brillo natural. Cualquiera podía querer a una mujer así… En otro tiempo. En otro lugar. Bajó y llenó su vaso con el resto del vino que quedaba en la botella. Los pájaros revoloteaban de rama en rama en el manzano. Escuchó los pasos de Brigitte arriba. Después el chorro de la ducha. Una ardilla saltó desde la cerca al arbusto. Los pájaros echaron a volar.

Brigitte bajó vestida. 

Eliot quiso acompañarla, para eso había cambiado su clase. Ella se negó. Lo discutieron brevemente, sin mucho interés. Al final su esposa aceptó.

Él le ofreció un vaso de jugo. Brigitte no tenía hambre.

Eliot se vistió y salieron.

La mujer iba al timón.  

En la clínica el veterinario los esperaba en su oficina. Les informó que Froda permanecía estable, asistida por los aparatos que la rodeaban.

Todo estaba listo para el procedimiento.

El acto clínico tenía un nombre evasivo. El veterinario pondría a dormir a Froda.

—¿Desean entrar o prefieren esperar aquí?  —preguntó.

Estuvieron de acuerdo en ser testigos de los últimos momentos de Froda. La secretaria les trajo unas batas y le oprimió muy suave el hombro a Brigitte.  

Pasaron al salón. Las ventanas tenían cortinas y todo era de una perfecta pulcritud. El único animal que había en él era Froda.    

La gata estaba adormilada dentro de una cuna de plástico. Su respiración era tranquila. Su dueña le acarició la cabeza. No pudo evitar un sollozo. El veterinario preparó la jeringuilla.

—Embutramida, mebezonio, tetracaína… —explicó como si sintiera culpable—, no sentirá nada…

Miró a sus clientes. Le pidió a la dueña que se apartara para no transmitirle su estrés al animal. No importaba que estuviera sedada. Brigitte se apartó de Froda. El veterinario le tomó una de las patas delanteras. Palpó hasta encontrar la vena apropiada e introdujo la aguja.

—Pronto dejará de respirar y de moverse… 

Brigitte cerró sus puños, se los llevó a sus labios y se mordió los nudillos.

La solución se abrió paso en la arteria del animal fundiéndose con el torrente sanguíneo. 

En ese instante Froda soñaba que estaba encaramada encima del manzano. Abajo su dueña la esperaba con los brazos abiertos.

—Sabes que eres una buena chica —le dijo Brigitte sonriente.

La gata contrajo su cuerpo, saltó y en ese instante el sol la cegó de un fucilazo.

Apenas habían pasado unos segundos.

Brigitte cerró sus ojos inundados de lágrimas.

Froda dormía…

Era tan simple.

El veterinario retiró el suero. El cuerpo de Froda se sacudió entre leves espasmos y temblores.    

—Es normal tras la muerte —informó.

 Eliot y el veterinario regresaron a la oficina.

Brigitte se quedó a solas con el cadáver. Cargó a Froda. La sostuvo unos segundos y luego la volvió a dejar dentro de la cuna. Sacó su teléfono. Marcó un número. Del otro lado de la línea escuchó palabras de aliento.

—Todo va a estar bien, gatita…

Su garganta se contrajo. No pudo responder. Guardó el teléfono.

Cuando salió Eliot le entregaba el cheque al veterinario.

La secretaria abrió la puerta. Miró a los dueños. Todo estaba listo para la incineración. El veterinario dio la orden.

Los tres quedaron solos otra vez.

—Ahora deben ser sinceros con sus hijos…

Eliot evitó mirar a Brigitte.

Ninguno de los dos habló.

—Posiblemente esta sea su primera experiencia con la muerte.

Todo eso debe estar escrito en la Declaración Universal de Derechos del Animal, pensó Eliot.

Ahora era su esposa quien miraba la foto suya con Froda.

—Recuérdenles los buenos tiempos, permítanles participar del enterramiento de las cenizas, vean sus fotos con la mascota juntos…

 La secretaria volvió a entrar con el servicio de té.

Eliot probó el té y sintió un deseo atroz de beberse una cerveza. Después recordó que debían recoger la lápida. Su esposa había escrito las palabras.

—Oh, Dios… —había dicho Eliot al leerlas. 

Brigitte quiso volver a marcar el número, escuchar cómo del otro lado la llamaban gatita. 

 

 

De regreso Brigitte salió al patio.

Abrió el hoyo junto al manzano. Desde el comedor Eliot la vio inclinada hacia adelante. Sus muslos desnudos.

Brigitte puso la caja dentro del hueco. Apisonó bien la tierra. Luego repitió la operación con la lápida.

Se separó unos metros. Contempló la pequeña placa de granito rojo.

—No soplen con tanta fuerza vientecillos, que aquí duerme mi niña —leyó en voz alta.

Miró hacia el comedor. Vio la cabeza calva de Eliot, mientras bebía cerveza y sintió compasión por él.

El odio también envejece, pensó.

 


Francisco García González nació en Caimito, en 1963. Sus últimos libros publicados son los libros de cuentos La cosa humana (Oriente, Santiago de Cuba, 2010), Todos los cuentos de amor (Letras Cubanas, La Habana, 2010) y la novela Antes de la aurora (Linkgua, Miami, 2012). 

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