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Narrativa

Sofía

'Ese día estuvimos tocándonos frente al espejo. Cree que los espejos utilizados de forma promiscua, mienten, y nos avejentan porque se sienten engañados, y más solos que nosotros.'

Nueva York

                                                                                               A Jacqueline Loss

 

Había pasado la tarde escribiendo las respuestas para una entrevista de una revista italiana, pero en inglés. Estaba harto, no sabía ya cómo escribir. Sofía me lo ha dicho, que me despersonalizo, que sueno a nada. Para mí, es como correr un maratón con piedras en los zapatos.  Me levanté de la mesa y la llamé. No me había hablado en varios días. Tengo una relación compulsiva con ella.  La adoro, pero creo que está más loca que yo.

La última vez que nos vimos estábamos bien. Había nevado todo el día desde el amanecer. No sé cuándo nos quedamos dormidos. Fumamos hierba y bebimos bastante la noche anterior pero a las seis de la mañana me desperté como si la nieve me hubiera caído en los ojos. La vi a mi lado y me provocó una profunda ternura.

Hay algo desordenado en ella. Algo que se vuelve físico y se visibiliza en gestos y poses extrañas cuando se queda dormida. Deforma su cuerpo. Las piernas hacia un lado, el torso medio doblado, hacia el otro, como si estuviera atada bajo vigilancia y tratase de escapar. Habla cuando duerme. A veces son solo sonidos guturales que emite con intermitencia descontrolada, otras la misma palabra repetida durante segundos como si fuese tartamuda, seguida de un discurso atropellado, poco inteligible, que acompaña con contracciones físicas. Me aniquila verla así. Me dan deseos de soplarle algo al oído, de cantarle una canción de cuna, de abrazarla, no sé, es un sentimiento que me asusta.

Pudiera convertirme en su esclavo. Creo que por eso no le he dicho que se mude conmigo. Ella tal vez sospecha algo trágico. Sé que puedo llegar a asesinarla, o ella a mí. Es muy inteligente, pero lo sabe de una manera que no es saludable. A veces cuando se mira en el espejo entrecierra sus ojos verdes hasta convertirlos en unas líneas casi invisibles. Dice que así puede ver su sombra y la de los otros que han estado allí.

La primera vez que lo hizo pensé que era una broma y me expuso toda una teoría sobre la luz que albergan los espejos. La luz acumulada en dependencia de la intensidad y de la frecuencia y del propósito con la que determinadas personas se miren en ellos.

Nunca quiso templar frente a mi espejo, hasta que lo cambié por otro idéntico que ella misma compró. Dijo que primero, había que perder la virginidad virtual y prometerle que solo tendría sexo con ella frente a él.

Ese día estuvimos tocándonos frente al espejo. Cree que los espejos utilizados de forma promiscua, mienten, y nos avejentan porque se sienten engañados, y más solos que nosotros. Confieso que cuando me hizo el cuento empecé a verme distinto en él.  A veces le creo todo pero es por la manera que tiene de decir las cosas.

Esa mañana no pude evitar hacerle algunas fotos mientras dormía, desnuda, perdida en sí. Robarle algo de belleza, me convertí en un espejo traicionero, espía. La fui moviendo suave, de distintas maneras, no sé si soñaba, o si lo sabía.

Se dejaba hacer las fotos de una manera dócil. De espaldas. Su espalda es tan tersa que parece no tener pasado, y sus senos jugosos, firmes aún, con un sabor que me encanta. Tal vez debería pensar cómo comercializarlo. He imaginado unos chiclets con el sabor de sus senos, sí, tiene que ser algo masticable y que dure en la boca.

Ah, mi Sofía, si no estuvieras tan loca.

Ese día después de mi hurto de belleza, la tapé con cuidado. Me di una ducha intensa y me afeité haciendo tiempo para que se despertara.

Fui a Tops, el supermercado de la North 6th y Berry, compré un cuarto de libra de jamón serrano, tomates, huevos, jugos. Cuando regresé aún dormía. Empecé a hacer café. Creo que lo huele dormida, es instintivo. Se levanta en cuanto la cafetera comienza a colar, no sé si es el olor o el ruido que hago cuando bato el azúcar con el primer chorrito de café en la taza de cristal, para hacer la crema a mano. Quizás las dos cosas. Sofía está ahora en esa edad que es toda hormonas, con un olfato más fuerte que ella misma. Una hembra salvaje en estado de celo, que donde quiera que se vira ve niños. Si no fuera como es o como soy, tal vez le haría un hijo, pero me conozco. Es quizás por eso que termina diciéndome que regresa a su país, que está harta, aunque hayamos pasado un "día mágico", como le gusta decir, aunque suene kitsch,y como ocurrió aquella mañana.

Siempre busca la manera de que suceda y luego encuentra el momento perfecto para reprochar todo lo que está a su alrededor. A mí, sobre todo mi sentido de la pulcritud.

El espejo lo tenía cubierto con una tela de seda azul. Me dijo que para no cansarlo, porque sabía que si lo cansaba le iba a deformar la imagen. Cuando me dice esas cosas me asusta, pero luego lo olvido. Sabe llevarme del escepticismo absoluto a la credulidad ingenua. No sé cómo lo hace o cómo lo acepto, pero así pasa.

 

 

 

Esta mañana la llamé por última vez y respondió una máquina diciéndome que el teléfono estaba desconectado. Extraño. Tal vez no lo haya pagado, pensé.

Aquel último día no recuerdo haber hecho más que malcriarla.

Estábamos los dos tranquilos sobre la cama. Yo, leyendo el periódico, ella como en un estado de vigilia, mirando lo invisible, con las manos debajo de las sábanas, seguro que entre las piernas, lo hace siempre, dice que le mantiene las manos calientes, y de pronto me empujó.

Saltó fuera de la cama y comenzó a gritarme que estaba cansada de mi pulcritud, de mis frases y de mis comentarios "profundos" sobre las cosas, que esta vez sí se iba para siempre.

Comenzó a vestirse y cuando vio sus botas casi me pegó con una de ellas, todo porque se las limpié. Me dijo que la culpa de que su relación anterior se hubiera arruinado era mía, que no tenía que haberme conocido nunca, que era un egoísta.

Después de decirme una cantidad innombrable de improperios, se detuvo frente al espejo, murmuró algo que no logré escuchar y se viró hacía mí:

—Me vas extrañar —dijo, y salió corriendo, tirando la puerta.

Hacía días que no escuchaba de ella. En los buenos tiempos me llamaba por lo menos cuatro veces al día aunque solo fuera para insultarme.

Decidí irme a la ciudad. El tren estaba imposible. El barrio cada vez es más hip, pero el tren es shit. Había bastante gente esperando, miré a ver si por casualidad la veía. Nada.

El tren fue directo a Union Square sin parar ni en la Primera ni en la Tercera Avenida. Me bajé y caminé por toda la Cuarta Avenida hasta llegar a Lafayette, seguí hasta Spring y de ahí a Epistrophy, nuestro café favorito que está en Mott.

Le pregunté a Nicola, mi amigo, el camarero, si la había visto y me dijo que hacía días que no la veía. Me tomé un capuchino y decidí regresar a la casa.

No lograba pensar nada más que en ella. Caminé entonces hasta Kenmare y Bowery para coger el tren J que no me gusta. La gente que lo usa por lo general es fea, no es como el L, pero no tenía deseos de hacer el mismo camino. 

Cuando iba hacia la casa tuve un presentimiento extraño, sentí un profundo dolor en el pecho. Empecé a caminar como si me estuvieran empujando. Llegué al edificio y se me agudizó el dolor. Su olor. Sentí su olor. Subí corriendo las escaleras. Había regresado. Lo sabía. Lo sabía. Toqué a la puerta.

—Sofía —le grité. Abrí nervioso. La casa estaba llena de su olor. Cuando llegué al cuarto, donde había estado colgado el espejo, solo vi las llaves y un sobre sellado con una nota adentro.

 


Armando Suárez Cobián nació en Antilla, en 1957. Ha publicado los libros de poemas Corre ve y dile (Extramuros, La Habana, 1986) y Nueva York no eres tú (Torre de Letras, La Habana, 2013). Este cuento pertenece a El libro de los amores breves (Lingkua, Barcelona, 2014).

Otro cuento de ese libro: Siria. Los besos de la vigilia.

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