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Narrativa

A Lawton ni soñando

'A la vuelta de un año y medio sin Cuba, eso es para mí la estadounidensidad. Un estar para siempre, pero como en una estancia excepcional. Tampoco pido que me entiendan.'

Providence

 

Anoche soñé que viraba a Lawton. He soñado con mi barrio otras veces desde que estoy en los Estados Unidos. Pero ayer soñé que viraba a Lawton. Es diferente. Como asomarse al pasado que fue la vida y descubrir de pronto que nada fue del todo real. O demasiado real. Igual de inimaginable.

 

Es sabido que en los Estados Unidos no hay paisaje. Todo aquí es imagen para nosotros, los cubanos. Flujo y reflujo de espejismos, superficies que se sobrelapan, escenarios en fila india para acomodar la memoria a una nueva vida que se supone sea mucho mejor.

 

Viré al barrio en una especie de góndola de motor. Yo la timoneaba. Sentía esa tensión en mis manos, el equilibrio frágil que casi nos hace zozobrar, esquivando los otros barcos y, por momentos, las rocas salidas como de los rápidos entre montañas que no eran cubanas. Montañas en la carretera marítima que conduce hacia un pico blanco de Alaska.

 

Ya sé que es maravilloso el otoño en este país. Que el follaje en los árboles es oro y fuego, como una ola que desciende sobre los mapas digitales. Pero yo no los sé nombrar. Veo las hojas que me caen en la cabeza y se me hacen tan mudas. Parezco un monigote, un mongo. No puedo pronunciar lo que está pasando a tope de velocidad a mi alrededor. En todo caso digo: ardilla. Y las ardillas se escapan espantadas ante el tono más bien tonto de mi voz.

 

También sé que protagonizar sin pertenecer a los Estados Unidos es un privilegio. Nos asomamos a nuestras casas cambiantes de alquiler en alquiler. Reciclamos dinero plástico y así nos comunicamos con el laberinto de contratos que es la vida en este país. Vivimos privadamente en público. Permanecemos, mientras pasamos, posamos, siendo ahora parte del paisaje nosotros mismos, los cubanos. A la vuelta de un año y medio sin Cuba, eso es para mí la estadounidensidad. Un estar para siempre, pero como en una estancia excepcional. Tampoco pido que me entiendan. Basta con que te entiendas a ti.

 

Cuando doblé la barca por la bodega del Chino (una de cuyas aceras está en Fonts, mientras la acera del frente es ya Rafael de Cárdenas), me di cuenta de que mi casa quedaba a muy pocos metros de allí. Mi casita del 125 Fonts Street, con sus tablas de azul que de niño eran de un verde ambiciosamente natural, como nunca lo he visto imitado en ninguna parte. Un verde de verdad.

 

La puerta estaba cerrada (en la vida real siempre está abierta) y la ventana de la calle permanecía abierta de par en par (nunca estuvo así, porque el comején nos obligó a clausurarla desde mil novecientos setenta y algo). Había demasiada luz en mi sueño. Y ese detalle fue suficiente para darme cuenta de que todo era una trampa.

 

Si la casa hubiera estado igual de mortecina que cuando la dejé, al amanecer del martes 5 de marzo de 2013, me hubiera entristecido mucho saber que todo seguía congelado justo en el instante en que me sustraje de allí (una manera amable de haberme muerto). Como la casa irradiaba luz a borbotones, me entristeció darme cuenta de que yo ya nunca volvería a vivir allí, que en efecto estoy muerto de una manera peor: vivo, con memoria, soñando, capaz de compartirlo contigo aunque no tengamos nada en común.

 

Me desperté con deseos de llamar a Lawton. De al menos despedirme de los vecinos. De decirles que fueron tan buenos como su maldad se los permitió. Y que no hay vida para nadie en el mundo después de ellos. Eso les diría puerta por puerta, como quien los perdona de algo terrible que ninguno cometió. Se llama misericordia de mi parte. Y, por supuesto, un poco también de arrogancia.

 

No fue un sueño angustioso. Fue una llamada de atención. Allá languidece aún mi madre, a quien el castrismo ya le permite viajar, pero ahora son los Estados Unidos quien le niegan la visa de visita, para penalizarme por no haber regresado a tiempo a la Isla, a inmolarme en el jueguito de los héroes de un póker perverso donde el bluff se llama liberación.

 

No hubo, no hay, ni tampoco habrá liberación para el antiguo pueblo cubano, por suerte hoy cada vez más disperso y balcanizado. Los cubanos estamos ya a punto de convertirnos en un Puerto Rico espontáneo. Allá atrás solo queda la muerte a manos del Estado. Quien llegue a la democracia en Cuba es porque hizo un pacto con el poder. El resto es retórica retorcida y pasatiempos patrióticos para no aburrirlos demasiado a ustedes en sus exilios, y para que cada quien le dé su debida importancia sentimental a sus propios sueños de barrio.

 

Quisiera no volver a ver Lawton, ni soñando. Los Estados Unidos se me harían intolerables ante esa imagen íntima, intimidante, entrañable y de repente tan extraña. Pura representación. Un Lawton a punto ya de que quedarse sin paisaje. No, por favor. No es necesario. Puedo ser un excelente ciudadano norteamericano. No me hagan pagar ahora el impuesto (sea o no temporal) de pasar por ese patíbulo que es pretender que alguna vez, en alguna otra parte, hemos tenido una vida en nuestro país.

 


Orlando Luis Pardo Lazo nació en La Habana en 1971. Ha publicado Boring Home (Premio Franz Kafka, 2009) y editó la antología Cuba in Splinters: Eleven Stories from the New Cuba (OR Books, Nueva York, 2014).

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