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Poesía

Diario de un esteta itinerante

'Entre los delincuentes y los perdidos/ vivieron Leandro Eduardo Campa y/ Esteban Luis Cárdenas, los caballeros/ más finos que hayan residido debajo de un puente.'

Hollywood

 

1.

"Me enamoré del olor del Monte del Desamparo."
No estoy seguro de que deba decir nada más,
un precipicio se abre al final de cada línea.
Hablar directamente requiere más esfuerzo
que hablar en símbolos. Esta es la señal
de que debo callar, tragarme la lengua,
como suele decirse, o expresarme en otro idioma.

La continuidad tampoco me resulta tentadora.
Desde que tomé el lápiz, la manera de juntar
los dedos se ha vuelto parte de mis instintos,
de mis predicamentos. Juntar los dedos
alrededor de esta circunferencia
como si fuera el tronco de un árbol
que tiene las raíces en la tierra
y la copa en el Paraíso. Creo que
aprieto algo eterno. Ya es mi modelo,
el gesto del funcionario público,
un notario, quizás. Debí haber dejado
de hablar hace tiempo, pero los dedos
no sabían qué hacer consigo mismos
y se aferraron al árbol (ese aferrarse
es falso, pero da lo mismo. . .).

Cómo te expresas con tal de que alguien
te encuentre en el basurero, en el
basurero en que se convertirá todo
lo existente. Un gran reguero
—si antes no muere para siempre—
es la humanidad, y en la confusión
es posible que todo un Shakespeare
no sea más que un notario con suerte.

"Me enamoré del olor del Monte del Desamparo",
quiere decir también que viví en el parque.
La importancia de los parques no ha sido
debidamente estudiada. Los indigentes,
los estetas itinerantes, tienen su refugio
en los jardines, fuera de la vista de la gente,
entre cipreses y almácigos y el césped
siempre caliente que les da abrigo.
Alguna fuente, el trino de los pájaros
que les enseñan el lenguaje cifrado de la ciudad.

Entre los delincuentes y los perdidos
vivieron Leandro Eduardo Campa y
Esteban Luis Cárdenas, los caballeros
más finos que hayan residido debajo de un puente.
Mientras los cerdos publicaban libros
y conducían los negocios de la intelectualidad.
Ellos crearon abolengos. Su pobreza
extrema se comportó con extrema nobleza.
Sus putas fueron duquesas y princesas.
Yo he visto el mundo patas arriba
como consecuencia de la resistencia
de los poetas, de su negativa a doblegársele.
Esa actitud, y su promesa, no cambia nada
en apariencia, en la estructura momentánea,

pero la vida, como la poesía, es una gran empresa
que dura años en manifestarse, y a veces
siglos en tomar conciencia y consumarse.
 

 

2.

"En una pipa embutías las hojas muertas
del tabaco Maribel. . ."

Te habrías reído con lo de "hojas muertas"
mostrando tus dientes manchados de café.
Tus cabellos cuidadosamente cepillados,
canos, rebeldes y un poco perversos,
como un poema tuyo, bañados
en esencia de Pinaud, a uno noventa y
nueve en la Farmacia Robert, con acento
en la o, cuánto habrá cambiado nuestro
acento sin saberlo, creo que te pregunté
alguna vez, y si te sentías a gusto con las
mujeres, y de dónde procedía tu complejo
de Don Juan, y si el padre negro te había
hecho fuerte, cómo naciste para los deberes,
en fin, conversaciones de diván, en mi zaguán,
aquel banco de pana como un pesebre
azul rococó donde te dejaba echar un
sueño, recostado al marco sucio de la ventana,
tu americana de corduroy con parches
de gamuza en los codos, tu colección de joyas
robadas, aunque también esas fueron de fantasía,
de cobre y bronce, troqueladas con un catorce y un
dieciocho, nuestros siglos, y el quilate de las
medallas. Mientras tanto caía el pétalo de un iris
en el vaso de cristal, y tú lo observabas, una gran
bocanada de humo vegetal, cómo el iris expiraba,
blanco y accidental, todo me arrastraba,
una cuchara golpeada contra el jarrón,
hacia la consonancia rimada, que tú detestabas,
hombre de la ciudad, porque tu voz era la del
garito, la del garrotero, la del Testigo de Jehová,
la del árbol caído, del que hacías leña, por creerte
siempre por encima de tus amigos, aunque los
amabas con esa parsimonia y deslealtad tan
características del solar, del gueto, de la
lacra social, eras mulato y correcto,
el mundo de los negros había quedado atrás
en las llanuras torrenciales de Namibia, pero
¿llovía en Namibia?, no sabíamos nada de Somalia,
o de Zambia, a no ser que las canillas de las mulatas
eran zambas, tu alma era de la China, tu voz
en calma, y tu perspectiva, el humo de tu cachimba,
tu traje de segunda, tus ceremonias,
tu iracundia, tu facundia y tu Hume guardado
en el bolsillo, anotado con tinta, tus ideas
socialistas, diría que maoístas, sobre la vida rústica
y la intemperie, viviste en la playa, en una
parada de trenes, en la caseta de un salvavidas,
sabio en una sabiduría asiática que no encontró
el ideal supremo en la cochina realidad del
soportal, encima de periódicos viejos,
oyendo pasar a la gente que salía a trabajar,
mientras que tú te entretenías en anotar
los vaivenes de tu pensamiento, pero sin comer,
con el estómago lleno de viento, tú
que despreciaste tu tiempo y tu lugar,
poeta de los muertos, ahora tú también
estás yerto, la gente hace lo que quiere
con tus papeles, se hace ideas con tu gente,
la que tú rescataste, el indigente y el preso
y el delincuente, esos que tú salvaste, ahora
son parte también de otro tiempo y de otro durar.

 

3.

"Dicen que la destrucción se parece a nosotros.
Lo que estalla, estalla siempre en
nuestras narices. No poner un espejo
frente a otro, nunca. . . Evitar
Escila y Caribdis. . ." Y esa ese de Escila
cimbreaba en la carne de tus labios
de negro, enmarcada, como en un ramo
victorioso, por el bigote de dirigente obrero.
Los peligros, querías decir, de la poesía.
Transitabas como un remero en las aguas
fétidas de una inundación que reventó
las cloacas. Remabas como un marinero
entre las heces, evitando montículos
de peste, ropa vieja, desechos humanos,
sobre una silla de ruedas que fue también
tu carabela por estos lugares encantados.

La Ciudad Mágica, que te dio abrigo entre sus
rascacielos, te regaló un vicio. Habías caído
del séptimo piso de un hotel, esto sucedió
a principio de los setenta, buscando caer
en la azotea de una embajada. Y caíste,
y dejaste los huesos y un ojo en la jugada.
Ergo, la silla de ruedas; ergo tu mano mutilada,
como una estatua griega contagiada
de negrismo. No querías saber lo que pasaba
afuera, sino dentro de ti mismo.
Entre los argentinos, que salieron al techo
a ver lo sucedido y que encontraron
a un Ícaro, el albatros de África,
en la azotea de su embajada, te portaste
como el hijo de esclavo que eras,
con la confianza y la paciencia de las razas
antiguas, rebeldes y sociables, y te
reíste de su vileza por entregarte a las
autoridades y negarte residencia
en la tierra de los miserables.

Te llamaste Esteban Luis Cárdenas.

 


Néstor Díaz de Villegas nació en Cumanayagua, en 1956. Sus últimos libros de poemas publicados son Che en Miami (Aduana Vieja, Valencia, 2012) y Palavras à tribo/Palabras a la tribu (Lumme Editor, Sao Paulo, 2014), al cual pertenece este poema.

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