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Narrativa

La noche del pez rosado

'Hacía rato ya que habíamos dejado la baraja sobre la mesa, porque cada ronda era más absurda que la anterior. Durante varios minutos evitamos mirarnos unos a otros, quizás porque el calor era insufrible.'

La Habana

Cuando nos dimos cuenta ya era demasiado tarde. Las ramas del árbol, que por costumbre y hasta con cierto aire amable se recostaban contra el vidrio de la ventana, eran ahora los tentáculos de un ser repulsivo e indefinible, como si las serpientes de la cabeza de Medusa desbordaran la ventana e invadieran el cuarto en medio del espantoso chisporroteo de sonidos que rezumaban las paredes y que aquellos palpos lamían ansiosamente.

Hacía rato ya que habíamos dejado la baraja sobre la mesa, porque cada ronda era más absurda que la anterior. Durante varios minutos evitamos mirarnos unos a otros, quizás porque el calor era insufrible. Kino sudaba a mares y aun así pretendía que Arabella y los demás aceptaran cerrar la ventana.

—¿Qué hora es ya?

A mí me seguía doliendo el pie. Soplaba el viento. La noche no terminaba. De hecho, parecía interminable sin remedio. Cerré los ojos, no de sueño, sino solo por alivio. Pensé que lo mejor, quizás, hubiera sido no haber entrado nunca por esa ventana para abrir la puerta, ya que estaba rota la cerradura.

León, como confesó más tarde, aun siendo ateo oraba entonces en lo profundo de su nada interior, donde ningún eco puede llegarle; ruega que exista Dios para que lo justifique todo. Quiere que sea inventado el medicamento perfecto: ni hacia abajo ni hacia arriba ni hacia los lados, sino en todas direcciones al mismo tiempo: la fisión mental.

Y mientras tanto Kino dice que no puede ver el arte del cine como "moving pictures", sino como "pictures in motion" (o sea: no "mopic", sino "picmo". A veces como "pictures in future", o sea, "picfu"). Y dice todo eso hablando con cada milímetro de su cara a la vez.

Pero sigue pensando que se debe cerrar la ventana. No gusta de monstruos.

Pero a nadie le importan la ventana ni sus monstruos. Ya el breve juego de cartas lo arruinó todo. Reyes. Jotas. Cabeza de Medusa. Jokers. Ases. Bastos. Cabeza de Medusa. Oros. Calor. Corazones. Dolor de mi pie. Jotas.

—Dios nos odia —dice Kino.

Right —dice Arabella y cierra de un golpe la ventana. Kino se echa a llorar, gimiendo:

—No hay ningún cine abierto a esta hora.

—Ábrelo tú —dice la cabeza de Medusa—: abre el que más te guste.

Y entonces Kino la miró a los ojos y se convirtió en piedra hasta muy avanzada la mañana.

 


Ernesto Santana nació en Puerto Padre, en 1958. Ha publicado varios libros de cuentos y las novelas Ave y nada (Premio Alejo Carpentier, Letras Cubanas, La Habana, 2002) y El carnaval y los muertos (Premio Franz Kafka, Agite/Fra, Praga, 2010).

Más narrativa suya: Mind guerrilla, El viejo nadador de la pipa, La canción sonaba y Despiértate, Aleko.

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