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Narrativa

El retorno de la expatriada

Una puede domiciliarse en un ashram, buscarse un gurú personal, meditar doce horas al día y tener un satori, pero bastan diez minutos con la familia de origen para olvidar todas las enseñanzas místicas y volver espiritualmente al punto cero: un fragmento de novela.

Taos

La lluvia baila una danza de vidrios rotos y parece que un aparador repleto de cristalería fina se desplomara sobre la ciudad. Las nubes se abren y chorrean. El horizonte baja, el cielo se encapota y los árboles se empinan, tratando de alcanzarlo con la punta de sus ramas temblonas. Del norte sopla un viento recio que tiene alientos de ciclón. Los edificios se estremecen como si les hicieran cosquillas y los framboyanes de la avenida Carlos Tercero bailan un mambo retozón.

Entre el runruneo de la lluvia suena la voz cascada de Abuelonga, que está en la sala de su apartamento, sentada en un sofá decrépito junto a su nieta Catalina. La vieja tiene las cejas canosas y el escaso cabello blanquisucio, pero por los ojos, todavía vivos y brillantes, le brotan chispazos de furia. Y por la boca, sapos y culebras:

—No hay mujer que no le haya pegado los tarros a su marido, y yo soy la primera —masculla—. Claro que los hombres se lo tienen merecidísimo, porque son todos unos degenerados. Nada, que a quien lance otra bomba atómica y acabe con el mundo habrá que considerarlo el mayor benefactor de la humanidad.

Catalina, que acaba de llegar de Nueva York, se estremece. Y la aturden imágenes empañadas de humo, candela, carne humana encendida y un tenue olor a muerte que todavía tiene pegado al alma y a la piel. Para alejar aquellos pensamientos se concentra en otros: en los senos de Maiviz tal como los recuerda: blancos, no muy grandes, redondos y duros como pelotas de golf…

—Abuela, tú no cambias —dice al fin—. Y no hables de bombas atómicas, hazme el condenado favor.

—Yo digo lo que pienso, Cata —masculla la vieja—. Al que le molesten mis verdades, que se aguante. Bastante me he aguantado yo.

No le respondes. Evitas mirar al balcón pero te acuerdas de tu sobrina Beiya, la de las trenzas, la que reía como una conejita asustada cuando era niña, la que hace nueve años que se estrelló contra la calle. Te la imaginas pataleando en el vacío, con un aullido apretado en la garganta y queriendo escapar en vano de la atracción irremediable de la tierra.

Tu madre se acerca, limpiándose las manos en un paño de cocina gris que huele a grasa vieja y a cebolla.

—Ya puse a cocinar el arroz con pollo, Catalina —anuncia—. En una hora está listo.

—No tengo hambre, pero estoy loca por comerme una fruta bomba madura —suspiras.

—Habrá que ver si mañana se consigue alguna en la plaza. Pero lo dudo, eh.

Abuelonga interviene:

—¡Ay, hija, para antojos estamos!

Otra vez callas, pensando que después de pasar casi treinta años avasallada en este matriarcado de mala leche, lo natural sería que terminases detestando a las mujeres. (Bueno, y lo cierto es que detestas a algunas, que son, casualidades de la vida, las que llevan tu propia sangre.) Pero no entiendes por qué demonios te gustan tanto las demás. Empezando por Maiviz.

—¿Cómo te fue en el viaje, niña? —pregunta Barbarita, sentándose también en el sofá.

Luchas contra el impulso de levantarte. La peste a grasa y a cebolla te revuelve el estómago. Desde que llegaste a La Habana hace cuatro horas, hedores de diversos tipos te golpean la nariz. El tufo a gas en la escalera te dio la bienvenida al edificio y el humo de los tubos de escape que entra sin permiso por el balcón te están ahogando.

Se te cierran los ojos, aplomados por el cansancio. Llevas un día completo saltando de aeropuerto en aeropuerto y lo único que apeteces es ducharte y acostarte a dormir. Pero haces un esfuerzo y sonríes:

—Bien. El problema fue que nos tocó sentarnos al lado de un viejo cotorrón. Se pasó el vuelo dándonos la lata con una querindanga que tiene en El Vedado, una muchacha de veintitrés años. Sam es un santo y le oyó la descarga sin chistar, pero yo tenía ganas de decirle: "Mister, a usted lo están jineteando de mala manera, no coma tanta porquería".

—Tu marionovio será todo lo santo que quieras, pero a mí me parece que es de los que comen ángeles y cagan diablos —tercia Abuelonga—. Debió haberse quedado aquí por lo menos un día, que en este apartamento no hay pulgas ni piojos, en lugar de ir corriendo para un hotel. Eso es hacernos un desaire sin necesidad. Y hacértelo también a ti, ¿sabes? ¿O es que no quiere estar contigo?

—Los americanos son así, vieja —dibujas en el aire un gesto ambiguo—. Sam está acostumbrado a la privacidad. Se iba a sentir incómodo compartiendo la barbacoa conmigo y con Elsa, y el baño con todo el batallón de hembras.

—¿Qué, no le gustan? —los ojillos de Abuelonga brillan con malas intenciones. Al lado del párpado izquierdo tiene una cicatriz antigua en forma de cimitarra que le temblequea cuando habla.

—¿No le gustan qué, abuela?

—Las hembras, chica, no te hagas la boba. Te advierto que me dio mala espina ese tipo, con su aspecto de yo no fui y su cara de comemierda.

—No empieces a decir groserías.

—Y es un vejestorio para ti. Debe tener más de sesenta años.

—Cincuenta  y siete.

—Pues los tiene muy mal vividos.

Te contienes para no mandarla a freír espárragos. To hell. O, en buen cubano, a casa del carajo. Ya has leído que una puede domiciliarse en un ashram, buscarse un gurú personal, meditar doce horas al día y tener un satori, pero que bastan diez minutos con la familia de origen para olvidar todas las enseñanzas místicas y volver espiritualmente al punto cero. Si no fuera por lo que tú sabes, jamás hubieses vuelto a poner un pie en este apartamento en que hasta el aire huele a estrógeno podrido. Haces acopio de paciencia y respiras tres veces por la boca repitiendo mentalmente ohm-ohm-ohm, como te ha enseñado Ananda Parvati, tu instructora de Zen.

Abuelonga pincha otra vez:

—Dicen que en el norte han inventado unas pastillas parapicha. ¿Le darás Viadra todas las noches, eh?

—Viagra se dice, abuela. Y deja a Sam en paz.

—Pero explícame una cosa, ¿por qué se alojó en el Hotel Colina? —mete su cuarto a espadas Barbarita—. Ese es un albergue de medio pelo. ¿Por qué no en el Habana Libre o Habana Meliá o como rayos se llame ahora? ¿O en el Cohiba? Esos sí son hoteles elegantes, con caché.

—Porque el caché y la elegancia cuestan billetes, mima. Acuérdate que nosotros no somos ricos. Yo estoy tratando de levantar el negocio de la peluquería y Sam es vendedor en una tienda Sears.

—Para colmo, un viejo sin dinero —se ensaña Abuelonga—. Todavía si te mantuviera, se le podía disimular la flojedad de patas. Pero cuando no hay parné ni picha, ¡fu! 

Repites para tus adentros estabilidad-serenidad-calma-paz. Ohm. Paz-calma-serenidad. Vieja-cochina-metida en lo que no le importa, ohm. Por suerte la conversación se interrumpe con la llegada de tu hermana que entra empapada, cargando un par de bolsas plásticas.

Elsa la manicura, delgada y ojerosa, es un lánguido esbozo de mujer. Tiene un culito seco que apenas se le marca bajo el pantalón de poliéster y camina muy tiesa, como si estuviera marchando en un acto de las milicias. Siempre ha sido la última mona, la fea, la más tonta de la película. Desde que renunció a la enseñanza por problemas nerviosos, se dedica a hacer trabajitos de poca monta por el barrio con los que no le alcanza ni para comprarse un café.

Tratas de quitarle el paquete más pesado.

—¿Te ayudo?

—Déjame quieta —Elsa te rechaza de un empujón y sigue sola para la cocina con las bolsas a cuestas.

Te sientas en un sillón y te encoges de hombros, dolida.

—Ella está así desde... lo de la niña —murmura Barbarita.

Las tres se quedan calladas, pensando en Beiya.

Y tú más callada y pensativa que las otras, porque sabes menos que nadie y porque nadie quiere hablar. Desde que llegaste al apartamento, tienes la impresión de que tu sobrina va a irrumpir de un momento a otro en esta sala donde tantas veces se oyeran sus chillidos y se aguantaran sus malacrianzas. Te parece que la vas a oír llamarte tía Cata con aquella su voz de pito, pidiendo que le compres chocolates o una muñeca Barbie. Pero si Beiya estuviera viva no pediría muñecas, porque habría cumplido ya veinte años, ni tendría la voz aflautada. El tiempo vuela, como dicen que ella quiso volar…

Nunca te enteraste de los detalles. Cuando pasó lo que pasó acababas de mudarte de Miami a Nueva York, casi no tenías contacto con la familia y te llegó el cuento a retazos. Que si se había querido suicidar. Que si fue un accidente. Que si unos ladrones que entraron al apartamento a robar abusaron de ella. Pero por carta nadie se iba a poner a explicar mucho. Y ahora, después de tanto tiempo, no vas a sacar a la luz un tema tan desagradable.

De pronto te das cuenta de que todo lo que se relaciona con tu familia te resulta desagradable. Y comprendes por qué nunca has sentido la famosa nostalgia del emigrante, la inspiradora de boleros, baladas, versos mochos, epístolas de quince páginas, sueños, óleos del Malecón, serigrafías del Morro, programas de radio, películas horteras, series televisivas bañadas en lágrimas y banderas cubanas pegadas al refrigerador. Contigo no va nada de eso. Lo que dejaste atrás era lúgubre, retorcido, una novela rota y sin final.

 


 Teresa Dovalpage nació en La Habana en 1966. Sus últimos libros publicados son la novela La Regenta en La Habana (Edebé, Madrid, 2012) y El retorno de la expatriada (Egales, Madrid, 2014), del cual procede este fragmento.

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