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Narrativa

El tenedor de acero

'¿Por qué razón una persona normal puede aceptar que le apaguen cinco cigarros en medio de la frente, a un centímetro por encima de las cejas?'

La Habana

 

Tenía la cabeza cubierta con una camisa vieja y del rostro solo se le veía un ojo, media ceja, la parte superior de la nariz y la cicatriz de la llaga que había tenido hasta dos o tres meses atrás, situada en medio de la frente, un centímetro por encima de la línea de las cejas, como si le hubiesen disparado con un revólver a bocajarro; pero la causa de la llaga había sido menos dramática, aunque de todas formas bastante absurda también.

¿Por qué razón una persona normal puede aceptar que le apaguen cinco cigarros en medio de la frente, a un centímetro por encima de las cejas? Cuando alguien le preguntaba, se cubría la cabeza con la camisa, se sentaba en un rincón y no había manera de poder arrancarle una palabra.

—Álber —le dice muy bajo la muchacha que ha venido a sentarse junto a él—, dile a Rónal que te preste una camisa. Y pásate el peine por la cabeza. Si puedes, lávate la cara con jabón. Tú sabes dónde está el baño de arriba. El de aquí está lleno de borrachos babosos.

—Hay tatuajes y tatuajes —le dijo Álber a ella una vez cuando preguntó por esta cicatriz— y tatuajes y tatuajes. Y tatuajes —Y no explicó nada más.

Unos decían que él había dicho que era la marca de Caín porque una vez, cuando niño, había matado a su hermana. ¿No sería a su hermano? Pero lo cierto es que este Caín no ha tenido jamás hermano o hermana. Quizás sea puro masoquismo. Pero a Álber no le gusta ni que le estrechen la mano porque siente asco de todo lo que le roce la piel. Sin embargo —y en fin— mañana lo hallarán con la cara ensangrentada después de haber intentado arrancarse la cicatriz con un tenedor viejo y, días más tarde, tendrá una cicatriz peor que la anterior y terminará dejando la costumbre de cubrirse la cabeza cuando está con sus amigos.

—Me estoy quedando ciego —dirá. Y nadie ya le hizo caso. Y ahora ha intentado pincharse un ojo con el mismo viejo tenedor de acero. Y nadie, en fin, habrá entendido nada.

 


Ernesto Santana nació en Puerto Padre, en 1958. Ha publicado varios libros de cuentos y las novelas Ave y nada (Premio Alejo Carpentier, Letras Cubanas, La Habana, 2002) y  El carnaval y los muertos (Premio Franz Kafka, Agite/Fra, Praga, 2010).

Más narrativa suya: La canción sonaba, Despiértate, Aleko, Ahogados y otros dos cuentos y La cacería permanente.

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