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Narrativa

José Martí, Fernando Pérez y la pesadilla

'Yo no sabía con qué lo amenazaban en esta oportunidad, qué le exigían que dijera, porque desde mi posición, desde un borde del tumulto, no podía oír bien.'

Ciego de Ávila

"¿De qué derecho a la palabra es el que usted me habla? Mi derecho a la palabra no ha existido nunca. Me he pasado la vida entera viendo cómo por culpa de ustedes mi familia tiene que sobrevivir en la miseria, viendo cómo las personas que yo quiero tienen que ser humilladas, alejadas, delante de mí, por tener ideas que a ustedes no les convienen. Y todo eso yo lo he tenido que clavar aquí, sin que ninguno de ustedes me dé nunca el derecho a la palabra, a yo poder expresar lo que siento. Pues lo que yo siento y lo que pienso es que yo no soy un hijo espurio, porque yo nací en Cuba, soy un hijo de Cuba, y como la mayoría de los cubanos lo único que quiero es la libertad de mi tierra [...] La razón no se puede imponer por la fuerza. ¡Viva Cuba! ¡Viva Cuba! ¡Viva Cuba libre!"

Alegato de Martí ante el tribunal que lo acusa de apostasía e infidencia, en el filme Martí, el ojo del canario (2010), de Fernando Pérez.

 

Atrapado por la muchedumbre, él había puesto su espalda contra la pared del cine-teatro. Todos le gritaban en espera de una explicación que lo liberara de los graves cargos, demandando una respuesta precisa, como si él pudiera tomar y desenredar fácilmente cualquier pregunta, cualquier frase entre aquel escándalo con que era comprimido. Del susto, tenía los ojos botados, casi fuera de sus órbitas.

Por la suma de la atmósfera enrarecida, mezcla de noche, humo de antorchas, sangre, crespón de viudas y capuchas, más la histeria colectiva, y la sorpresa o el miedo sincero que crecía en su mirada, daba idea de que se repetía una escena clave de su mismo filme recién estrenado —algo monstruoso: la vida imitando al arte—.

Estábamos en la noche de los sucesos de teatro Villanueva y la secuencia fílmica de linchamientos y humillaciones —con la única diferencia de que los hechos aquí aparecían recogidos desde otro ángulo o con otra cámara, o sea, más de cien años después—, cuando los voluntarios impelen a José Martí, un adolescente, a gritar "¡Viva España!", abriendo delante suyo las bocas de los fusiles, y este obedece, impotente, casi sin voz, para evitar ser asesinado en presencia de su madre que le suplica que se arrastre pero que pase el momento, a cualquier precio, que sobreviva.

Yo no sabía con qué lo amenazaban en esta oportunidad, qué le exigían que dijera, porque desde mi posición, desde un borde del tumulto, no podía oír bien.

Caminé hasta él. Me abrí paso y, sin que mediaran explicaciones, le pasé la mano por la cabeza como si en efecto se tratara de un absoluto inocente o alguien mucho más pequeño que yo.

Quienes hacían preguntas frenéticas con talante de directores y productores cinematográficos en plena faena, contrariados, me lanzaron la misma mirada que se puede espetar a cualquier extraño que entra equivocadamente en un set de filmación. Primero ensartaron mi cabeza en su mirada colectiva, dura y larga, luego sonrieron, echándome a un lado hasta ponerme otra vez fuera del círculo oficialista, con lástima, con aire de superioridad y, por último, retomaron el interrogatorio abusivo.

Lo torturaban y asfixiaban usando apreciaciones técnicas.

Quise hablar, en su defensa, pero no me atrevía.

Quería decir que la película Martí, el ojo del canario, igual que antes Suite Habana y Madagascar, era perfecta desde un punto de vista humano, no menos genial que una salida del sol, la floración de un flamboyán o el canto silencioso de los amordazados por la desesperanza, así que no había que pedirle más. Y que él, Fernando Pérez, delgaducho y canoso director, los tenía engañados, porque era solo un niño emboscado, muy atento, detrás de sus toscos espejuelos. Cosa, además, digna de ser valorada como el secreto más relevante que se podía extraer del fondo de su obra.

Asustados, con la impotencia de comprobar que ya aquella presa se les había escapado desde mucho antes de tender su cerco —por un segundo creí vanidosamente que podían haber llegado a aquel sentimiento de frustración sólo después de adivinar mis pensamientos—, se arrojaron sobre él y lo esposaron, llevando sus manos a la espalda.

Cuando lo conducían, sentí necesidad de hablarle. Decirle algo, mientras me quedara tiempo.

Intenté gritar, pero quería estallar sin perder al mismo tiempo el instinto de conservación: disimuladamente, como quien no se dirige a nadie en particular y solo sufre un ataque de locura o da rienda suelta al dolor y no espera que nadie lo oiga ni lo entienda. Gritarle, para que no fuera a irse sin saber —porque existía el peligro real de que descubrieran nuestra complicidad— que ya había recibido su opinión política, su carta secreta y comprometedora, y la conservaría conmigo, oculta. Me llevaría a casa el discurso subliminal sobre las libertades, la de conciencia y la de expresión, así como sobre la necesidad de los derechos individuales para vivir en una sociedad justa, y el vacío que cargan los sobrevivientes que sólo pueden sentirse seguros en la calle o en un aula cuando renuncian a sus ideas.

Además, que le agradecía por pegar su oreja a la tierra, a la vida en el campo, para entender los sonidos de la naturaleza que son siempre las mejores palabras de los más pobres.

Ya se lo llevaban a la fuerza. Él no me podía escuchar.

"Ojalá Cuba se lo merezca", fue en realidad lo único que oí, como salido de mis labios.

El bulto de personas acababa de pasar. Apenas un susurro.


Francis Sánchez nació en Ceballos, Ciego de Ávila, en 1970. Sus últimos libros de poemas publicados son Extraño niño que dormía sobre un lobo (Letras Cubanas, La Habana, 2006) y Epitafios de nadie (Oriente, Santiago de Cuba, 2008). Este texto pertenece a su libro inédito Nocturnario. Diario de sueños.

 

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