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Ensayo

Entre las bambalinas de la ficción

'Hay quien ve la chapucería criminal de Raskólnikov como la incoherencia misma de la prosa de Dostoievski, que no quiere el nihilismo asiático ni occidental de Rusia para la Rusia que lo tiene en vilo epiléptico...'

Barcelona

Quien piense que el lenguaje carece de sustancia quizás está pensando en una rebelión de las cosas por adjudicarse un poder definitivo, cosa que ni siquiera sucede completamente en las cazuelas, cacerolas y marmitas en la alegre rebeldía de los cuentos fantásticos.

Cuando Dostoievski en su novela Crimen y castigo toma la decisión de matar a la vieja usurera, ya Raskólnikov había tomado esa decisión. Y Porfiri, el policía que preserva para Raskólnikov la cuota de eternidad que le pertenece, conoce que el crimen se remonta al origen, por eso apenas repara en la escena del crimen. Lo que sabe, lo sabe desde siempre.

Raskólnikov, que pretende ser iluminado por la potencia del crimen, no soporta la luz del día. Su nihilismo no es la nada absoluta. Por eso cae en la trampa de erigirse dueño del más profundo humanismo, ya zafado de la lógica moral. No creyó —no es un personaje de Gógol, no es un trashumante del espíritu— en la rebelión de las cosas. Por eso su hacha no se acopla a su cuerpo, la lleva trabajosamente, pues su servidumbre no es tajante, no tiene fe en en su portador.

Porfiri conoce la instrumentación perfecta del Mal porque el nihilismo de Porfiri posee la fuerza de adelantarse a los acontecimientos: su nihilismo no es malicioso, tendencioso, como el nihilismo de los jóvenes terroristas rusos. Porfiri conoce el peso exacto de las cosas. Sabe que su tarea es volver a dominarlas, traerlas nuevamente a la luz, pero su conocimiento  es tan mágico que no duda que las cazuelas, cacerolas, marmitas y otros seres y enseres resolverán por sí mismos su posición ontológica en el mundo.

Porfiri no necesita desplazarse por San Petersburgo con la ansiedad del que ha sido sacado de quicio, como le sucede a Raskólnikov. No se ensucia de fango los zapatos, no tirita de frío o fiebre, no se echa aturdido en un camastro, no penetra de golpe en las habitaciones, no escucha detrás de las paredes, no atisba por el ojo de las cerraduras, ni siquiera razona a la manera de Razumijin, otro tipo de Razón, el amigo de Raskólnikov, ni necesita de la perversión de un Svidrigáilov. Es posiblemente, en la novela de Dostoievski, el único personaje cómodamente emocionado por su papel en la historia.

La emoción de Raskólnikov es temblorosa. Cree llevar un peso insoportable sobre sus hombros. Cree en la salvación del cuerpo y del alma activando una violencia que el azar se encarga de poner al descubierto, de ahí su lamento por la segunda vieja asesinada, que le hace retroceder de espanto ante la ausencia de exactitud en el orden del mundo.

La emoción de Raskólnikov no se carga de verdadero entusiasmo griego, tal vez porque Raskólnikov está trágicamente dividido, no por el cisma (raskolnikii: cismáticos) que quiere partir en dos o más pedazos la realidad, sino por la incapacidad de admitir que es un valor de uso más en la historia del ser. Es un diletante, lo mismo en política, en metafísica como en la poesía del crimen.

Hay quien ve la chapucería criminal de Raskólnikov como la incoherencia misma de la prosa de Dostoievski, que no quiere el nihilismo asiático ni occidental de Rusia para la Rusia que lo tiene en vilo epiléptico (esa Rusia que le rompe el corazón) mientras escribe. Por eso Porfiri —que lee las respuestas del crimen en la prosa de los periódicos— es la encarnación del conocimiento.

Es cuestión de tiempo —repara Porfiri— que Raskólnikov caiga en sus brazos. "Vendrá porque siempre estuvo ahí", parece haber murmurado la mente de Porfiri entre las bambalinas de la ficción, como un susurro escapado no del cazador ante su presa, sino del amante que cerrando sus brazos sobre el otro quiere completar —de ahí que su susurro no sea un mero beso de la muerte— la unidad perdida.

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