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Crítica

Cuentos de cubanos en la aldea global

Hay muchos cubanos desarraigados dentro de este libro de Odette Casamayor Cisneros. Y según su autora estas son 'historias del cuerpo y para el cuerpo'.

Miami

El título del volumen de relatos de la escritora cubana Odette Casamayor Cisneros, Una casa en los Catskills, me provocaba resonancias mentales alrededor de un lugar prístino y montañoso donde un José Martí cansado encontró verso y alivio.

Presentado en mayo pasado en Miami por la editorial Silueta, en Galindo Gallery, pude encontrar que quien asoma en el primer cuento es un escritor que tuvo ínfulas de ganar el Pulitzer, y luego rebota a la objetividad de no haber llegado al premio, pero igual disfruta de una legitimidad profesional que lo acerca al mundo académico. De haberlo ganado podía haber cumplido su fantasía: "Siempre me ha gustado el verde de los Catskills. Porque no me los imagino bajo la nieve acumulada en el yard de una casa victoriana. Me pinto solo la casa victoriana en primavera con Melissa en la cocina preparando un pie de limón y Lucas armando su torre, con bloques que deben ser de madera comprados en la Scholastic de la Broadway, para que caigan mejor, suenen más bonitos sobre el viejo parquet de mi casa en los Catskills".

Esta fantasía de clase media con consumo selectivo y la propia existencia de un  trío — Melissa, Lucas y él mismo— es puesta en jaque ante la aparición de Wanda, la pasión hecha carne, pero carne huidiza, comprometida también y con un par de hijas, cuyas coordenadas se actualizan en una serie de sitios virtuales como facebook, yahoo, el chat…

La saga de Rodrigo y Wanda se ha prolongado gracias a que existe el ordenador; sus encuentros se dividen entre cama y pantalla, donde la última lleva la ventaja de concurrencia. Wanda viene de una isla del Caribe, donde "el mango se chupa dejando que chorree desde los labios, la mandíbula y cuello, largamente, abajo, siempre más abajo, entre las tetas, sin detenerse". Puede ser boricua, pero asumo que es tan cubana como Mijail, el cantinero de un bar de gramola que le da al escritor, en otro cuento de la misma saga, un disco de Bola de Nieve.

Hay muchos cubanos desarraigados dentro de este libro de Odette Casamayor Cisneros. Luego del desprendimiento de la Isla de la madrecita soviética  se acrecentó este zafarrancho de cubanos por el mundo. Ya no solo eran los "vuelos de la libertad" o de "la dignidad", o esas estampidas donde botes, lanchas o simples balsas se salpicaban en las aguas del estrecho de la Florida, sino en personales planes de escape que estrenaron todo tipo de asociaciones humanas.

Esto último ocurrió gracias a la entrada en sentido inverso de turistas, estudiantes, inversionistas arriesgados; potenciales salvadores de destinos truncos. Los cubanos comienzan a escurrirse en unas coordenadas geopolíticas cada vez más diversas. El paquete completo incluirá, además de la persona, sus apetencias sexuales, las creencias e improntas culturales, todo en conjunto. De los personajes de estos relatos se aprenden o desprenden diferentes historiales migratorios, y por ende, sus consistencias y memorias son disímiles.

Existen esos curiosos híbridos como el personaje del cuento "Sexo patriótico" —Andicito/Humbertico—, quien saliera niño de Cuba cuando los sucesos del Mariel, y a quien la protagonista conoce en una rumba en el Central Park de Nueva York, para asombro de turistas apacibles que se enfrentan al desafuero musical, el "desborde de tambores sobre el lago". "El macho nacional" —músico por demás— , el que hace el mejor café criollo y escucha a Álvarez Guedes (ella preferiría a Onelio Jorge Cardoso con su prosa de sillón y portal), el que le provoca orgasmos eternos, es el mismo que "se consideraba un tipo zen y por doquier había plantado piedritas asumo que más o menos esotéricas, peceras, caracoles, cascadas en miniatura de agua permanente, incienso y toda clase de curiosas brujerías".

La épica sexual, de gran intensidad, devendrá en catástrofe emocional con la confesión del "macho nacional" de que volverá con su "exnovia rubia, zen y vegetariana de Venice Beach".  Son historias, en abrumadora mayoría de cubanos globalizados, me imagino que como la autora misma, quien suscribe la escritura de sus cuentos lo mismo en Basilea, en San Juan, que en Miami Beach.

Algunos de sus personajes se desplazarán por instigamiento hormonal por  varios escenarios. Como Lola, que cuando fue estudiante llevaba, "si lo permitía el calor, boina roja que acompañaba de amplias sayas barriendo los rombos de Lam y Amelia Peláez, sobre los que solía detenerse a esperar el viento remontarse algunas tardes de invierno desde el malecón, Rampa arriba". 

Esa muchacha que fantaseaba, no con el Che, sino con el Sting del poster que colgaba en el cuarto alquilado en la esquina de Tejas, la encontramos veinte años luego, en un entorno parisino, casada por razones de conveniencia, y  amante de un periodista difícil de seguirle el rumbo en el mapamundi.

Los conflictos de Lola, como los de los personajes femeninos de otras historias, se indefinen entre su bagaje cultural y su preeminencia sexual. El marido francés no entiende las sensiblerías de Lola ante ciertas canciones o películas cubanas que a ella le son vitales  y en un momento lanzó el televisor, cansado de "la histeria post-soviética de Lola", mientras la veía llorar en las escenas finales de Habana Blues.

Hay un componente similar en la materia de la que están hechos el Cromañón de "Sweet Rain, Seet Pain!", el macho de Sexo Patriótico, el vasco furtivo de "La rotura", el escritor Rodrigo, y este Mr. Duroc, que no satisfacen  las expectativas de los personajes femeninos, aún cuando la apertura y el goce sexual no hayan conocido límites, ni siquiera los que refrenda el dolor físico, desgarrador, que puede acompañar al placer.

Estos amantes acaban por desinflarse con una frase torpemente irreversible, un súbito desapego, una dejación fríamente expuesta. "Supongo que debía llorar, maldecirlo, levantarme, vestirme, tirarle un tacón por la cabeza, desfigurarle el rostro, ahogarle la trompeta en el inodoro, al menos estallarle algunos platos en la cocina y de paso robarme la cafetera a ver si aprendía yo a hacer el dichoso cafecito cubano de una buena vez. Ya con eso, seguro, no lo extrañaré más. Lo lógico es que lo quemara con kerosene, como se espera de una auténtica habanera enrageé", dice un personaje femenino.

Sin embargo, al parecer ninguna de estas mujeres perdió la cabeza completamente (supongo que al final la catadura cultural fue sobrepuesta a la calentura corporal de quienes claman por el otro en la soledad, en el desacoplamiento, en el éxtasis que recrea lo ya pasado). Mujeres que a veces chillan desesperadas, o caminan oyendo música en el Ipod que las salva, lo mismo que el humor, el reírse de la disfuncionalidad que las envuelve, y siempre el agua: el rito del agua.

Odette, quien llama a estos cuentos, "historias del cuerpo y para el cuerpo", sabe que la carne necesita de ciertos ritos para salvarse. "Me consta que todos los hombres pasan. Se van de uno en uno, como los dientes de leche, los presidentes, las telenovelas o la gripe … Como los catarros, contra el amor solo es infalible el líquido, mucho líquido. Agua de cualquier manera y marea. Agua de río, aguacero habanero, llovizna parisina. Agüita sucia y pura. Memoria de agua, principio homeopático, panacea segura contra el mal de los cuerpos."

Es el agua lo que alivia a Lola cuando se moja en la bruine parisina y “se agarra el vientre de nuevo, femme sans teste asida a la cabeza del gigante Isoré con la misma fuerza con que agarra el pasamanos de caoba…"  Lola, cubana de la aldea global, conoce la leyenda que le alivia el alma: "debajo de su calle yace aún enterrada la cabeza del gigante Isoré, que se comía a los peregrinos en el camino de Santiago de Compostela".

Una cabeza puede masticar a todos los Jacques de este mundo, ese periodista que se mueve por el mundo con la rapidez de un fractal; que la desvela con sus mensajes virtuales desde Tumbuctú, Ayacucho o Manaos. Jacques es el único personaje que propone una escapada hacia la permanencia, hacia una vida en común, no en Catskills sino en un estudio de Brooklyn.

Jacques es el amor, pero paradójicamente es también la inpermanencia porque su trabajo está asociado a viajar. Lola se imaginó esperándolo a su regreso de Mindelo, Hanoi, Tegucigalpa, empapada entonces de soledad… y rehúsa el ofrecimiento, convencida de que no podrá asumirlo tal vez porque Jacques, su Jacques, es y será siempre el heróe, uno de esos destinados a ser tragados por la cabeza enorme escondida en una calle de la Tombe Issoire donde vive Lola, y de quien ella tendrá en unos meses un hijo o hija: Camila o Ernesto. Nombres que derivan de otros heróes que el destino se tragó y que aluden a la historia de esa isla distante, donde ella usaba sayas largas y collares de semillas.

Lola perseguirá cada día el aroma del croissant fresco como si nada pasara. Cosas peores se han visto en el mundo: la vida humana es fuego que arde, pero también agua que lava el desasosiego. ¿Pero a qué otros saberes, aparte de los que derivan del desencuentro y las pérdidas, deben acceder estos hombres y mujeres para merecer, plenos y sinceros, la panacea de una casa en los Catskills? ¿O la dichosa paz de un estudio en Brooklyn?

Estas preguntas y otras infinitas (cada lector tendrá las suyas propias), me vienen  luego de saciar mi apetito de lectura con Odette Casmayor Cisneros y su libro de cuentos, que por lo bien condimentados que resultan, por su estilo coral, encabalgado y lúcido, donde lo agónico se resuelve en humor y agudeza, y por sus dosis exactas de intensidad y relajación, pienso que es una pieza clave dentro de la cuentística cubana actual,  que con toda garantía de placer, recomendamos.


Odette Casamayor Cisneros, Una casa en los Catskill (La Secta de los Perros, Puerto Rico, 2011)

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