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Crítica

Desde el cabo de Léucade

Entre 1997 y 2013 Damaris Calderón fue coleccionando fragmentos en prosa que son ampliación, continuidad y aclaración de muchos de los temas de su poesía. Ahora se publican en un volumen.

Madrid

La obra poética de Damaris Calderón se ha caracterizado hasta hoy por una capacidad de resumen y concisión comparables al filo de un pedazo de botella rota o de un latón. En el poemario Duro de roer la autora comenzaba describiendo la imposibilidad de textuar sin que se partiese el hilo, quería explicarse, ser explícita, pero el hilo se partía constantemente.

Su verso, su vida parecían un reflejo de una segmentación obligada, perenne, dolorosa, casi sangrante al final de algunas sílabas. Sin embargo, para sorpresa de sus lectores, al mismo tiempo, Damaris fue coleccionando fragmentos en prosa que son ampliación, continuidad y aclaración de muchos de sus temas poéticos y existenciales, escritos entre 1997 y 2013 y paralelos, por tanto, a todo lo que ha publicado hasta hoy.

La plenitud escritural, lírica, literaria y de expresión que ha perseguido durante toda su actividad creativa continúa dando frutos compactos. Damaris ha recorrido el proceso inverso al de muchos jóvenes escritores: ha ido del silencio, dosificando en la búsqueda las palabras hasta sentirse lista para expresar a renglón lleno sus inquietudes y sus vivencias. Al contrario, el curso común  suele ir de la incontinencia e imprecisión verbal juvenil hacia la parquedad de la experiencia. Por ello me parece tan singular el proceso de madurez de la autora.

En 2007 ya había dado a conocer en la editorial matancera Aldabón sus prosas de viaje El arte de aprender a despedirse. Pero con Porque nos parecemos a las calaveras de Guadalupe Posada, Calderón da un giro sustancial en su proceso creativo. El salto del verso a la prosa no es para nada gratuito o azaroso. Es reflejo de una necesidad de expresión que encuentra esta vez en la línea llena el medio idóneo para retomar y plantear situaciones, ideas, procesos, nudos narrativos o para presentar otros nuevos.

Hasta el momento, Damaris nos había mostrado la caída, el descenso de la piedra desde el puente, el golpe brusco contra el agua o su reflejo. Pero en la fragmentación hay también expansiones, ondas horizontales que van repitiendo en medio de un paisaje distinto, con un movimiento mucho más reposado que el gravitatorio.

En la primera parte de esta nueva entrega las ideas de enclaustramiento, grisura, katábasis, fragmentación, hundimiento, verticalidad se mantienen en diálogo cercano a los poemas que leemos en Duras aguas del trópico, Duro de roer, Sílabas, Ecce homo o en su antología personal El infierno otra vez. Sin embargo, precisamente a partir de la nieve, un elemento tan importante en el giro estilístico, temático y conceptual dentro de su obra, desde el texto "Estaciones" este nuevo libro se abre a la naturaleza, al entorno, se sale del autobús, del quirófano, de la tumba y del apagón para asomarse a la luz, a la policromía, a la conjunción natural, dionisíaca de la locura, el árbol, la muerte y el agua.

El eje creativo de la autora ha cambiado de vertical a horizontal en muchos de estos textos; en algunos de los más logrados y redondos transita de la segmentación a una mirada más panorámica y amplia del entorno, de la naturaleza, del paisaje. Sin renunciar al fragmento (que es casi un credo, una actitud poética en ella), sin dejar de estar este libro también hecho de pedazos, de apuntes rescatados, de pérdidas y hallazgos en agendas y archivos digitales, Porque nos parecemos... alcanza, sin embargo, un sosiego, permite una pausa para la contemplación y la reflexión que en la mayoría de sus poemas anteriores y en los textos de la primera sección está lograda a golpes, a saetazos, a mordiscos, en medio del más genuino dolor y teniendo la herida recién abierta.

Uno de los milagros más evidentes en este nuevo libro de Damaris es cómo la recontextualización de algunos de sus temas más entrañables los espejea y enriquece en un entorno que los dulcifica y los renueva, sin que falte ese nudo tenso y propio de su escritura. Pareciese como si el cambio de paisaje, de país, como si el éxodo, el desarraigo, el tránsito de la "palma sola" de Guillén a la "palma negra" de Piñera y luego hacia la Isla Negra de Chile encarnasen en ella una evolución escritural que se ha visto tamizada por el cambio de naturaleza.

La autora continúa interesada en la relación hombre-animal, en la animalización del hombre, en el carácter bestial, instintivo, cruel del ser humano, de ahí que conjugue nuestros deseos e impulsos con el comportamiento de un caballo, que viene a ser la encarnación de toda nuestra violencia y nuestro erotismo.

La relación entre madre, costura y poiesis sigue siendo otro elemento temático medular, así como las asociaciones etimológicas. La voz enunciativa mantiene una constante oscilación genérica. En el amplio y agónico texto homónimo al título del cuaderno la autora relaciona los referentes de la cultura grecolatina con la vida cotidiana en la isla de Cuba, con los contratiempos diarios, con la escasez insular, la miseria patria. Edipo, "daimon" y Acteón aparecen conjugados con fraseologismos locales, con palabras de la norma cubana, con el apagón de turno, de modo que la continua falta de fluido eléctrico (apagón) sea el equivalente a la ceguera edípica: "a lo mejor el oráculo de Delfos era una boca de lobo: 'Conócete a ti mismo'".

El ambiente mortuorio, la figura del carnicero, el cementerio, la carne y su putrefacción son otros de los núcleos y motivos que se mantienen en este libro, se relacionan también con los ritos sacrificiales de la América prehispánica, algo que ya se dejaba ver en el poemario Parloteo de sombra.

En la primera parte la insularidad como encierro, tiniebla, "cárcel de aire" se vuelve eje temático: la noche cerrada, el quirófano, el autobús (como antes el tren) limitan aún el paisaje, aunque desde la ventana la escritura se abre a otro espacio, hacia "la cordura del césped", el Helesponto, un río, un hombre-calavera a caballo, semejante a algunas imágenes del ilustrador y caricaturista mexicano José Guadalupe Posada (1852-1913).

Por otra parte, en general, el libro se caracteriza por la variedad polícroma, cronotópica, estilística, temática y genérica. Dialoga y reescribe tanto Hamlet, el Apocalipsis, la tradición filosófica budista, el mito de Prometeo, y la intertextualidad es savia natural en estas prosas: Lorca, Dulce María Loynaz, Mistral, Virgilio Piñera, Heredia, Esquilo, Safo, Virginia Woolf y Lezama se asoman entre líneas con una naturalidad que los ensarta y ubica en la cotidianidad más inmediata.

Prometeo cubano

Dentro de las reescrituras a las que nos convoca Calderón, entre las ampliaciones que lleva a cabo en este cuaderno, hay una que alcanza gran valor por varias razones. Casi al final del poemario aparece una versión teatral de Prometeo encadenado. En mi estudio anterior sobre la obra de Damaris (prólogo a su volumen El infierno otra vez) hablé de imposibilidad del teatro en aquellas escenas del absurdo que cerraban Duro de roer; aquí la puesta se hace viable y oportuna, la escena cobra consistencia, visibilidad y posibilidad real de representación.

Por otra parte, ya la poeta había tratado anteriormente el personaje de Prometeo dentro de su poesía: el titán es en sus versos anteriores reflejo del absurdo circundante, figura mítica que se tiende sin que lo obliguen visiblemente, sin que lo aten y deja que poco a poco el ave le coma el hígado. Pero esta vez Damaris nos entrega una alegoría de la tiranía insular, que si bien está referida por medio de un mito griego, las escenas alternas de los sepultureros no dejan duda alguna de que el texto se refiere a Cuba, pues lo dicen explícitamente con referencias claras tanto de lugares (como Camagüey) y también del habla (como la frase "dar pie con bola").

Entre los personajes, los cambios más importantes en la versión de Damaris son que, a diferencia de Esquilo, el coro lo conforma el mar y no las Oceánidas; además del Poder y la Fuerza aparece la Furia y los sepultureros con sus escenas discordantes crean el contraste entre el tono trágico y sus comentarios pedestres, irónicos, prácticos, de un puro y duro cubaneo.

El tema insular y la impronta de Virgilio Piñera (uno de los poetas más importantes dentro de la cosmovisión y las lecturas de Damaris) son evidentes en esta versión del mito del fuego. La isla, en las escenas más solemnes y más apegadas al referente esquileo, aparece a través de intertextualidades ("palma sola", "negrísima", "plátano sonante", "noche insular") y de las referencias directas ("Una isla como un águila abatida devorándose a sí misma las entrañas"); en los diálogos de los sepultureros el lenguaje desenfadado, coloquial, así como las referencias más claras no dejan duda de que la pieza es una alegoría a la situación político-social de Cuba. Sin retórica ni velos míticos los sepultureros ubican la acción en la isla del Caribe.

Prometeo es fantasma, isla él mismo, fiera y víctima a la vez, dicotomía esta muy común en algunos textos de Calderón. La autora, por otra parte, da más protagonismo a Hefestos, el cual dice algunos de los parlamentos más importantes que en la obra de Esquilo corresponden al propio titán. El silencio de este Prometeo es otro personaje, es una presencia más fuerte que él, un grueso mutismo que se devora y se vacía a sí mismo. Mutismo insular.

Ya en el texto titulado "Navidad" aparecía un antecedente del personaje de Ío: "entonces apareció ella, cantando o mugiendo. Con el pellejo lleno de mataduras como una ternera azotada por tábanos". Ío encarna al emigrante, cuyo movimiento perpetuo es aguijón, castigo, destino injusto, impuesto por un orden tiránico. Hefestos, el ciudadano, el igual, es obligado, como en Esquilo, a atar a Prometeo, y como en el texto griego siente conmiseración por el dios, pues en el castigo de este descubre el reflejo de su propio destino, de sus manos.

Con esta pieza lírico-dramática de gran plasticidad escénica, Damaris se une a los propósitos de autores coloniales como Silvestre de Balboa, Zequeira, Heredia, Plácido que conjugan naturaleza insular con mundo grecolatino y que toman a Grecia como referente para debatir y analizar la realidad cubana. Pero, como Piñera en Electra Garrigó, mezcla estilos, une la parodia al tono solemne, alterna tragicidad y criollismo. Calderón logra con textos como este encarnar la vida del éxodo y la diáspora a la altura de obras ya paradigmáticas como Hemos llegado a Ilión de Magali Alabau.

En las prosas finales del libro se impone un sosiego que se refleja en una naturaleza cándida y diáfana, algo nada usual en la obra de Damaris. Esa otra isla en que vive más al sur le ha regalado, de algún modo, la inversión no solo de las estaciones sino también del paisaje; ha transitado de las "duras aguas del trópico" a las "pequeñas flores blancas de la pradera". La tendencia a la descripción naturalista le ha permitido tardar, suavizar, hacer más llevadero el golpe de la soledad, el encuentro bestial consigo misma, aflojar el nudo afilado de la existencia. Damaris delira, pierde el surco, el hilo, el bustrofedón,  escribe como si nos sentáramos íntimamente con ella en su casa de madera, en la otra isla, isla negra (cuyo adjetivo recuerda a la palma piñeriana de la otra isla) y compartiésemos la fragilidad de las palabras y de la vida misma.

Una soledad abismal, un terror de encontrarse consigo se sostiene como amenaza en estos textos, una isla que es dos mujeres que son una. Paisaje, casa, libro, sol, unos perros mansos: enorme metáfora, bosque que demora el golpe, el choque con su rostro dividido, atrasando y disimulando el terror del equilibrista, la verticalidad que la zahiere y la define. Distintas formas de enfrentar y sobrellevar el tábano insular. Aquí una isla es el espejo inverso de la otra.      

Con este libro Damaris confirma ser la voz más sólida y crecida de su generación, la más consecuente, la más leíble y atendible, la más atractiva. Mientras el éxodo ha desdibujado, hecho desaparecer a algunas de las figuras más prometedoras de sus contemporáneos cubanos, Calderón ha sabido adaptar su color, su palabra, su espíritu al nuevo entorno, y en ese lugar que a la vez le es extraño y entrañable, logra la consistencia discursiva que ha perseguido desde Se adivina un país.

El reto está, precisamente, en adivinar: introducir la mano en la sombra o en la luz y dejar sobre el papel los huesos conjugados de la aurora y la noche con el filo óseo de nuestros dedos. Hay que aprovechar que somos calaveras y que nuestras extremidades son como vivas dagas múltiples. Es nuestro deber, como Ío, huir donde el viento nos lleve y al mismo tiempo horadar el tábano insular que nos aguijonea y nos define.


Este texto es una versión abreviada del prólogo del más reciente libro de Damaris Calderón: Porque nos parecemos a las calaveras de Guadalupe Posada, por aparecer en Ediciones Una Temporada en Isla Negra, en Chile.

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