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Ensayo

Siestas del trópico, pesadilla

La siesta como metáfora de la indolencia nacional. Desde un cuadro señorial de Guillermo Collazo hasta uno alucinante de Antonia Eiriz. Desde la modorra colonial hasta el letargo revolucionario.

Richmond

En las fotos de Una temporada en el ingenio de Chinolope no había hamacas ni sillones, pero Lezama se las arregló  para recordar, en su introducción a ese reportaje gráfico en la revista Cuba (noviembre, 1968) aquellos enseres típicos de la colonia. "En algunos grabados del siglo pasado, aparecen en el ingenio, en el barracón de las primeras calderas con la melaza espumeante, sillones y hamacas para el sueño y la conversación. La cotidianidad volvía a instalarse en la secularidad, en un juego de posibilidades del que solo los cubanos conocemos el secreto."

En los pródromos de esa descomunal movilización de hombres y máquinas que llamaron Zafra de los Diez Millones, el señalamiento comportaba, ciertamente, alguna disonancia; entonces más que nunca la revolución equivalía a dejar "la casa y el sillón"; superando de una buena vez ese imaginario de origen colonial que no remitía solamente a la ociosa plutocracia criolla, sino a la vagancia generalizada de un pueblo determinado por su medio tropical.

De los sillones y hamacas que pueblan nuestro siglo XIX, ninguno más sugerente que La siesta, óleo de Guillermo Collazo. En su butacón de mimbre, la mujer lleva vestido largo, las mangas cubren completamente sus brazos, a la usanza de la época. Un arco de medio punto separa la terraza donde está sentada de un patio en el cual distinguimos un elegante jarrón, más allá una verja de madera y, por fin, el mar. En este cuadro, pintado en Nueva York en 1886, se ha visto una representación de la burguesía cubana del ochocientos. El ambiente es claramente señorial; la alfombra, las macetas con arecas y malangas, la verja, todo apunta a ese espacio interior propiamente burgués, pero aun no típicamente cubano; la que aparece retratada en la obra de Collazo es una burguesía que mira a Europa, faltan los motivos autóctonos que vendrán, ya bien entrado el siglo XX, con Víctor Manuel y los demás pintores de la vanguardia.

El tema de La siesta, sin embargo, se inserta en un vasto imaginario sobre la indolencia, que ya desde mediados del siglo se había consolidado como característica nacional. Cuando en su Viaje a La Habana la Condesa de Merlin señala que "la pereza y la negligencia enervan su voluntad", se refiere tanto a las clases altas como a las bajas. En el último capítulo de su libro, la autora ofrece una descripción de la siesta, no ya como costumbre, sino como una imperiosa necesidad a la que nadie escapa.

"Nuestra vida tropical, obligándonos a huir de la tiranía del sol, cambia completamente el empleo ordinario de las horas y produce escenas enteramente originales. Seguidme por las calles de la Habana a la una del día, y no hallaréis ni vida, ni ruido, ni movimiento." A esa hora "hasta los presidiarios abandonan su trabajo para dormir un rato bajo el cobertizo. El negro se tiende a la sombra de un carretón, y las vendedoras de ananás se duermen con los brazos cruzados".  

El galeote, el esclavo, las fruteras, todos duermen; pero la mujer de La siesta no. Más allá de esta contradicción entre el título y la representación, hay en este cuadro un cierto misterio; algo que lo distingue, en todo caso, de cualquier grabado o ilustración costumbrista. Quizás las hojas desperdigadas por el suelo, o el tono grisáceo del cielo que hace presagiar una tormenta; el aire melancólico que todo lo envuelve. Del mismo modo que Cecilia Valdés, a diferencia de los "tipos" esbozados en las crónicas de costumbres (el petimetre, el negro curro, la mulata rumbera), es un personaje único, totalmente individualizado. La dama retratada aquí tiene algo propio, diríase que novelesco.

Es ello, el enigma de su expresión, lo que invita a la interpretación: en sus "Paralelos" sobre la poesía y la pintura en Cuba, Lezama imagina a Casal de visita en casa del pintor, contemplando el cuadro. "Fuerza la mirada: ¿qué es lo que ve? Ya Casal está muerto, pero vuelve a mirar y entonces ve a Juana Borrero pocos días antes de su muerte…"   

Julián del Casal, Juana Borrero, los dos poetas que, con ese otro moriturus que es José Martí, dan intensidad al modernismo cubano. Pues este no es solo La Habana Elegante y las champolas de guanábana en La Acera del Louvre; tiene un halo trágico que llega, ya en la República, hasta el suicidio de Esteban Borrero Echevarría.

Algo de esa fatalidad descubre Lezama en el cuadro, aparentemente plácido, de Collazo. Curiosamente, al recrear en su ensayo de 1941 la anécdota del lirio entregado a Casal por uno de los hermanos pequeños de Juana, Lezama hace que ocurra justo cuando "hay ese silencio coral del trópico, en que ya —siesta o crepúsculo— no hay nada que decir".

En la página en que Esteban Borrero evoca la tarde en que el poeta visitó por primera vez la casa de Puentes Grandes  ("El lirio de Salomé", publicada en El Fígaro en 1899), está claro que el suceso tuvo lugar una mañana, pero Lezama insiste: "Hay ese silencio coral del trópico, siesta o crepúsculo", como si quisiera rectificar el dato con una suerte de justicia poética. Ese instante "en que ya no hay que nada que decir, pero nadie se atreve a romper, a despedirse" sería, entonces, luz y sombra: el momento de la comunión poética en la quinta de Puentes Grandes, pero también la entrevisión de la muerte de Juana Borrero que habría tenido Casal al escrutar La siesta en el estudio de Guillermo Collazo.

La indolencia cubana

La más tétrica descripción de ese instante en que, según la Condesa de Merlin, "el movimiento es la excepción, y el reposo la regla" se la debemos, significativamente, a otra olvidada figura que llevó el afrancesamiento modernista hasta el extremo, el malogrado poeta Augusto de Armas. En su libro Rymes Bizantines, que fue elogiado por el mismísimo Theodore de Banville, hay un curioso poema, dedicado a Anatole France, que se titula "Tropicale". De Armas describe allí el trópico como un lugar de sobreabundancia: matas de mangos, iguanas, flor de café, cantos de pájaros, cocoteros. Pero todo se va volviendo sombrío cuando el poeta pasa a narrar el mediodía, y aparece "la indolente cubana" en su hamaca, adormecida en la "calma suprema" del entorno. Mientras el "blanco europeo" admira ese espectáculo, el poeta lo aborrece:  

  

Oui, j’abhorre, ô midi, ton soleil et ta pompe.

Car au souffle endormeur de tes baisers brulants

Je sens languir en moi mon rêve que tout trompe

Car dans le vaste Ether où l’horizon s’estompe

Je sens languir aussi l’ardeurs de fiers élans.

 

El trópico es un lugar pintoresco, de fácil idealización por los extranjeros, pero que, como una droga ("le Kief ombreux de tes grands bois epais"), consume las voluntades, impidiendo el pensamiento e incluso la humanidad misma. El trópico, en una palabra, animaliza. De Armas, cuyo credo estético era el decadentismo ("Je suis un Byzantin des suprêmes défaites"), ve en ello el horror mismo. "Oh non! Je veux penser, je veux me sentir homme", exclama, maldiciendo el "absorbente aroma" del trópico, el "filtro ponzoñoso de su paz estúpida".

A diferencia de la mayoría de los poemas que componen el libro, este está firmado; así sabemos que ha sido escrito en "La Havane": antes de su partida definitiva a París en 1888, De Armas habla como nativo de la zona tórrida. "Tropicale" puede verse, entonces, como el reverso de aquel otro poema, mucho más conocido, que es "En la hamaca" de Diego Vicente Tejera, escrito fuera de Cuba.

Aunque lleva un epígrafe de Fray Luis de León, el modelo de Tejera es más bien Garcilaso de la Vega: se trata de una especie de égloga cubana, donde se cantan las delicias de la vida campestre y no falta el idilio amoroso. "En la hamaca la existencia/ dulcemente resbalando/ se desliza": en un artículo publicado en El Fígaro en 1895 Tejera recuerda el origen de esos versos, así como la extraordinaria popularidad que alcanzaron en Cuba en la década de 1880, lo que le granjeó la fama de haragán.

Sobre esta cuestión de la vagancia volvió en 1899 en su conferencia "La indolencia cubana", afirmando: "Hay que matar en nosotros al colono, hay que aniquilar al hombre indolente, frívolo y vicioso que en nosotros llevamos, hay en fin que hacer de modo que esos torrentes de sangre que en Cuba se derraman, sean el bautismo de un hombre nuevo, del republicano".

La indolencia cubana era, en buena medida, natural, pues procedía, por un lado, de las razas españolas y africanas, y por el otro, de la tierra misma, que por ser demasiado pródiga no propiciaba la realización de grandes esfuerzos. Pero la indolencia cubana tenía otra causa histórica: esa "perenne tutela colonial" en que habían vivido los cubanos, sin "campo para el ejercicio de la voluntad".

No olvidaba Tejera las guerras de independencia, sino que las consideraba como accesos de fiebre, ramalazos de voluntad en medio de un océano de indolencia. Era justo en ellos, sin embargo, donde se encontraba la posibilidad de la salvación. No obstante proceder de  "razas perezosas" y ser "hijos de tierra tropical",  el "temperamento fácilmente excitable" de los cubanos, por fortuna no los dejaba "caer en la incurable pereza física de otros pueblos". He aquí esa idea fundamental del cubano como pueblo que vive dando bandazos, yendo de un extremo al otro, que encontraremos en muchos letrados y escritores de la República.

La enfermedad del sueño

En su prólogo a Entre cubanos. Psicología tropical, Ortiz repetía en cierta medida los señalamientos de Diego Vicente Tejera. Dedica su libro, una colección de artículos publicados entre 1907 y 1912,"al dormido lector", ese "soñoliento hijo de los trópicos". Pero más que el sueño en sentido literal, tan comúnmente representado en las estampas decimonónicas de la siesta, se trata aquí de una metáfora para figurar el profundo marasmo en que ha caído el país tras la independencia.

En sus piezas de psicología colectiva, Ortiz diagnostica la "enfermedad del sueño": "vivimos en el silencio de los cerebros, en la quietud de las voluntades". Pero la etiología del mal no era ya ni el trópico ni la pereza ingénita de la razas, sino la supervivencia del espíritu colonial: "Dormimos, no porque las brisas tropicales mezan con embriagadora dulzura nuestra hamaca perezosa, la hamaca donde se amodorran los pueblos fatalistas; sino porque ya, sin negritos que nos abaniquen y fuera del pasado que cerraba nuestros ojos, continúan estos sin luz y nuestras mentes siguen en la somnolencia esclavizadora de los antañeros arrullos".

El remedio que ofrece Ortiz es el mismo que Diego Vicente Tejera: el trabajo. "El trabajo produce siempre, ruido al menos. Y esto es lo que más necesita hoy el pueblo criollo; ruido que lo despierte a la vida moderna."

"¿Dónde encontrar en este cielo sin nubes el trueno cuyo estampido raje, de arriba abajo, el tímpano de los durmientes?", decía, sin embargo, Piñera en La isla en peso, y la pregunta era, como todas las de ese poema, retórica. A pesar de la revolución del 30, del ruido extraordinario de esos años convulsos que antecedieron y siguieron a la caída de Machado, el pueblo cubano seguía durmiendo. La metáfora del sueño, fundamental entre los letrados de las dos primeras décadas de la República, viene a alcanzar ahora su definición mejor en la poesía. Como para Augusto de Armas, para Piñera el mediodía es la "hora terrible"; la claridad, que amenaza con borrar los contornos del mundo, indefiniéndolo, es "la fulminante droga que puede iniciar un sueño mortal".   

No extraña, entonces, que la metáfora reaparezca con fuerza en 1959, ahora como cifra de toda una etapa histórica que ha de quedar definitivamente atrás. La culpa del subdesarrollo, afirmaba rotundamente Sartre, no era ni el clima tropical ni "la indolencia de los habitantes", sino el vínculo neocolonial con Estados Unidos. Porque cortaba la cabeza de esa Gorgona, la revolución equivalía a un despertar: "Una isla dormida, cerrada, sueña en 1958 que vive en 1900. Se despierta para comprobar que el reloj del vecino marcha, y que el vecino vive como se debe vivir en 1958. Casi sesenta años de retraso: ahí está todo. Y el único problema cubano es: ¿cómo recuperar ese tiempo perdido?" La respuesta, la misma que Tejera y Ortiz: el trabajo productivo.

"Si al ruido de nuestras azadas los tropicales despiertan, para todos llegará Germinal y más tarde Fructidor y los días de Vendimiario", había escrito Ortiz, y la referencia al calendario revolucionario no podría ser más actual en los años sesenta. Desmesura como la que llevó a la Convención Nacional francesa a imponer neologismos creados por matemáticos, astrónomos y poetas para corregir la arbitrariedad del calendario gregoriano, fue la que se impuso en la Isla. Maravillado, Sartre daba testimonio de que para los cubanos dormir no era ya "una necesidad sino una rutina de la cual se han librado más o menos". No era solo Guevara el que lo evidenciaba, también Fidel Castro. En su artículo "El estilo joven de una revolución", Mario Benedetti cuenta, por ejemplo, una conversación que varios escritores latinoamericanos sostuvieron con el Comandante, "que empezó a las once de la noche y terminó a las siete de la mañana".

Si el secreto cubano, para Lezama, radicaba en la convivencia de la hamaca y el ingenio, ahora solo quedaría la segunda posibilidad: se imponía otra cotidianidad muy otra que la molicie tipificada en la hamaca. De Castro, escribía Max Aub: "Si le dejan conseguirá hacer trabajar a la mayoría de los cubanos que tienen la suerte de vivir en una isla feraz donde, en último caso y remedio, podrán hacer fructificar una especie de paraíso terrenal. Incomparable milagro: llevar a los hombres de la hamaca al tajo con la sola fuerza del convencimiento" (Enero en Cuba).

En medio de grandes campañas donde todo un pueblo, sacudido de su letargo, comenzaba a tomar las riendas de su destino, el "hombre de la poltrona", arquetipo del pasado burgués, había sido sustituido por el "hombre a caballo" (Antonio Benítez Rojo, Heroica, 1977). Hamacas y sillones eran, literalmente, obscenos.

¿Absurdo o mal dormir?

Pero he aquí que este frenesí comenzaba a percibirse, por algunas cabezas lúcidas, alucinadas, como un nuevo sueño. Coffea Arabiga, el más conocido de los documentales didácticos del ICAIC, logra captar esa dimensión onírica de aquella locura colectiva. El movimiento nervioso de la cámara, la yuxtaposición de planos, el quiebre de la narrativa convencional, logra reflejar ese "sueño de la razón" que se llamó Cordón de La Habana. Tres años después, en otro documental de Nicolás Guillén Landrián, Taller de Línea y 18, ya estamos dentro de la pesadilla, y a la vez afuera, como sus espectadores; la extraña campana, los ruidos de fondo ejercen un extraño efecto de distanciamiento: vemos a esos obreros participando en una típica asamblea socialista o explicando en qué consiste la línea de montaje; los oímos, como si estuvieran del otro lado del cristal de una pecera, o de la pared del manicomio. Una reunión de obreros comunistas como una puesta en escena de teatro del absurdo: ¿está realmente ocurriendo, o es un mal sueño?

Algunos años atrás, La anunciación, el gran cuadro de Antonia Eiriz. Entre esta pintura y la más bien académica de Collazo ha pasado un siglo de arte moderno —las dos vanguardias, el abstraccionismo y la vuelta a la figuración que produjo esa maravilla del expresionismo cubano que son las obras de Ángel Acosta León y de Eiriz. La falta de perspectiva de La anunciación contrasta notablemente con La siesta, donde se distinguen claramente tres planos: la mujer en la terraza, el patio más allá de la arcada, y al fondo el mar, tras la verja de madera. Si este, aun cuando no llega a ser impresionista, es un cuadro diurno, en la obra de Antonia Eiriz predominan los tonos oscuros. El rojo chillón de la máquina de coser, la mueca de horror de la mujer embarazada, la grotesca figura de ese ángel esquelético, entre orgánico y mecánico: todo apunta aquí a lo siniestro de la aparición. 

Sin embargo, hay una inquietante semejanza; en ambos la mujer sentada ocupa la misma posición en el lienzo: la esquina izquierda, en diagonal; solo que el espacio del paisaje que se vislumbra en La siesta —amable terraza y fondo marino—, ahora lo llena ese pájaro de mal agüero que es el ángel pintado por Antonia Eiriz. Acá nada es señorial ni aun burgués: se trata de una humilde costurera en su máquina de coser. A pesar de la falta de luz, es posible imaginar que la escena ocurre a la hora de la siesta; parecería que la mujer se ha adormecido y el ángel viene a sacarla de su modorra. ¿O se le aparece en sueños? En todo caso, el bicho no trae buena nueva, lo que anuncia no pueden ser sino desgracias. La siesta enigmática, algo melancólica, del cuadro de Collazo, es franca pesadilla en La anunciación.  

Decía Borges del peronismo: "la dictadura fue inverosímil y aun increíble, y uno de los alivios, o acaso de los horrores ocasionales, de aquella larga noche era, lo recuerdo muy bien, sentir que era irreal". Me pregunto si en el caso cubano podríamos decir lo mismo. Se cuenta que, alasilarse en la embajada de Colombia en agosto de 1960, Lino Novás Calvo dejó la televisión encendida, creyendo que el exilio sería breve. Ciertamente, imaginar entonces que el castrismo duraría medio siglo estaba más allá de lo razonable; pero lo imposible fue posible. Más que una sensación, la irrealidad de la dictadura es una fantasía; esa fantasía del primer exilio de que todo haya sido un sueño, y de pronto despertarse a la vida interrumpida por el cataclismo.

Con los años, se ha hecho cada vez más evidente la pesantez de ese sueño que empezó como un despertar, un enérgico levantarse del sillón para acometer incontables, hercúleos trabajos. El radical intento de superar la tradicional indolencia ha producido, paradójicamente, el mayor letargo de nuestra historia. No ya una larga noche, como el peronismo visto por Borges, sino más bien un interminable mediodía. Si la revolución tuvo su apoteosis en aquellas noches de actividad febril, las "noches blancas" que decía Sartre, la dictadura, que es su hermana gemela, su doble siniestro, ha ocurrido, sigue ocurriendo, en ese fatal momento en que el sopor del trópico enajena la voluntad. Las "doce del día" en que, en palabras de Virgilio Piñera, "todo un  pueblo puede morir de luz como morir de peste". 

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