Raspar: el hueso no exige carne —tampoco la médula—: la lengua, roncha adiposa, arrastre que satura. Solo aquel de pose —que no es ninguna (siquiera la dejadez)— arranca una rara sonrisa, pero quien lo oye ¿lo ve? Palabras qué legañas. Por eso el destierro, como un taladro, lima al acecho de las virutas —el resto, eso será todo— que de la hiedra se desprenden con relente de Espíritu. Aquí hay gato encerrado: todo animal tiene en la muerte su voz. Antes quizás. Ahora lo definen las pústulas. Se reseca la piel, naturalmente a su pesar. Y de la luz en demasía (que es igual a la ausencia de luz) el cuerpo se reduce a un fragmento, opaco, indiscernible, que ya nunca redimirán las masas. Sustraerse cuesta tanto y más. ¿Acaso una suma nula la dialéctica? Por ejemplo, 24/10/1929 y 11/09/2001, ¿el factor común?: falling man —y algún que otro daño colateral. De lo cual se infiere que, en efecto, hay que parar la dialéctica (de pie o de cabeza). Algo por el estilo sugería el viejo Teodoro: después de las cenizas no hay verso. En todo caso, por si acaso, despojo —cascarilla y huevo y vela mucha vela— para la próxima destrucción del templo —se sabe que no hay dos sin tres. Todo porque la costra da palabra o al revés —da igual, ¿no?— porque la legaña da cosa: ainsi insensiblement l’issue se déplace du tunnel au plafond avant de n’avoir jamais existé. Y entonces, sin hueco por donde mirar, el raspe derrama cera sobre el pergamino, arde la nave y al pie de la colina (sombra entre las sombras) el cuerpo, ahí donde el ángel o el demonio no lo pueda salvar, articula (aunque solo muy de vez en cuando) un eructo —por si aún el lenguaje es la morada del Ser.
José García Simón (La Habana, 1976) ha publicado la novela En el aire (Albatros, 2011).