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Crítica

La alegría de regresar a Ítaca

Una ojeada al último libro de Camilo Venegas: 'La fuerza de saber que si la política y la historia se empeñan a veces en arrasar, al final se tiene la literatura para recomponer la geografía tanto física como espiritual de un país'.

Barcelona

 

Yo cambiaré la suerte de este país,

y volverá a ser como al principio.

 Jeremías, 33-10.

 

Desde hace más de cincuenta años, los cubanos hemos conocido la perversa costumbre de la espera y del adiós. Sin pretenderlo, y, por supuesto, sin desearlo, las despedidas han sido uno de los modos posibles de vincularnos con la realidad. Decir adiós a quienes se marchaban, y se marchan, por avión o por mar quizá tuviera, y tenga, dos lados evidentes: por un lado, el sombrío de la separación; por el otro, el luminoso del saber que no marchan del todo, que se encaminan hacia otra vida, hacia otro lugar quizá más venturoso del mundo.

El adiós que provocan los trenes, sin embargo, tiene algo de siniestro, de frustrado y de inútil. Da quizá la impresión de un gesto simbólico. Algo patético que no parece aludir tanto al destierro espacial como al temporal.

Hablo, como se comprenderá, de los trenes de una isla.

Porque los trenes de una isla no van a ninguna parte. Se alejan de una estación para volver a ella y no cambian de horizonte, ni traspasan frontera alguna. No hay fronteras. Y esta circunstancia (la ausencia de fronteras), que debiera ser feliz, acaba por transformarse en una adversidad.

Si es cierto que los trenes de las islas dan vueltas sobre sí mismos, se alejan, regresan, se desplazan siempre por idéntico paisaje, que es, al fin y al cabo, el de la memoria, quiere decir entonces que las personas y las cosas solo se van y regresan del pasado, de un espacio remoto marcado por la añoranza o la queja.

Este viaje imposible solo admite una ceremonia posible: la escritura.  

Uno de los aciertos de este libro de  Camilo Venegas parece ser la necesaria instauración de ese misterio: el descubrimiento de esa metáfora, la recuperación literaria de un espacio, de una pequeña terminal de trenes, el Paradero de Camarones, donde el autor nació y vivió los primeros años de su vida. Lugar entre desaparecido y reaparecido hoy para él, luego de viajes, dramas humanos y sucesos históricos más o menos apocalípticos.

La destrucción de ese pequeño espacio, semeja la destrucción de todo un país.

"Si el mar se lleva una porción de tierra —escribía John Donne en el siglo XVII—, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia".

De modo que la despedida, la pérdida de ese caserío de casi veinte kilómetros cuadrados y poco más de mil habitantes llamado Paradero de Camarones, es la despedida y la pérdida de toda una nación, de todo un mundo. "Muchos caseríos —apunta el autor— y hasta una isla entera han perdido su verdadero nombre".

La recuperación literaria de esos caseríos y de esa isla, la salvación por la literatura de "esos lugares que ya no existen", nos implica, pues, a nosotros, a todos nosotros.

Somos también nosotros estos personajes que vienen de lugares remotos, con calendarios y periódicos viejos; que lo olvidan todo salvo el día de los Fieles Difuntos; que aman el gas car, la locomotora, el caboose, como si fueran partes de sí mismos; que van y vienen a una pequeña estación que aparenta una escenografía, con esa luz alta que también tienen los cuadros de Edward Hopper; que disfrutan con una nevada inevitablemente falsa; que ven pasar trenes que no se ven, sin saber a ciencia cierta si pasan o no esos trenes que vienen de La Habana; que no emigran, porque parece imposible la partida; que aspiran el olor asfixiante de la zafra azucarera; que sufren el suicidio de Kurt Cobain…

Somos también nosotros esos personajes tan excéntricos como extrañamente reales, con su lenguaje pulcro, elegante, que bordea —aunque parezca paradójico— lo poético y lo coloquial. Un lenguaje en cualquier caso eficaz, desde donde asoma una mirada ingenua, casi pueril, al propio tiempo inteligente y maliciosa, que participa de la ternura y del humor.

No estoy seguro de que ¿Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes? sea exactamente un libro de cuentos, una nouvelle, los fragmentos de unas memorias disimuladas. Puede que incluso sea todo a la vez. Sí sé, en cambio, que no importa calificarlo, porque este libro es un réquiem y una alabanza y la restitución, por la palabra, de todo un mundo desaparecido.

Lo ha visto bien Leonardo Padura: "A diferencia de la mayoría de los autores de su generación, él [Venegas] no busca las frustraciones y negaciones de una sociedad en los universos exultantes de la prostitución, los balseros o los jóvenes rockeros: va hacia las esencias de la nación construida en ese doloroso y refulgente contrapunteo del tabaco y el azúcar".

En estas ciento cincuenta y cinco páginas de una estructura deliberadamente fragmentaria (que se apropia de toda una tradición literaria cubana e incluso recuerda las lecturas del cinturón bíblico sureño), se asiste a la disolución de la nostalgia. No hay nostalgia. Y es que no hay "tristeza melancólica por el recuerdo de una dicha perdida". Hay, eso sí, el gozo de la restitución. La alegría de renombrar un atlas y redibujar los mapas. La fuerza de saber que si la política y la historia se empeñan a veces en arrasar, al final se tiene la literatura para recomponer la geografía tanto física como espiritual de un país. De modo que el lector no debe dejarse engañar: el Paradero de Camarones es una sinécdoque de Cuba. Camilo Venegas da fe de un mundo empobrecido que se alza otra vez gracias a libros como el suyo.


Camilo Venegas, ¿Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes? (Capital Books, Santo Domingo, 2011).

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