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Philip K. Dick, el derrumbe

Las dos últimas décadas han hecho de él un clásico, no solo dentro del género de ciencia-ficción.

La Habana

 

A medio siglo de la publicación de La naranja mecánica (1962), viene bien recordar el nadsat, la jerga del hampa juvenil que hablaban Alex —el personaje narrador de la novela— y sus amigos ultraviolentos. El argot inventado por Anthony Burgess era básicamente un inglés contaminado por vocablos rusos, una mezcla de lenguas de las dos superpotencias del momento: USA y la URSS.

Cincuenta años después, cuando una de las superpotencias hace rato dejó de existir, la Guerra Fría como modelo de guerrilla writing tal vez se haya desplazado (¿pero es que la Guerra Fría terminó?). Tal vez podamos imaginar una novela estadounidense escrita en un inglés que parezca ruso. No una jerga o una sintaxis mutada, sino más bien como si el paisaje familiar del inglés, la lengua ganadora, se desdibujara poco a poco para dejar entrever al lector —detrás, debajo— un paisaje lejano, extraño, una lengua que bordea la imposibilidad o la derrota.

Cincuenta años cumple también El hombre en el castillo, de Philip K. Dick, una novela más radical que la de Burgess. En esta historia, célebre ucronía, los Aliados perdieron la Segunda Guerra Mundial. Otras dos superpotencias, el Japón imperial y la Alemania nazi, controlan el mundo en la década del 60. En El hombre en el castillo la Guerra Fría es la misma y es totalmente diferente.

Las dos últimas décadas han visto la rápida conversión de Philip K. Dick en un clásico, y no solo dentro del género de ciencia-ficción. Primero las adaptaciones al cine, luego las aulas de filosofía. En 2007, un cuarto de siglo después de su muerte, la prestigiosa (y canónica) Library of America comienza a reeditar sus libros. Pero esto no tiene demasiada importancia.

Lo importante es que la naturaleza problemática de un escritor se actualice y se reformule constantemente. Lo importante es que hoy, por ejemplo, alguien como Julian Assange nos parece escapado de (o refugiado en) unas páginas de Philip K. Dick.

El personaje que El hombre en el castillo anuncia desde el título es un escritor. En unos Estados Unidos a la sombra del fascismo, este hombre ha escrito una novela que propone una historia alternativa: los Aliados ganaron la Segunda Guerra Mundial, el Tercer Reich llegó a su fin en 1945. Este libro —reflejo especular de la propia novela de Dick, proyectada sobre sí misma— por supuesto que está censurado en medio mundo. El asesinato planea sobre su autor; el castillo donde habita es una fortaleza y al mismo tiempo una prisión.

Ahora bien, resumiendo brutalmente: varios indicios conducen a otros personajes al descubrimiento de que la historia contada por el escritor es la realidad, y que todos viven dentro de una gran ficción, dentro de una realidad construida, simulada.

Este es el esquema base de Dick, planteado de distintas formas en sus cuentos y novelas —a destacar Ubik, de 1969, una obra maestra de la virtualidad y el horror— y reconocible en infinidad de relatos que se entretejen en la cultura popular contemporánea: una pared de lo real de pronto se revela porosa y comienza a agrietarse; un nuevo paisaje mental se superpone al paisaje familiar, tenido por el único cierto, y finalmente lo suplanta.

"Mi trabajo es crear universos, una novela tras otra" —explicaba Dick en una conferencia. "Y debo construirlos de tal manera que no se derrumben a los dos días. O al menos eso es lo que mis editores esperan. Sin embargo, les voy a revelar un secreto: A mí me gusta construir universos que se derrumban."

Otras de sus predilecciones fueron el Estado policial y los estados alterados de percepción y conciencia. Uno de sus mejores relatos combina ambos elementos en un escenario donde el comunismo ha triunfado y se ha expandido por el mundo.

Tung Chien, el protagonista de la "La fe de nuestros padres" (1967), es un burócrata del Partido que un día le compra droga a un vendedor callejero de Hanoi. Esa noche inhala el polvo con el objetivo de hacer más soportable el discurso televisivo del Benefactor Absoluto del Pueblo, un líder chino de más de cien años. El televisor es un dispositivo orwelliano que avisa a la policía en caso de que su propietario no esté siguiendo la transmisión.

En la pantalla desaparece el Benefactor Absoluto del Pueblo. En su lugar, Tung Chien ve un mostruoso engendro metálico, con circuitos y seudópodos giratorios, que farfulla y se contorsiona con un sonido chirriante y monótono. Luego descubre que la sustancia que le vendieron no es un alucinógeno, como pensaba, sino todo lo contrario: un anti-psicótico usado en el tratamiento de la esquizofrenia. Alucinación era lo de antes.

Tung Chien atisbó así el verdadero aspecto de su Líder: terrorífico, inhumano, insoportable. O lo que es lo mismo, como señala Philip K. Dick hacia el final del cuento: contempló la otra cara de la Divinidad.

El derrumbe, que es siempre el derrumbe de una fe, o de la idea misma de fe, es el instante propio de la literatura. Al menos, de la que a mí más me interesa. Derrumbe de una lengua, de un modelo de ficción, de una ideología narrativa. No un antes y un después: la literatura como algo que sucede justo en ese instante, que sólo es posible ahí, que tiene en el derrumbe su condición de existencia.

Por los episodios de esquizofrenia paranoide que marcaron los últimos años de su vida —y con los cuales escribió novelas como V.A.L.I.S. (1981), lúcida exposición de su propia locura—, a menudo se recuerda al Dick escindido de la realidad, una suerte de mártir caído en las batallas lisérgicas y contraculturales de su época. Pero escarbemos ahí, démosle otra vuelta a sus libros, a su herencia, y encontraremos no al escritor que desconfía de la realidad, sino ante todo al escritor que desconfía del poder. Sea cual sea la forma que asuma ese poder.

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