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Música

La canción del sastre

Estaba agotado porque había terminado de cortar y coser un traje de dril cien para un cliente, pero el sastre Pepe Sánchez tenía la ilusión de estrenar, en la tertulia que se reunía en su casa, una canción diferente.

Madrid

Estaba agotado porque había terminado de cortar y coser un traje de dril cien para un cliente, pero el sastre José, Pepe, Sánchez, un mulato de 25 años, tenía la ilusión de estrenar, en la tertulia que se reunía en su casa, una canción diferente. Una pieza cadenciosa, más lenta que la trova tradicional, con un ritmo pausado que era casi como declamar sobre la música de la guitarra. La había titulado "Tristezas" y, cuando la cantó esa tarde del verano de 1883, en Santiago de Cuba, dejó en el aire la armonía y la emoción del primer bolero.

Así, entre unas guitarras y un grupo de amantes de la música animados por la frescura del atardecer y el buen ron, comenzó la historia de un género musical que se difundió después gracias a los viajeros y a la radio a lo largo de todo el país y, a través de Yucatán, llegó a México y se esparció por toda Hispanoamérica y otras zonas del mundo. En España, de donde de alguna forma había salido, lo asentó Antonio Machín en los años 40 con "Bésame mucho" de la mexicana Consuelo Velázquez y "Dos gardenias", de su compatriota Isolina Carrillo.

Pepe Sánchez (1857-1918) nació y murió en Santiago de Cuba. Su residencia santiaguera fue, durante muchos años, el centro de la vida musical de la ciudad.

Los boleros suelen ser himnos privados para el amor de las parejas en Latinoamérica, entre otras cosas, porque los de verdad son poemas que se cantan y se pueden bailar. Se cantan, se dicen en voz baja y a la hora del baile los cuerpos se pegan, los pies apenas se mueven sobre una sola losa y lo que se produce es una especie de abrazo musicalizado.

No hay arista del amor y el desamor que no se haya cantado en un bolero. Así como una pieza puede hacer que aparezca el recuerdo de un romance perdido, el fracaso o la celebración, en los bares y cantinas de aquella región los bolerones que se ponen en las victrolas o que entonan tríos con guitarras desvencijadas, güiros opacos y claves agudas, son la banda sonora de una tropa invencible de borrachos que rabia de celos, sufre por abandonos y llora con disimulo por la mujer que se fue.

Con el bolero, México le hizo justicia a un verso sustancial de su famosa canción "El rey". Dice aquella pieza que no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar. Eso fue lo que hicieron los autores mexicanos porque renovaron, le dieron fuerzas y enriquecieron aquel género que les llegó del Caribe por Yucatán. Con el talento de Agustín Lara, por ejemplo, consiguieron una reinvención ampliada de aquel modo de cantar.

En Cuba, a mediados del siglo XX, un grupo de compositores le dio otra dimensión al bolero con la ayuda del jazz. Cesar Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, Frank Domínguez y Aida Diestro, entre otros, crearon una nueva manera asumir el invento de Pepe Sánchez y dieron a conocer el filin.

Algunas de las piezas de Portillo de la Luz como "Contigo en la distancia" y "Tu mi delirio" la han interpretado Nat King Cole, Tito Rodríguez, Olga Guillot, Joan Manuel Serrat, Pablo Milanés, Pedro Infante, Lucho Gatica, Luis Miguel, Placido Domingo, Christina Aguilera, Caetano Veloso, María Bethania y la Orquesta Sinfónica de Londres.

Para ver el origen de ese viaje universal comparto con los lectores algunos versos de Tristezas, el primer bolero: "Tristezas me dan tus penas mujer,/ profundo dolor; no dudes de mí./ No hay prueba de amor que deje entrever/ Cuanto sufro y padezco por ti./ La suerte es adversa conmigo,/ no deja ensanchar mi pasión."


Este artículo apareció en El Mundo. Se reproduce con autorización del autor.

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