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Literatura

La librería Lello e Irmão, en Oporto

Reconocida como una de las más hermosas librerías del mundo, la autora de la saga de Harry Potter estuvo allí y ahora sus seguidores visitan el lugar como curiosos.

Madrid

Cumple cien años y una década de edad, y la conozco desde el siglo pasado, cuando todavía no habían llegado allí las hordas de Harry Potter. Entonces me avisaron de que arriba, en lo alto de la ciudad, existía una librería maravillosa a la cual podría llegar guiándome por la Torre de los Clérigos. Yo acababa de cruzar el océano, llevaba días sin dormir y tuve que dejar la maleta sin abrir en el apartamento junto al río porque ya nos servían una cherna de la que iban a cederme, en señal de bienvenida, el mejor de los bocados: la cabeza. Exquisita, la alabé, y enseguida me advirtieron que en portugués estaba tildándola de extraña o rara: esquisita. Así que en adelante tendría que tener cuidado con el falso parecido que guardaran las palabras.

Ah, pero la librería sí que es maravillosa, me dijo la cabeza de pez en una lengua que no era ni español ni portugués. Maravillosa maravillosa, dijo. Por lo que fui enseguida y comprobé que ese era, al menos hasta mi última visita del verano pasado, el gran problema de Lello e Irmão en tanto tienda. Que quien la visitaba se quedaba pasmado nada más entrar y no importaba cuán acuciante fuera la búsqueda del título que lo llevara hasta allí ni lo que encontrara en aquellos estantes, porque ante lo imponente del local todo quedaba olvidado. La gente de la caja, dispuesta nada más entrar a la derecha, tenían que empujar cortésmente al recién llegado hacia el interior con tal de mantener despejado el camino a algún posible comprador que quisiera acercarse. El problema de Lello e Irmão era que su belleza interfería, para mal, en las ventas.

Aunque hay que reconocer que tampoco el propietario parecía ponerle mucho empeño. Porque si de veras aquella era la librería más hermosa de Portugal y puede que del mundo, en la misma ciudad podrían encontrarse negocios más modestos con mejores surtidos. Caros libros de arte ocupaban las primeras mesas, invariablemente con imágenes de azulejos en sus portadas. A la derecha, volúmenes dedicados al río Douro y a la historia local. Fernando Pessoa en su idioma original y en traducciones. Estaban las novedades internacionales puestas en portugués, libros infantiles, un montón de guías de viaje y, al fondo, una carretilla de rebajas. Y la escalera.

Lello e Irmão era por sobre todo aquella escalera que terminaría por atraer a la hordas de Harry Potter. Ahí estaba, después del detenimiento en el umbral, para un pasmo mayor todavía. Para quedarse embobado en uno de sus descansos viendo fluir bajo los pies aquellos peldaños color suela Louboutin, que corrían, eran represados y volvían a correr. De allí habría salido la cherna que hablaba servida en el plato. Bajo la rica vidriera del techo, la escalera de Lello e Irmão era licuescente. Una escalera de sueño o de Escher. Pero arriba, ¿qué aguardaba a quien subiera? Un surtido todavía más pobre en los anaqueles, una cafetera y un par de mesas donde no recuerdo haber visto sentado a nadie. Pretextos solamente, no demasiado verosímiles, para emprender el viaje hasta la segunda planta.

Luego de haber vivido un año en la ciudad, a la orilla del río y junto al puente Dom Luís I, seguí con la costumbre de regresar, casi siempre en verano. Me hice el propósito de tratar a Lello e Irmão como si fuera una librería común. Me obligué a encontrar siempre en ella un título apetecible. Y empecé a reunir, compradas allí de tomo en tomo y de viaje en viaje, toda la poesía de Sophia de Mello Breyner y de Eugénio de Andrade. Aunque de ambos existía obra completa en un solo volumen, yo iba a coleccionarlos en títulos sueltos. Sophia de Mello Breyner y Eugénio de Andrade constituían, más allá del amor de lector que les profeso, mi recurso contra la mera escalera.

También saqué de allí una obra a la que he vuelto a menudo: Portugal, Razão e Mistério, de António Quadros. Un compendio de mitología imperial en el cual aparecen las presunciones de un pasado templario, la desocultación de la Atlántida, la fundación mítica de Lisboa por Ulises y la promesa de que el rey Sebastián caído en la batalla de Alcazarquivir volverá sin importar que hayan transcurridos los siglos. Metido en esa suma de neblinas del origen y del fin del mundo conocido, a veces he llegado a conjeturar cuánto odiaría un libro así de haber nacido portugués y, sin embargo, cuánto me deleita. No conozco otra obra tan merecedora de haber sido encontrado en una Lello e Irmão imperial y mitológica.

Pero el año pasado, siguiendo uno de los ritos del verano, volví a Oporto y a la librería para descubrir que ahora resultaba imprescindible pagar entrada. La autora de la saga de Harry Potter estuvo por allí, metió la escalera en esos libros suyos y ahora sus seguidores visitaban el lugar como curiosos. Eran numerosísimos, tal como alcancé a ver. Hacían cola en la acera de enfrente, ante un quiosco de venta de entradas. Gente venida de todas partes, traían niños en sus cochecitos porque todo el mundo quería ver la escalera de Harry Potter.

El precio de la entrada era de tres euros, que serían descontados de cualquier compra que se hiciera adentro. Muy difícilmente podría estarse a solas ya en uno de los descansos de la escalera que, si seguía fluyendo como fluye desde hace un siglo y una década, lo hacía ahora con demasiada gente dentro. La cola de enfrente vendría a ocupar todos sus escalones y a mí, por descontado, no se me ocurrió entrar. Me dije que era tan viejo que había estado allí cuando no venía casi nadie. E igual que suele hacer cualquier turista, desdeñé a los demás por serlo. Turistas eran únicamente los demás. Turistas y el infierno.

Aunque, ¿qué pretendía? ¿Llegar alguna vez para encontrarme la librería cerrada para siempre? ¿Visitarla reencarnada en un bar? Al doblar de la esquina, las viejas tiendas de manteles bordados a mano de la calle París habían terminado por convertirse en bares. No era de lamentar, me gustaba la calle que hacían ahora, le daban un aire de calle de Balthus. Y, gracias a Harry Potter, Lello e Irmão había llegado a resolver el problema que detectara en mi primera visita y empezaba a sacar réditos de su tanta belleza.

Seguramente la afluencia de turistas duraría más que la moda de Harry Potter, si es que Harry Potter no resultaba inmortal. Y, sentado en la terraza de uno de los bares de al doblar, calculé que nunca más volvería a entrar en aquella librería y también que valdría la pena darse una vuelta por esos bares nuevos cuando se hiciera de noche, algún otro día.


Este artículo fue escrito a petición del suplemento Ñ, de Clarín. Se reproduce con autorización del autor.

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