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Política

Memorias mutiladas

¿Cómo son reivindicados en La Habana algunos escritores del exilio? Los casos de Jorge Mañach, Guillermo Cabrera Infante, Jesús Díaz y Guillermo Rosales. Y el Premio Nacional de Literatura y el exilio.

Princeton

La guerra de la memoria que, hace veinte años, tras la caída del Muro de Berlín y la descomposición del campo socialista, veíamos instalarse en la cultura cubana, ha llegado, finalmente, a su fase irregular. Lo que entonces era imaginado como la confrontación de dos bandos —dentro y fuera, Isla y exilio, Revolución y Contrarrevolución, comunismo y anticomunismo— está viviendo una acelerada diseminación, que multiplica los ejes del viejo conflicto y rebaja el volumen de los discursos en pugna. Hoy se reivindica a autores exiliados en la Isla y se reconocen a artistas de la Isla en el exilio, pero también se lavan expedientes oficiales u opositores y se mutilan biografías incómodas.

En los últimos años se han producido, en la Isla, intervenciones críticas sobre la literatura y el pensamiento de figuras del periodo republicano, como Jorge Mañach, o sobre escritores emblemáticos de la Revolución a principios de los 60 y hasta fines de los 80, que luego se exiliaron y se opusieron al gobierno cubano, como Guillermo Cabrera Infante y Jesús Díaz, que superan los tanteos reparadores de los 90. El impulso de reivindicación de marginados, reprimidos y olvidados se ha movido en el tiempo y ha impactado los debates sobre la implementación de la censura en los 60, el dogmatismo cultural de los 70, las UMAP, la homofobia, el éxodo de Mariel, la neutralización del postmodernismo de los 80 y la diáspora de los 90.

En las líneas que siguen, me propongo comentar algunas de esas intervenciones con el propósito de contribuir a la visibilidad que, con frecuencia, se les escamotea. Me interesa también localizar las reacciones oficiales a ese avance del discurso reivindicador, que se abre paso dentro y fuera de la Isla. Incluso en el oficialismo es posible advertir las mutaciones propias de una política cultural que dice suscribir los valores del pluralismo y la diversidad, pero que no renuncia a preservar e imponer el binarismo "revolución/contrarrevolución", como mecanismo de control del campo intelectual.

Lo que falta por decir

Desde los 90, el debate en torno a la reivindicación de figuras olvidadas o estigmatizadas en la cultura cubana ha adolecido de dos manías: la edición selectiva y el ocultamiento del proceso de estigmatización. De Jorge Mañach, un intelectual público sin el cual no se puede narrar la historia cultural cubana entre los años 20 y 60, se reeditaron la biografía Martí, el Apóstol (Ciencias Sociales, La Habana, 1990) y una antología de sus ensayos más conocidos, en 1999, por Letras Cubanas, reunida y prologada por Jorge Luis Arcos.

A este rescate editorial selectivo, siguió, como siempre sucede, un asedio crítico que se internó en zonas más complejas de la recepción intelectual, con volúmenes como Mañach o la República (2003) de Duanel Díaz o el provocador ensayo "Sin hacer del monte orégano. Jorge Mañach en la filosofía cubana" (2007) de Félix Valdés García, aparecido en la revista Temas.

Valdés García iniciaba su ensayo con esta afirmación: "siempre he notado que sobre Jorge Mañach quedan cosas pendientes por decir, que es buscarruidos mencionarlo entre un público interesado en temas de la cultura y el pensamiento cubanos". Varios investigadores de la Isla (Ana Cairo, Jorge Domingo, Luis Sexto, Marta Lesmes, Salvador Arias, Pablo Guadarrama, María del Rosario Díaz, María Elena Capó…) se han sumado a la recuperación de Mañach, aunque ninguno ha acompañado sus aproximaciones de un relato mínimo del "vilipendio"  o la "satanización" sufridos por el autor de Historia y estilo, para usar los términos de Domingo y Sexto.

La aparición del volumen, Más allá del mito. Jorge Mañach y la Revolución Cubana (2012), de Rigoberto Segreo y Margarita Segura, fue celebrada en medios oficiales, como Juventud Rebelde y Cubadebate, la página electrónica del Partido Comunista, como ese "decir lo que faltaba".

Dos motivos comunes en esas vueltas a Mañach son la revaloración de su liderazgo en la Revista de Avance y el vanguardismo cultural de los 20 y 30 y la aceptación de su respaldo a los asaltantes al cuartel Moncada, a la oposición pacífica y violenta al régimen del 10 de marzo de 1952 y al gobierno revolucionario, entre enero de 1959 y el verano de 1960.

Durante décadas, el "vilipendio" y la "satanización" de Mañach, alentadas por viejos intelectuales comunistas o marxistas (Alejo Carpentier, Juan Marinello, Mirtha Aguirre, José Antonio Portuondo, Raúl Roa…), por los jóvenes jacobinos de Lunes de Revolución y por flamantes burócratas de la cultura, se basaron en un escamoteo de su papel en Revista de Avance y en la Revolución del 33, en la presentación de su liberalismo y su republicanismo como "conservadurismo" o "reacción" y en el ocultamiento de su apoyo inicial a la Revolución.

En el libro de Segreo y Segura esos escamoteos desaparecen, pero se movilizan otros. Los autores comentan detalladamente los artículos políticos de Mañach, entre 1952 y 1960, en Diario de la Marina y Bohemia —textos que han sido estudiados fuera de Cuba por investigadores que, naturalmente, ellos no citan— y concluyen que la actitud de Mañach fue coherente, al apartarse de la Revolución y exiliarse en Puerto Rico. La coherencia estaría dada por un "conservadurismo" o un "anticomunismo", que explicarían su rechazo al giro socialista en la Isla. Ambos términos son, como sabemos, cuestionables: el primero porque entra en contradicción con la filosofía profundamente liberal y republicana de Mañach y el segundo, porque no se ajusta a la realidad.

Mañach nunca fue comunista, pero tampoco fue anticomunista, si por anticomunismo se entiende lo que quería decir a mediados del siglo XX: el rechazo a la existencia del comunismo como partido político y/o corriente intelectual. Mañach fue un gran admirador de José Carlos Mariátegui, a quien dedicó el mejor ensayo, para mi gusto, del homenaje de Revista de Avance al marxista peruano, y se interesó por el pensamiento de intelectuales bien ubicados en la izquierda occidental como Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Edmund Wilson o Lionel Trilling. Pero como el liberal y el republicano que fue, Mañach pensaba que la existencia de un gobierno representativo y de una dotación amplia de libertades públicas y derechos civiles y políticos eran premisas indispensables de cualquier democracia. El abandono de esas premisas, en la Cuba del verano de 1960, hizo insostenible su permanencia en la Isla.

Al presentar el liberalismo y el republicanismo de Mañach como "anticomunismo", estas recuperaciones mantienen viva la segregación de ciertas tradiciones ideológicas del pasado y el presente de Cuba. La memoria opera, por tanto, de manera desdoblada o farisaica, asumiendo como reivindicación lo que, en realidad, es una nueva forma de subvaloración. No es raro que ninguno de esos autores comente, por ejemplo, los múltiples artículos en los que, desde Bohemia, Mañach cuestionó la supresión de libertades, entre el verano y el otoño de 1960, y los pocos, pero igualmente decisivos, que llegó a escribir para Bohemia Libre desde San Juan.

No hay, en cualquiera de esos libros o ensayos, un debate sereno y equilibrado, aunque sea crítico, del apoyo de Mañach a la invasión de Bahía de Cochinos, en abril de 1961, ni glosas del proyecto democrático que defendió en su libro póstumo, Teoría de la frontera. Luego de más de medio siglo, las últimas ideas políticas de este intelectual cubano son silenciadas, poniendo en evidencia que la reivindicación de un "Mañach revolucionario" es incompatible con el reconocimiento de la legitimidad de cualquier oposición, violenta o pacífica, en el pasado o el presente de Cuba.

Locura y exilio

Si las reediciones y revaloraciones de clásicos de la República, como Jorge Mañach, Enrique Labrador Ruiz, Gastón Baquero, Eugenio Florit, Lino Novás Calvo, Carlos Montenegro o Lydia Cabrera, describen un avance del revisionismo en la historia intelectual, la relectura, menos extendida, de autores emblemáticos de la primera etapa de la Revolución, luego opuestos al gobierno cubano, como Guillermo Cabrera Infante, se acerca más claramente a la demanda de pluralismo ideológico, al menos, en el debate historiográfico.

Junto a otras intervenciones tangenciales, la mayor apuesta por un regreso de Guillermo Cabrera Infante a la esfera pública de la Isla ha sido realizada por los jóvenes investigadores Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco, en un par de volúmenes recientes: Sobre los pasos del cronista. El quehacer intelectual de Guillermo Cabrera Infante en Cuba hasta 1965 (Unión, La Habana, 2010) y Buscando a Caín (ICAIC, La Habana, 2012).

El primer volumen preservaba pautas de la lógica del rescate intelectual, dentro de la Isla, como ceñirse a la producción literaria o periodística de Cabrera Infante antes de su salida de Cuba o la falta de referencias y citas adecuadas a estudiosos de la obra del autor de Tres tristes tigres, que viven en el exilio. Pero, ciertamente, la empresa de Velazco y Mirabal implicó una reubicación bastante completa de Cabrera Infante en la cultura cubana de los 50 y principios de los 60. Los autores recorrieron, en detalle, el paso de Cabrera Infante por Carteles y Bohemia, Orígenes y Ciclón, su relación con el viejo comunismo y el 26 de Julio, la fundación y dirección de Lunes de Revolución, Ediciones R, la primera Cinemateca de Cuba y la censura de PM.

Ya en Sobre los pasos del cronista era evidente que Mirabal y Velazco habían aprovechado una red de testimonios de intelectuales exiliados vivos, que fueron amigos de Cabrera Infante, como Orlando Jiménez Leal, Fausto Canel, Matías Montes Huidobro, José Lorenzo Fuentes, Nivaria Tejera o Edmundo Desnoes. La reunión de esos testimonios en el segundo volumen, Buscando a Caín, junto a otros, generalmente discordantes, de intelectuales residentes en la Isla, también amigos de Cabrera Infante, como Harold Gramatges,  Pablo Armando Fernández, Graziella Pogolotti, Antón Arrrufat, César López o Abelardo Estorino, escenificaba una batalla por el lugar del escritor en la memoria, que quebraba viejas interdicciones, pero todavía fijaba estereotipos.

Para los amigos exiliados y para los propios Velazco y Mirabal, Guillermo Cabrera Infante era inconcebible sin su obra escrita fuera de la Isla, entre 1965 y 2005, o sin su posicionamiento público en contra del sistema político cubano y, específicamente, del gobierno de Fidel Castro. La mayoría de los testimoniantes de la Isla evitaba rigurosamente cruzar la frontera de 1965, borrando cuarenta años de exilio y lo fundamental de la obra literaria de Guillermo Cabrera Infante. Quienes recordaban al exiliado, desde la Isla, no daban importancia a la oposición de Cabrera Infante al establecimiento de un régimen de partido único, ideología "marxista-leninista" y estatalización de la economía y la sociedad, que a un intelectual antiestalinista, como el director de Lunes de Revolución, tenía que provocarle rechazo. El resentimiento, el machismo o la locura podían ser argumentos de mayor peso, que cualquier idea política, en aquellas evocaciones.

Esta memorialización del exilio como psicopatología reaparece en un siguiente volumen de Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco, titulado Hablar de Guillermo Rosales (2013), editado recientemente en Miami. Aquí también se escenifica una reyerta por la memoria, pero no tanto entre testimoniantes de la Isla y el exilio como entre los compiladores del volumen, que en el ensayo introductorio "Guillermo Rosales, un arcano", llaman a una reconstrucción lo más completa posible de la poética y la política del autor de El juego de la viola y Boarding Home, y varios de sus entrevistados, que prefieren evocar, centralmente, al Guillermo Rosales de la revista Mella y enmarcar la vida y la obra del escritor en el exilio dentro de un largo episodio de enajenación y locura, que culminó en su "fracaso" y su suicidio.

Víctor Casaus asegura que "la tragedia" de Guillermo Rosales fue "su no realización", que "su obra no llegó a cuajar". Podría pensarse que se trata de un juicio estético, pero en realidad es un juicio político: la obra no cuajó porque, según Casaus, Rosales "no fue alguien con una obra conocida". El veredicto de Eliseo Altunaga también es tajante: "él no triunfó. La mala suerte existe". Félix Guerra, Silvio Rodríguez, Silvia Rodríguez y Emilio Herrera prefieren recordarlo como un genio loco. Rosales, según ellos, no era revolucionario ni contrarrevolucionario, era una "personalidad esquizo o neurótica" —términos contradictorios que los entrevistados usan alegremente— o "desapegada", que se perfiló en reacción al conflicto con el padre y la familia, no con la sociedad o el Estado.

Norberto Fuentes es, tal vez, el único que le da importancia al medio social y político en la formación de la locura de Rosales, pero el medio al que se refiere no es el de la Cuba totalitaria sino el del Miami anticastrista: al escritor, según su amigo, "le sucedió lo que a todo el mundo en el exilio: se quiso hacer gusano por oficio". 

Afuera o después de la Revolución

La mutilación de la memoria se ha convertido en una necesidad discursiva del proceso de recuperación de autores republicanos y exiliados en el campo intelectual de la Isla. Una necesidad determinada por el hecho de que esas recuperaciones, para circular sin mayores obstáculos, deben suscribir el apotegma de la política cultural oficial, que todavía remite al "dentro de la Revolución todo, contra de la Revolución nada" de Fidel Castro.

Dado que sigue siendo inconcebible un afuera racional de la Revolución, la ruptura con el gobierno cubano de autores como Jorge Mañach, Guillermo Cabrera Infante o Guillermo Rosales no puede ser plenamente documentada o debe ser atribuida, no a ideas o a convicciones, sino a equívocos, delirios y frustraciones.

Es persistente en esas memorializaciones a medias, la imagen, rígidamente binaria, de que la oposición o el exilio representan siempre un "cambio de bando". Visión obsesivamente polarizada del campo intelectual y político que tuvo sentido durante la Guerra Fría, pero que no siempre es aplicable a los exiliados y opositores de los últimos veinte años. Si en tiempos de los exilios de Mañach, Cabrera Infante y Rosales, romper con el Gobierno e irse de Cuba era apostar al anticomunismo y al anticastrismo de la Guerra Fría, después de 1992, el exilio y la oposición han sido para muchos plataformas de demandas de una transición a la democracia con elementos reformistas, que era minoritaria entre los 60 y los 80.

Aquella idea de la democratización cubana surgió en el contexto de las transiciones de Europa del Este y América Latina y, desde un inicio, no se asumió como "contrarrevolución" o "anticomunismo", ya que muchos de sus promotores habían sido revolucionarios y socialistas que, treinta años después, pensaban que el sistema político cubano estaba agotado y debía reformarse.

Las dificultades de recuperación, en la Isla, de la obra intelectual de ese tipo de exiliados, en las dos últimas décadas, puede personificarse con Jesús Díaz. Recientemente, el poeta, narrador y crítico Guillermo Rodríguez Rivera, desde el blog de Silvio Rodríguez, aprovechó un artículo en que objetaba los dos últimos Premios Nacionales de Literatura, concedidos a Leonardo Padura y Reina María Rodríguez, para demandar el rescate editorial de dos novelas de Jesús Díaz. No de toda la obra publicada de Díaz, que no requeriría de ningún esfuerzo editorial por parte del Estado para ser puesta en circulación en la Isla —el Instituto Cubano de Libro, si quiere, puede llegar a un acuerdo con las editoriales Anagrama, Destino o Espasa Calpe para permitir la venta, en Cuba, de las cinco novelas que ese importante escritor publicó en el exilio—, sino solo de dos: Las iniciales de la tierra y Las palabras perdidas.

¿Por qué solo esas dos? Porque ambas fueron escritas en la Isla, antes de que Díaz se exiliara y se opusiera al gobierno cubano, primero, desde Berlín, y luego, desde Madrid, donde fundó en 1995 la revista Encuentro de la Cultura Cubana. Según Rodríguez Rivera, esas novelas —a las que llama "la más importante de la Revolución" y  una "juguetona y trágica obra maestra"— deben rescatarse porque fueron escritas antes de que su autor "decidiera abandonar el país y la Revolución".

Rodríguez Rivera habla en primera persona del plural, como juez y parte del poder editorial que decide a quién publicar y a quién no: "si hemos publicado textos de exiliados como Jorge Mañach, Lino Novás Calvo y Carlos Montenegro…, creo que es imposible no reeditar obras como Las iniciales de la tierra…"

La frase es precisa: en Cuba se han publicado "textos" de esos autores del exilio porque toda la obra de los mismos —incluyendo la rica ensayística política de ellos tres y, también, de Jesús Díaz— es impublicable por haber sido escrita en el afuera o el después de la Revolución.

En un segundo artículo sobre el tema, también aparecido en el blog Segunda Cita, Rodríguez Rivera cuestiona la propuesta de Carlos Velazco y otros jóvenes intelectuales de la Isla de que el Premio Nacional de Literatura comience a ser concedido a escritores del exilio.  Según Rodríguez Rivera, la idea es cuestionable, entre otras cosas, porque los principales autores del exilio ya murieron. Los que aún viven (José Kozer, Nivaria Tejera, Manuel Díaz Martínez, José Triana, Octavio Armand, Abilio Estévez, Orlando González Esteva, Gustavo Pérez Firmat, Néstor Díaz de Villegas, Zoé Valdés, Rolando Sánchez Mejías, Antonio José Ponte, José Manuel Prieto…), casi todos mayores de 50 años, carecen de valor o tienen, como Rosales, la gran limitación de "no ser conocidos". Como si el desconocimiento de esos autores y sus obras, en la Isla, fuera un evento natural, condicionado por la calidad literaria, y no por la existencia de un Estado que controla rigurosamente lo que se edita y lo que, solo a través de una edición estatal, tiene derecho a circular.

El fariseísmo de lo 'extra-literario'

No es extraño que el artículo donde Guillermo Rodríguez Rivera cuestionó los dos últimos premios nacionales de literatura, fuera reproducido en Cubadebate, la página electrónica del Partido Comunista, ni que el exdirector del Instituto Cubano del Libro, Iroel Sánchez, uno de los principales promotores de la sostenida campaña de descrédito contra Jesús Díaz en los medios oficiales de la Isla, lo elogiara en su blog. Sánchez daba la razón a Rodríguez Rivera, cuando este afirmaba que Las iniciales de la tierra era la "más importante novela de la Revolución" y agregaba que, aunque el autor "se había sumado a los que cambiaron de bando en el momento más duro", "nada de lo que hizo contra la Revolución le quitaba grandeza, valor y vigencia" a aquella novela, escrita en los 70 y publicada en 1987.

La lectura de Sánchez es otra evidencia más del fariseísmo que, a veces, se apodera de las operaciones de rescate editorial en Cuba. Quienes han defendido por décadas la idea de una literatura "revolucionaria", en la que las políticas y las poéticas no estén desligadas de una autoría, proponen ahora, abiertamente, mutilar la biografía de un autor, salvando lo que consideran "revolucionario" del mismo y decretando, desde supuestos criterios estéticos, el olvido o la subvaloración de toda su literatura disidente.

Poco importa que el propio Díaz, desde Las iniciales de la tierra, una novela censurada por más una década, prefiriera narrar la Revolución como un fenómeno de su pasado y se abriera, a partir de su siguiente novela, Las palabras perdidas, a la crítica del presente totalitario. Una crítica de su presente que, en muy pocos años, le valió la estigmatización pública de los mismos que lo elogiaban en La Habana de fines de los 80 y que hoy se proponen "rescatarlo", domesticado.

Intervenciones como estas, que intentan modular la presión que ejercen las nuevas generaciones de historiadores y críticos de la Isla, a favor de una plena circulación de la literatura del exilio, ponen al descubierto la médula farisaica de la política editorial cubana. Cada vez es más frecuente escuchar, entre los gestores de esa política, el argumento de que lo "extra-literario" no puede dominar el mercado y la crítica literarias. Pero es que lo extraliterario ha sido siempre constitutivo de todas las literaturas del orbe y nunca ha dejado de serlo en una literatura, como la cubana, caracterizada por fuertes politizaciones gubernamentales o exiliadas, oficiales o autónomas.

La protesta contra lo "extra-literario" en el campo literario de la Isla no es más que el subterfugio para la imposición de una sola política en la esfera pública y, sobre todo, en la circulación y reproducción de las ideas. El fariseísmo editorial, en Cuba, se basa en una falsa coartada: la de que no toda la literatura exiliada puede ser publicada en la Isla porque los dueños de los derechos de autor de esa literatura no aprobarían una edición estatal.

Lo falso de la coartada no es que los herederos se opongan a que algunas obras y autores del exilio sean editados por el mismo Estado que los calumnió durante décadas. Lo falso es que una edición estatal sea la única manera de poner la literatura exiliada al alcance de los lectores de la Isla. Basta con que el Estado autorice la venta de las grandes obras del exilio, editadas fuera de la Isla, o que libere el uso de internet, para que buena parte de la mejor literatura del exilio llegue a la ciudadanía insular.

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