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Literatura

De José Triana a Virgilio Piñera: una amistad sin reservas

Un poema inédito de José Triana recorre todas las estaciones de esa amistad entre escritores.

París

Primer acto

José Triana conoció a Virgilio Piñera en Santiago de Cuba. En ese entonces era estudiante del Instituto de Santiago de Cuba y sus profesores Beatriz Maggi y Ezequiel Vieta, recién llegados de Nueva York, invitaron al autor de La isla en peso a la capital de la provincia de Oriente.

Virgilio ofrece una charla en la Universidad y sus anfitriones, entusiasmados por unos poemas que había escrito Triana, desean que ambos se conozcan. En ese Santiago tan perdido y tan encontrado como García Lorca en su célebre poema, Virgilio siente deseos de sacudir (y sacudirse) el provincianismo de la Cuba del interior.

Triana lo lleva a visitar la catedral. Allí mismo, entre sus columnas de un neoclásico titubeante, y ante un joven que apenas acababa de balbucear sus primeros versos, el irreverente invitado se pone a cantar, se remenea, da pasitos de ballet mientras canta El cuarto de Tula.

Ese fue el Virgilio —sacrílego y maravilloso, aunque también agresivo— que conoció primero.

Segundo acto

Llegan los años de ver mundo. Triana viaja a Nueva York, luego a Madrid donde está instalado ya en 1954. Entretanto, Virgilio cosecha éxitos en Argentina. Los ecos de su obra trascienden hasta la península. Allí recibe Triana Los siervos y hace lo imposible por llevar la obra a las tablas.

Lo acompañará en ese empeño la actriz Carmina Santos, bajo la dirección de los teatristas José Moraleda y Aitor de Goiricelaya. La pieza será montada por el grupo de teatro Dido para el cual Triana ha trabajado ya en la puesta de La comedia de las equivocaciones, de Shakespeare. Aquel segundo Virgilio que explora ahora es el del ingenio y talento desbordantes.

Las cartas con consultas y respuestas cruzan de un lado a otro el Atlántico. Gracias a ese intercambio epistolario aflora una nueva faceta del escritor que Triana desconocía. Virgilio será también el conspirador, quien hace que aparezcan publicados los poemas de Triana, junto a los de otros cinco jóvenes poetas (Severo Sarduy y Rolando Escardó, entre ellos), en uno de los números de Ciclón, la revista financiada por José Rodríguez Feo.

Tercer acto

Ha triunfado la revolución. Como muchos intelectuales cubanos dispersos por el mundo, Triana regresa a la Isla atraído por cantos de sirena. Virgilio está de vuelta también. Hay conciliábulos en casa de Rodríguez Feo. Ya la bronca entre José Lezama Lima y el expropiado terrateniente es cosa del pasado. Ahora se vive a ritmo de otro tiempo.

Son años de febril actividad, de temores, también de miedo. Poco a poco se van perfilando las fronteras, van cayendo las cortinas y esfumándose las ilusiones. Aflora un Virgilio jugador nato, aficionado a las cartas.

"Su casa de Guanabo era lo que se llamaba entonces un garito. Allí iba a jugar mucha gente: Zaida (una hija de millonarios de la Cuba de otros tiempos, empedernida jugadora y amante de un hombre bello que le daba escándalos mientras la pareja caminaba por la Avenida de los Presidentes, en El Vedado), no falta nunca, también Julio Matas, Luis Lastra, Antón Arrufat, Rolando Escardó ... Al 'garito' de Virgilio se llegaba a las 11 de la mañana y a veces nos agarraba la una de la madrugada jugando, hablando, hasta echando pestañazos. ¡El entra y sale de gente era constante!", rememora Triana.

Aquel era otro Virgilio. El que se refugia en los amigos, en la conversación y en las ilusiones de la mesa de juego. El que intenta dar la espalda al ruido exterior, a las marchas, a los uniformes, a las trompetas finales de la revolución y, por qué no, al miedo.

Coda

Del pasado van quedado pocas cosas. A veces hay reuniones en el cálido hogar de Olga Andreu. Muchos se han ido, otros optan por refugiarse en el silencio. El mundo se ha acabado. Virgilio y Triana han sido "ubicados" en la Imprenta 8 del Instituto Cubano del Libro. El trabajo era un castigo, pero le revela otra dimensión, un universo del que lo ignoraba todo.

Para Virgilio empieza el fin interminable, pantanoso, los años oscuros de la década de 1970. Y su muerte acaba por llegar un buen día, cuando en realidad ya no asombraba a nadie. En el recuerdo de Triana hay una tarde de 1979 y un entierro que rompe la monotonía del trópico, una velada a la que asisten muy pocos.

Su muerte devuelve la imagen del hombre que siempre vivió solo. Es el último de todos los Virgilio el que ve ahora del otro lado de la tapa de su féretro: el hombre maltratado, el de una obra inusual e inaceptable según el canon cubano, el de su grandeza incomprendida.

"Algo me hizo pensar que en ese instante Virgilio recibía su último castigo por la furia, por la tanta furia, con que se empeñó siempre en ser un hombre eminentemente libre y extraordinario", recuerda Triana antes de extendernos este poema que ha escrito hoy a la memoria de su buen amigo:

 

Sonata de un violín desafinado para Virgilio Piñera

Me encanta la idea de dedicarte un poema
distinto a lo que escribo.
Aireando las mismas virtudes y defectos,
las mismas inseguridades y los mismos miedos
como una campana rota y militante.
como una amistad honda, sin reservas,
como tú bailando y tarareando en los pasillos
de la Catedral de Santiago al mediodía, exaltado,
"la tía Tula, que me den candela".

No busco engrandecerte ni disminuir el curso
de tu trayectoria única, hecha de sacudimientos,
traiciones y lealtades, de vértigos e inquisiciones
de palabras escogidas desde el fondo, del fondo
de ese laberinto que anubla y embellece,
cuyo nombre ignoramos.
No voy a discernir qué impulso o qué fiebre
de frío carapacho y melancolía
entorna ese desdén de La carne de René
quizás un acto de venganza y de piedad
contra los infundios de Cárdenas y Camaguey.

Aire y fuego, fuego y aire, qué sofoco,
es un martirio andar por esas calles, dice tu hermana,
ardidas por el sol de la mañana, innoble,
repite tu padre y se queda mudo
mirando mariposas entre nadie
detrás del arco iris, irrepresentable,
de ahora y de ayer y tal vez de siempre
con la impresionabilidad de un niño.

Me mostraste las formas y la fuerza de un texto
en sus gradaciones especulativas y sentimentales.
Cosa rara, en verdad. Diría, sí, casi inaudita...
No solías hacerlo, no lo hacías,
aunque quizás de otro modo
una fiesta se abre, una fiesta se cierra.
No convoco las rondas del misterio
que entrampa y domina, sin embargo supongo
que esa puerta incógnita, esa puerta intangible
es el eco que guardabas celosamente
de tu vida anterior en Buenos Aires.

Me enseñaste, lo digo sencillamente,
la insobornable creencia en el poema
de la vida que agita en las palabras,
el tesoro, la fiesta, lo increíble fungiendo
de creíble marioneta, mares tumultuosos
y diáfanas riberas, tú me enseñaste el pobre
habitáculo, el artificio del artificio
que puebla los jardines de la inteligencia.

Nos unía la mediocridad provinciana y el desorden.
Fríos los lazos, frío el hallazgo,
fría la conversación y su estridencia
malvada, estamos en el puerto e ignoramos
los vértigos del reloj, la diáfana claridad
de la atardecida en el plato de garbanzos
y los panes humedecidos de viejos.
Calvert Casey podría llegar de un momento a otro
bamboleando la crítica de Aire frío
entre folios amarillos desasosegados.
Una victoria tuya indiscutible.
Tu obra rozando la verdad de cada día.
¡Ah, el fervor de verdad y del escándalo,
la sierpe de las confidencias y el vacío,
las dudas, los desconciertos y ciertas torpezas!
Somos tan inmaduros como las hipérboles.

Juan, mi sobrino, vino a verme el miércoles
y caía un chubasco de padre y señor mío.
Yo me contemplaba en el armario de muecas,
mientras discutíamos de las avispas de oro,
de la creación del mundo y de las planicies bárbaras,
cuando un tercio de soldados llegó,
displicente y extraño mendigando favores
sexuales a los negros que limpiaban las calles.

Era domingo entonces, domingo luminoso
y me sacaba los dientes postizos,
contra las compuertas, contra las lámparas,
y Agamenón asestaba un salivazo
a la mujer desnuda de Manet en el cuarto atestado
de sillas y mesas y relojes anticuados,
vejados por el tiempo como rostros.
Yo me inclino y aventuro el poema festivo
que no he escrito. A dos pasos se miran
las calandrias y los cisnes perversos,
creando un manifiesto de músicas celestiales
y dados de anatemas y de concupiscencia.

Flora con su tacón jorobado muestra el camino,
a los cuentos y siluetas del teatro
indomesticable en su ardor de ser.
Era un tumulto que tratabas de ordenar a
tientas y tu discernimiento se quedaba
replanteando los signos
inconmensurable como la nada.

Zaida reparte las cartas desgastadas
por la maldita trampa del instante.
La viuda y el juez acomodaban sus teorías
ante el asesino displicente. Clitemnestra,
Orestes y Electra formaban un triángulo
de asedio y de herméticas alucinaciones.
—¿Quién está ahí, detrás de la puerta?
¿Quién ha osado romper el círculo?
Ni la madre enferma ni el padre timorato.
Quizás el hijo sepa de los dedos cruzados
o se apropie de la sabiduría de los ancianos
desdibujados en las calles y en las ánforas de los templos.

Maya y César te ofrecen un almuerzo en Las Ruinas,
entresoñando el estreno de Dos viejos pánicos
mientras Olga balbucea un enigma
y el cotarro se ahíta de palabras
en contra, silenciosas y baldías.
Tú superas la historia, la trasciendes
en el lúdico ensamble de El que vino a salvarme,
insidioso ejercicio de la fiesta,
negando la grandilocuencia y el desdén.
Entre luces ritmadas el afán de la muerte,
junto a Lezama entero, también casi sagrado,
y en el alba de espejos el alba de la vida,
generando victorias y descréditos.

No me acuerdo de más, no me acuerdo de menos.
Quiero acariciar tu frente en el féretro
y mi mano se esconde, se castiga, y se pierde.
Estoy esperando tu visita y tu crítica
semejante a sonidos de luceros,
y sé que tal vez nunca volveremos a vernos
o sí fragmentariamente en los sueños,
un libertario esquema de esperanza,
y entre borrones fielmente te alabo,
con la humildad de ser siempre a pedazos,
tu vida abraza el arte y la memoria.

 

José Triana

París, noviembre, 2013.

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