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60 años sin democracia

La Revolución es el espectáculo

Las barbas como distintivos, los comandantes como comediantes y espectadores de sí mismos. También sobre el tema: Madrigal, Díaz Infante, Ponte entrevista a Pettinà, Echerri, De la Nuez, García Freyre, Gutiérrez Tamargo, Ponte entrevista a Sadulé, Muñoz, Díaz de Villegas, Rodríguez Grillo, Rojas, Montaner.

Princeton

En el principio, la revolución fue maravilla; "un espectáculo grandioso" la entrada de los libertadores en la ciudad. "Abundancia capilar,condottieri, César Borgia, Renacimiento...", escribía Virgilio Piñera, encantado de encontrar en las calles de La Habana escenas de la leyenda bíblica y la gran pintura italiana.

En un siglo donde los grandes capitanes no eran ya concebibles, los barbudos venían a recuperar cierta epicidad antigua.  Piñera menciona un legendario episodio de la gesta napoleónica, la campaña de Italia. Pudo haber recordado, igualmente, las hazañas de Garibaldi junto a los soldados harapientos de Bento Gonçalves. El estilo de la revolución era definitivamente romántico.

"It was as if the ghost of Cortez [sic] had appeared in our century riding Zapata's white horse", señalaba Norman Mailer en su "Carta abierta a Fidel Castro". Crónicas, reportajes, poemas, testimonios aumentan la lista de reminiscencias: Robin Hood, bucaneros de Lafitte, bárbaros conquistadores de Roma…

La estampa desarrapada de los rebeldes se identificaba, desde luego, más con estos últimos que con los atuendos de la República romana, tan del gusto de los revolucionarios franceses. "El día dos de enero La Habana esperaba a sus barbudos, pero a diferencia de la atribulada Roma, los esperaba con los brazos abiertos", escribe Piñera en su crónica.

Extremando la metáfora, en Huracán sobre el azúcar Sartre hablará de la "invasión de Cuba por los bárbaros". A ese triunfo de los jóvenes barbudos que habían liberado a sus padres y rompían de una buena vez con el mundo caduco de estos atribuía el filósofo francés el "trastorno radical de las relaciones humanas" que él había presenciado en Cuba. La juventud era "una nueva barbarie" lanzada contra la "población civilizada y un tanto debilitada de la Isla". En la Revolución Cubana, la asociación de la barba con la rebeldía juvenil se consuma así como una de las marcas definitivas del radicalismo del siglo XX.

Hasta las primeras décadas del novecientos, barba y bigote eran índices de respetabilidad burguesa, en una sociedad que consideraba a la madurez como valor supremo. Stefan Zweig comenta en su autobiografía que en la época anterior a la Primera Guerra Mundial "ocurrió lo que ahora es casi increíble, o sea que la juventud constituía una traba para cualquier carrera, y la ancianidad una ventaja". Con la hecatombe de 1914, esos valores se invirtieron: antes sospechosa, a partir de los años veinte la juventud comenzaría a ser reivindicada.

Si en cuanto "idea" existía desde bastante antes, desde la Revolución Francesa (Desmoulins: "La juventud se enciende; los ancianos, por primera vez, no añoran el pasado, sino que se avergüenzan de él") y el Romanticismo (Michelet, Mickiewicz, Lord Byron), no es hasta bien entrado el siglo XX que la exaltación de la juventud se convierte en un fenómeno sociológico de primer orden, cuyo epítome vendría a ser la contracultura de los años 60. Curiosamente, estos estilos radicales rescatan la barba, pero otorgándole un sentido muy distinto al que tenía en el mundo conservador evocado por Zweig: ahora no es atributo del orden burgués, sino romántica protesta contra el establishment de los mayores.

El ejército liderado por Fidel Castro se integró en ese imaginario rebelde, mas con una importante diferencia. Aquí, nuevamente, los escritos de los intelectuales extranjeros que viajaron a Cuba en 1950 y 1960 resultan imprescindibles. En su "Saludo a la revolución americana de Cuba" (Nueva Revista Cubana, enero-marzo, 1960), Waldo Frank definía el sentido de las barbas en la Revolución por contraste con el de las barbas de los beatniks. "Aquellos —nuevos románticos— llevan barbas", escribe Frank. "Muchos de los jóvenes de Cuba también llevan barbas —símbolo del rechazo de una bien afeitada civilización de los negocios, ejemplificada por hombres vacíos como Nixon. Pero si ellos han dado el alto a nuestra cultura corrupta de Dinero y de Cosas, es porque están ocupados creando un mundo nuevo —humano— en Cuba."

Después de reconocer que lo que más lo conmovía de la Isla era que allí la juventud "ha tomado el mando", Frank añadía: "Y esta Juventud no necesita marihuana alguna para inspirar su coraje y para dar libertad a su amor". La idea es clara: como la marihuana, la barba es un signo de la marginalidad de la juventud rebelde en la sociedad de consumo; allí donde la juventud está en el poder la barba adquiere un sentido distinto: no ya la negatividad del rechazo, propio de la rebeldía contracultural, sino la positividad de la revolución.

Asimismo, Sartre contrapone las barbas de los cubanos a las de Saint-Germain-des-Prés. En Cuba, "son consecuencia de un voto: no afeitarse antes de la terminación de la guerra.[…] La cabellera y la barba crecían entonces en desorden y constituían un testimonio de que aquellos hombres estaban contra el orden". Tras el triunfo, su permanencia se explicaría por el vertiginoso ritmo de la revolución: es tanto lo que queda por hacer que no hay tiempo que dedicarle al afeitado. Ahora, las barbas testimonian esa vida en prestissimo que distinguía, para asombro de Sartre, a la Cuba de 1960.

En otro pasaje de su libro, el filósofo apuntaba, sin embargo, una interpretación algo distinta: "después de catorce meses en el Poder, aquellos jefes hirsutos desean seguir siendo a todos los ojos y en su verdad tales como se los vio entrar en la capital, extenuados por su victoria, cuando todavía no eran más que libertadores y se veía en ellos la negación triunfante de un orden riguroso, pero insoportable".

En mi opinión, justo esta voluntad de eternizar el momento de extrañamiento y fascinación que fue la entrada de los rebeldes en La Habana marca el punto en que, para decirlo en los términos de Sartre, la "revolución" no está ya controlada por la "rebelión". Cuando la barba, como el traje de campaña, se fijan y convierten en símbolos de poder. La barba y el uniforme verde olivo son índices de la "revolución congelada", ese régimen donde, en el intento de perpetuar ese momento original en que la parte destructiva y la parte creativa, la revuelta y la revolución aun eran indistinguibles, la cooptación de la soberanía popular ha producido lo que en el primer volumen de La critique des armes (1974) Debray llama "lo espectacular".

En uno de los pasajes claves de este libro escrito tras su prisión en Bolivia y la subsiguiente estadía en el Chile de Allende, Debray señala la consecuencia entre reificación revolucionaria y espectáculo: "le spéctaculaire" sobrevendría cuando la idea de "mise en action des masses ou action au sein des masses d’un noyau dirigeant identifié à elles est supplanté par l’idée d’une action sur les masses ou vers elles".

Lo espectacular consiste, entonces, en la alienación de la iniciativa revolucionaria de las masas, a las que se ofrece como espectáculo la fuerza de que se las ha privado; y ocurre cuando la sociedad de consumo ha inoculado a aquellos que supuestamente la combaten su propio virus, que es el de las imágenes. Ese había sido, según Debray, el paradójico destino de buena parte de la nueva izquierda norteamericana: "De la révolution vue en bande dessinée à la bande dessinée vue comme révolution, du scénario écrit sur telle ou telle révolution à la confection des scénarios comme nec plus ultra du travail révolutionnaire, le chemin est court qui va du réel au fantasme".

Media un abismo, desde luego, entre éste de la "crítica de las armas" y el Debray que en 1966, poco antes de partir a Bolivia, decía, con la seguridad de quien cree tener la historia de su parte: "Un periodista extranjero se extrañaba un día de ver tantos dirigentes comunistas en traje de campaña; creía que el 'battle dress' y el revólver pertenecían al folklore de la Revolución, una especie de afectación guerrera en suma. ¡Pobrecito! No era la afectación, sino la historia de la Revolución misma lo que tenía delante de los ojos, y ciertamente la historia futura de América" ("Charla con los estudiantes de La Habana"). Ese abismo era el fracaso de la guerrilla, que el filósofo francés atribuía en buena medida al capitalismo consumista, en lo que parecía una extraña inversión de la teoría del foco: en vez de expandirse como pólvora hasta conquistar el poder burgués, como habían previsto Guevara y el propio Debray, la "revolución en la revolución" había sido silenciosamente penetrada por la sociedad de consumo.

Radicalizando la crítica, habría que preguntarse, empero, si la espectacularización no estaba ya allí; si, para seguir con la metáfora de Debray, el virus, en vez de haber sido inoculado desde fuera, no era constitutivo. De hecho, aunque Debray no llega a afirmarlo, su crítica de la "metafísica de la vanguardia" propia del foquismo así lo sugiere: si el paso de la acción de las masas a la acción sobre las masas, que equivale al tránsito desde las masas como sujeto a las masas como objeto de la actividad política, es lo que origina el espectáculo, éste estaba ya en el guevarismo. En ese repertorio de "gestos" de la épica de los 60 al que se refería Roberto Bolaño en una entrevista, la "acción ejemplar" se confunde con la "acción espectacular", que constituye para Debray la caricatura de aquélla. Que el destino de Guevara haya sido el mismo que el de los Black Panthers no sería, entonces, traición o tergiversación de su "esencia" revolucionaria sino más bien consumación, cumplimiento. El espectáculo revolucionario es la revolución, o lo que es lo mismo, la Revolución es el espectáculo. 

La Revolución, gran teatro

A propósito, hay dos momentos de la visita de Sartre a Cuba particularmente reveladores: su encuentro con Guevara, desde luego, y la preinauguración del Teatro Nacional con una puesta de La ramera respetuosa. Uniformado como siempre, Castro asistió junto a Sartre y Beauvoir a la primera función en la Sala Cobarrubias, atrayendo la atención de los asistentes más que los propios actores sobre la escena.

"El público —que había agotado las localidades— al reconocer a Fidel entre los espectadores rompió a aplaudir demorando el comienzo del espectáculo", se lee un reportaje publicado en la revista INRA. Y Francisco Morín, quien dirigió la puesta, cuenta que durante la cena que tras la función ofreció el Comandante a Sartre, Beauvoir y algunos amigos cubanos entre los que estaban Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante y Miriam Acevedo, el filósofo dijo en un momento, no se sabe si con ironía: "On ne peut pas discuter les qualités histrioniques du Commandant. Nul doute, il est un grand comédien".

La Acevedo, por su parte, reproduce en un curioso testimonio publicado en Lunes ciertas preguntas que Castro le hizo aquella noche: "—¿Qué siente un actor sobre el escenario?— me interrogaba. —¿Qué siente si el público no le responde? ¿Pudiera en este caso seguir representando su personaje? ¿Perdería en calidad su interpretación?"

La ramera respetuosa había sido importante en la renovación del teatro cubano desde fines de la década del 40: junto con A puerta cerrada fue llevada a escena por la entonces recién fundada Academia de Artes Dramáticas en 1948 y, seis años después, el grupo Teatro Experimental de Arte la presentó en una pequeña sala del Vedado, con tanto éxito que se mantuvo durante cuatro meses en cartelera, lo que era todo un récord en Cuba. Pero en 1960 el contexto era muy diferente al de aquel "resurgimiento teatral" asociado al incipiente existencialismo de los años cincuenta. No se trata ya de salas pequeñas para un público vanguardista; lo que resurge teatralmente ahora es Cuba —"la Isla-Estrella con derecho a la representación de su drama en el vasto teatro universal", que decía Emma Pérez en un artículo de Bohemia. La Revolución es, ahora, el gran teatro que opaca o mediatiza a cualquier otra representación artística.

El encuentro con Guevara aparece, con pequeñas variaciones, en varios testimonios de intelectuales que visitaron Cuba en aquellos primeros años. Citemos a Claude Julien: "Es medianoche cuando se entreabre la maciza puerta y penetro en la guarida del diablo rojo. Él también prefiere ver a la gente de noche, porque así no lo molesta el teléfono. Su madriguera es el Banco Nacional, desde donde dirige prácticamente toda la economía cubana".

"El Che llevaba botas, uniforme de campaña y pistolas a la cintura. Su indumentaria desentonaba con el ambiente bancario de la oficina", contó en sus memorias Neruda, que también había sido citado a medianoche. En la insólita hora de la entrevista Sartre encontró, por su parte, otra evidencia del "culto a la energía" de los revolucionarios cubanos: "En aquel despacho no entra la noche: en aquellos hombres en plena vigilia, al mejor de ellos, dormir no les parece una necesidad sino una rutina de la cual se han librado más o menos.[…] En 1960, en Cuba las noches son blancas: todavía se las distingue de los días; pero es sólo por cortesía y por consideración al visitante extranjero".

Tanto Julien como Sartre atribuyen la deshora de la cita a razones prácticas: que no hubiera interrupciones, que Guevara había estado recibiendo gente el día entero, etc. Se trataba, sin embargo, de todo un golpe de efecto. Aquello no era, para decirlo en términos de Sartre, una simple "manifestación" de la energía, sino un calculado esfuerzo de significarla. La nocturnidad aumentaba el efecto de extrañamiento de la facha, iluminaba aquel cuadro fundacional de la mitología revolucionaria.[i] Era parte, entonces, de un culto que no tenía nada de "discreto" y sí un obvio antecedente en la Italia de Mussolini.

La abundante historiografía del fascismo documenta cómo la luz de la oficina del Duce se dejaba encendida para hacer ver que éste no dormía, ocupado como estaba siempre en sus múltiples tareas. Así lo imaginaba, en el prólogo a los discursos reunidos en Fascismo (1934), José Antonio Primo de Rivera: de noche en su habitación vacía, trabajando incansablemente, a toda hora vigilante por su pueblo.

En uno de los ensayos de El Espectador, Ortega y Gasset distingue el hombre verdaderamente ejemplar, que "no se propone nunca serlo", de aquel otro que "ambiciona el efecto social de la perfección —la ejemplaridad", que "quiere ser para los demás, en los ojos ajenos, la norma y el modelo". Para Ortega, este "falso ejemplar" acababa "convirtiéndose, al modo de Narciso, en espectador de sí mismo".

Mussolini encarna, desde luego, el encuentro entre este tipo humano y la vena vanguardista-populista del siglo XX. Guevara también, en cierto modo. Como los teatrales montajes de Mussolini, aquellas entrevistas suyas en el despacho del Banco Nacional eran obra de un dandy. En horas tan poco convencionales, el uniforme verde olivo tenía más que nunca algo de chaleco rojo. A Neruda, Sartre, Julien y tantos otros que recibió, el comandante no solo les estaba concediendo una entrevista, los estaba impresionando. Eran filósofos, poetas, periodistas de renombre mundial, pero él era la Revolución; ellos el espejo donde la imagen deslumbrante de aquella se confirmaba. En la performance de Guevara, la "juventud en el poder" equivalía al espectáculo revolucionario; se arribaba a ese punto de congelación donde el revolucionario devenía esteta, afectación la autenticidad.    

Esta escena contiene, in nuce, la extraña "dialéctica" que podemos rastrear en muchos otros sectores del archivo de la Revolución: Ella, que pretendía superar, junto con el mercado, el tipo de alienación que la tradición marxista ha llamado reificación (Lukacs) o espectáculo (Debord), se convierte en mercancía y espectáculo, especie de artefacto producido y consumido en un círculo vicioso. En Cuba, se diría que mientras el Estado intentaba trascender por todos los medios el mercado, de hecho se producía un único producto para consumo interno y externo: la Revolución. Al programa inicial de industrialización y diversificación agraria, tan celebrado por Sartre, siguió un regreso al monocultivo azucarero, pero en realidad el principal producto de exportación del régimen no ha sido el azúcar, sino la propia revolución.

A esta luz, la revolución congelada aparece como una "sociedad del espectáculo", pero no tanto en el sentido de Debord, cuya noción del espectáculo se acerca mucho a aquella reificación que definiera Lukacs en Historia y conciencia de clase, sino más bien en el sentido de que se pone en escena a sí misma una y otra vez. Si el orden burgués, bestia negra de los situacionistas, nunca dice su nombre, la Revolución, como la neurótica madrastra de Blanca Nieves, se mira al espejo incesantemente. En rigor, es ese proceso interminable —tanto como el propio círculo infernal del mercado al que se opone— lo que la define. Revolución, diríamos, no es construir, como rezaba aquel eslogan de 1959, sino producir y consumir revolución.

 

[i] Acaso, la última expresión de esta "mitología" revolucionaria la encontramos en la "Carta del compañero Fidel a sus compatriotas" (21 de octubre de 2004), donde se insiste en que, aun durante la imprevista cirugía, el Comandante no descansa. "Nos pusimos a trabajar en el camino.[…] El paciente les solicitó a los médicos no le aplicaran ningún sedante, y utilizaron anestesia por vía raquídea.[…] Les explicó que dadas las circunstancias actuales era necesario evitar la anestesia general para estar en condiciones de atender numerosos asuntos importantes."

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