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Literatura

El asesino de Trotski, en una feria de La Habana

'El hombre que amaba a los perros' de Leonardo Padura es la novela traicionada de una utopía traicionada.

Madrid

Uno de los eventos más concurridos, si no el que más, de la última Feria Internacional del Libro de La Habana fue la presentación de la edición cubana de El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura.  (Dos años antes, la novela había sido publicada por la editorial barcelonesa Tusquets, que acaba de editarla en formato de bolsillo.) El autor no podía ocultar su felicidad. Confesó que aquella era "una tarde donde se rompen mitos y se cumplen sueños".

Al hablar de sueños se refería a las pilas de ejemplares a la venta. Mitos rotos eran, al parecer, las muchas advertencias que recibiera acerca de la imposibilidad de publicar en Cuba ese libro.

"Cuando escribía esta novela", recordó, "y después, cuando la terminé, muchas personas que la leían o yo les hablaba de ella me decían: 'Ese libro no se va a publicar en Cuba'. Y yo insistí en algo que me parecía que era muy importante: la forma en que estaba escribiendo este libro".

Allí estaba, contra tantos pronósticos, el volumen de Ediciones Unión. Un Premio Nacional de Literatura —Reynaldo González— y un diplomático —Raúl Roa Kourí— hacían de padrinos del libro. Al menos un viceministro de Cultura sonreía desde la primera fila del público.

La confianza en ese medio millar de páginas había salvado a Leonardo Padura de los malos augurios: "Es una historia escrita desde el sentimiento, la experiencia, la cultura, la participación, y desde la vida cubana, para las personas que, como ustedes, comparten esa experiencia, esa vida, esa existencia cubana durante todos estos años".

La edición fue posible gracias a todo cuanto había pensado él en sus lectores compatriotas. No dijo Padura si entre esos lectores había incluido a los comisarios políticos.

Los hombres que amaban a los perros

Tres son los hombres que aman a los perros en esta novela: Trostki y quien va a ser su asesino —Ramón Mercader— y el confidente de Mercader, Iván Cárdenas, editor de una revista habanera de veterinaria y, a la larga, veterinario improvisado. Sus tres biografías se entreveran a lo largo del volumen, así como se entreveran tres revoluciones: la rusa, la española (o los intentos de forjarla dentro de una guerra civil) y la cubana. El hombre que amaba a los perros es una de esas ambiciosas novelas que pretende abarcar todo el siglo XX.

En sus primeras páginas Trotski inicia los caminos del exilio: Siberia, Turquía, Noruega y México, donde será asesinado. Mercader, que adoptará diversos nombres a lo largo del libro, recibe en el frente de la sierra de Guadarrama la visita de su madre, que trae una propuesta del alto mando soviético en España. Propuesta que, como luego sabremos, viene del propio Stalin.

Ramón Mercader la acepta, y su vida cambia rotundamente. Se entrega a una lucha cuyas pomposas justificaciones le ayudarán a soportar la traición de Moscú a los republicanos españoles, el pacto entre la Unión Soviética y la Alemania de Hitler, la cohabitación con una mujer sin atractivo alguno, el crimen, la cárcel mexicana, el Moscú de los sesenta y, al final de su vida, cuatro años en La Habana, donde acostumbra a pasear sus dos borzois por una playa.

Trotski, quien tuvo uno, fue quien le recomendó esos galgos rusos. Cada asesino ha adoptado de su víctima la predilección por tales perros: Mercader de Trotski, Trotski del zar y la aristocracia rusa. (Los borzois de Mercader pueden verse en el filme de Tomás Gutiérrez Alea Los sobrevivientes. En una de las escenas iniciales, Enrique Santiesteban, en el papel de Marqués de Peña Seca, camina por los jardines de su mansión, lo acompaña la música compuesta por Leo Brouwer, y los borzois de Ramón Mercader corren a su encuentro.)

Para la historia de Trotski, Leonardo Padura debió guiarse por una ingente bibliografía. La prosa corre en esas páginas con efectividad, sin llamar la atención, como la de un historiador no demasiado memorable. En cambio, las peripecias de Mercader y de Iván Cárdenas, que le exigían mayor trabajo de invención, contienen numerosos desaciertos.

En la prosa que escribe Padura el joven Mercader se siente atraído de este modo por una camarada: "sobre todo lo atraparon sus ideas de mármol y su empuje telúrico: África de las Heras parecía un volcán en erupción que rugía su permanente clamor por la revolución".

No será este el único retrato femenino a la tremenda (y consonantado) del libro. Porque, páginas después, cuando Mercader haya cobrado una nueva personalidad y vuelva a tropezarse con su madre, "su nueva identidad se removía con la sola presencia de aquel alarido que respondía al nombre de Caridad del Río".

Tan novelescos nombres —África de las Heras, Caridad del Río— no son achacables al novelista: resultan escrupulosamente históricos. Representar a esos personajes como alaridos o volcanes sí que es cosa suya. Así como explicar de esta manera el sistema endocrino de Ramón Mercader: "Como cualquier joven con las hormonas cargadas de dinamita, se impuso merecer la atención de la muchacha, y se lanzó tras ella a la más trepidante vorágine política".

En este y otros libros de Padura, la intimidad recala casi siempre en lo manido. Un protagonista suele arroparse en sus pensamientos, cae sobre su cabeza "un cúmulo de sensaciones ardientes", "su organismo en flor siempre estaba dispuesto", da besos con furia, se hunde "en la reverdecida espuma de su libido" y, después de toda esta dinámica, arriba a "la consumación del deseo".

Tampoco Trotski se libra de atenciones de esta clase y, a propósito de sus amoríos con Frida Kahlo, puede leerse: "el duende pervertido de la virilidad se había desatado en elucubraciones descarnadas".

Por su parte, el tercer protagonista del libro, Iván Cárdenas, se mostrará capaz de proferir esta cursilería: "vi salir por la ventana del apartamentico de Lawton el pájaro azul de la última ilusión".

Lo sentimental cobra en Padura formulaciones de novelita pornográfica o rosa. El autor recurre a una filosofía de kiosco: "la dimensión exacta de su insignificancia cósmica ante la potencia esencial de lo eterno". O a psicologismos de radionovela: "Desde esa noche, yo viviría durante varias semanas escorado en el pantano de la contradicción, sintiendo cómo me hundía en el lodo de mi egoísmo".

Pero quizás estos sean detalles en los que apenas reparan sus lectores, quizás muchos lectores suscriban ideas no muy distintas sobre lo sublime. En cualquier caso, quienes leen a Leonardo Padura no buscan sutilezas amatorias o filosóficas, sino casos policiales, y El hombre que amaba a los perros contiene el asesinato de mayor importancia del cual se haya ocupado este autor.

Varias geometrías abortadas

Una novela suya anterior, La novela de mi vida, prometía un paralelo entre la intolerancia del capitán general Tacón, en el siglo XIX, y la intolerancia revolucionaria de los años setenta. José María Heredia y Fernando Terry, cada uno en su siglo, eran delatados y tenían que marcharse al exilio. Aunque poco después de la salida de Terry arribaba una carta oficial salvadora, señal de que habría podido recomenzar vida en el país.

Desafortunadamente, aquella comunicación no lo alcanzaba. La tragedia podía consistir, no tanto en la intolerancia del régimen, como en la impaciencia de un sancionado. Se echaba en falta en Terry esa convicción de víctima encontrable en tantos personajes de Kafka. Y, por descontado, el capitán general Tacón nunca había hecho gala de delicadeza semejante. Para Heredia nunca hubo carta salvadora.

Después de sugerir un paralelo entre dos épocas, Padura procuraba disuadir de cualquier lectura contemporánea. Aclaraba en las páginas finales que el oficial que hostigara a Fernando Terry había terminado expulsado de las fuerzas de Seguridad del Estado. Lo cual venía a demostrar que el intolerante no era el régimen, sino un díscolo con saña indebida. La historia era endulzada para comisarios: dentro de la revolución llegaba siempre una comunicación salvífica y el corrupto terminaba castigado. Todo era cuestión de esperar. Un día o cincuenta años.

A semejanza de La novela de mi vida, El hombre que amaba a los perros termina por desestimar la propuesta geométrica que establece al inicio. La novela frustra un ejercicio de intersección que prometía ser excelente. En ese ejercicio, el asesino de Trostki se acerca a un desconocido, Iván Cárdenas, para confesarse. El encuentro ocurre en una playa habanera y supondría la intersección del estalinismo, que utilizó a Mercader como brazo armado, y del castrismo, que lo acoge como huésped. Pero Padura huye de una posibilidad así y, aunque menos torpemente que en su libro anterior, se apresura a desdibujarla. Intenta que esta pregunta de Trotski citada por él no haga metástasis en la revolución cubana: "¿la dictadura fue una necesidad histórica insoslayable, la única alternativa del sistema?".

Concluida la novela sabemos por qué Trotski se estableció en México, por qué Stalin ordenó matar a Trotski, por qué Mercader hizo de esbirro, pero desconocemos las razones que llevaron a Mercader a Cuba. Y no es que la cuestión no aparezca en varios momentos, sino que aparece como pregunta retórica, que no aguarda respuesta. O más exactamente, como pregunta horrorizada de encontrar respuesta.

Nada se conjetura acerca del acuerdo entre partidos comunistas que tuvo que existir para que Mercader fuese a La Habana en 1974. ¿Qué simpatía pudo despertar en las autoridades cubanas el asesino de Trotski para que terminaran facilitándole la vida, con chofer incluido, hasta su fallecimiento? ¿Qué complicidad con Moscú obligó al gobierno cubano a aceptar tal desecho radioactivo del estalinismo?

A nada de esto contesta Padura. Nada de esto se pregunta en su novela. Pese a su fama de buen cronista periodístico, olvida hacer la averiguación primordial. Pese a su fama de novelista policíaco, se despreocupa del enigma.

Luego del asesinato de Trotski, El hombre que amaba a los perros, bien estructurada hasta entonces, se lee como una sucesión de epílogos que la hacen perder brío. Los paseos moscovitas del viejo Mercader junto a su antiguo tutor de la inteligencia soviética producen diálogos de mala novela histórica. Ambos recuentan sus campañas como historiadores, no como antiguos participantes. El develamiento de la biografía de Mercader se hace rebuscadísimo al exigir, además de los encuentros con Iván Cárdenas, un libro recibido misteriosamente, un manuscrito de Mercader en herencia y un narrador emergente que lo refiera todo. A lo que habría que agregar la frustración de la vocación literaria de Iván Cárdenas.

Hipocondría y meteorología

Porque, años antes de coincidir con el hombre que pasea a los borzois, Cárdenas sufrió un encontronazo con la censura política a propósito de su primer y único libro publicado. A causa de ello, abandonó la escritura, y esa vocación frustrada equivale en su biografía a la muerte en la de Trotski, al crimen en la de Mercader.

Padura reserva para la narración de estos hechos el mismo tono lamentoso que puede encontrarse en La novela de mi vida o en la serie del investigador Mario Conde. Cuando trata de tiempos cubanos más o menos recientes, las formulaciones a medias, el temor a rastrear causas y el pánico a otorgar responsabilidades lo inclinan a crear un ambiente lastimero, de autoconmiseración general. Es el horror que no osa decir su nombre. Con tal de ahorrarse averiguaciones riesgosas sobre el mal, el novelista convierte en pobres diablos a todos sus personajes.

Lo político resulta aclarable en La Habana de Tacón o en el Moscú de Stalin. En la Cuba posterior a 1959 esas aclaraciones se hacen hipocondría y meteorología. Algo anda mal, y habrá de ser cosa del metabolismo o del clima. La responsabilidad política se volatiliza (de ahí el huracán con que se inicia esta novela y los ciclones y tormentas de otras) o se encona: la úlcera de Mario Conde, la enfermedad terminal de la esposa de Iván Cárdenas… Chacharear con delectación de inválido sobre dolencias y corrientes de aire permite no caer en el diagnóstico, no enunciar las causas. Un hábito francamente contraproducente cuando el autor aspira a la novela de ideas.

(La relación entre clima político y meteorológico circuló hace unos años como parlamento de una pasajera, anciana y negra, en una guagua de La Habana: "¡Qué calor hace en este gobierno!". Frase con equivalente en el refranero italiano: "Piove, porco goberno".)

Igual que Trostki y que Mercader, Iván Cárdenas ha sido aplastado. Su caso, sin embargo, queda a medio investigar. Despierta interrogantes de poquísimo alcance, y ni siquiera el propio personaje parece sentir curiosidad por su vida. De manera que resulta depositario del secreto del anciano asesino y es incapaz de sacar de ese secreto las debidas conclusiones. No se atreve (varias veces alude al miedo) a extender hasta él mismo aquella historia.

Ramón Mercader e Iván Cárdenas se cruzan defectuosamente, no por lo inverosímil que puedan parecer sus encuentros o la confesión que media entre ellos, sino por lo infecundo de sus resultados. Tal como hiciera ya en La novela de mi vida, Paduradesvía la atención del problema esencial. Distrae a sus lectores con el escándalo de que en Cuba fue ocultada la terrible historia del comunismo, y deja incontado el escándalo de cuánto se repitió (y repite) allí esa misma historia.

A propósito de Mercader, la madre

¿Qué iba a hacer, si quería publicar su libro dentro del país, si quería cumplir el sueño de aquella tarde en la Feria? No era recomendable entonces que formulara preguntas incómodas (así y todo, la novela contiene varias), habría de ser cuidadoso en sus investigaciones.

En tanto autor, Padura hizo algunas concesiones que le trajeron satisfacciones de distribuidor. Sacrificó expresividad literaria por dotar a su novela de una tranquilizante circulación nacional. Y después de traicionar a sabiendas la historia que contaba, pudo presumir de ello. Solamente así alcanza a entenderse su confianza en que "la forma en que estaba escribiendo este libro" le proporcionaría edición en el país.

Sin embargo, podrá convenirse en que la novela habrá de ser útil a quienes desconozcan en Cuba la verdadera historia del comunismo soviético. Y el autor no habría podido alcanzar a ese público de no haber apaciguado (que no complacido) a los censores. Pero una justificación así podrá valer para sociólogos, no para la crítica que se muestre más interesada en la formación de un libro que en la formación de un público.

En la nota de agradecimiento publicada al final de su novela, Leonardo Padura reconoció su intención de novelar cuán traicionada fue la gran utopía del siglo XX. Entendida de este modo, El hombre que amaba a los perros es la novela traicionada de una utopía traicionada.

En coincidencia con su publicación, el autor hizo algunas consideraciones sobre la actualidad cubana en diversas entrevistas. A juicio suyo, la impronta del estalinismo en Cuba fue principalmente económica, no política. Cuba no es un paraíso ni un infierno, sino un purgatorio. Y los cambios por venir atañerán también a los de arriba, dijo refiriéndose a burócratas que "tratan de conservar determinados privilegios y prebendas pequeñísimas y casi ridículas". (No parecía hablar, a juzgar por las prebendas, del clan Castro y de otros clanes adyacentes.)

Esa tarde de la Feria del Libro de La Habana se mencionó mucho a Stalin y Trotski, y poquísimo a Mercader. Era una presentación de Crimen y castigo que no consideraba el caso de Raskólnikov. En su papel de presentador, Raúl Roa Kourí reconoció que el asesino secreto había vivido unos años en Cuba, pero no ofreció más noticias. Se extendió, sin embargo, sobre la madre de Mercader, a la que descubrió una vez entre el personal de una embajada cubana. (Guillermo Cabrera Infante, autor de varias parodias del asesinato de Trotski en Tres tristes tigres, escribió sobre ella en el servicio diplomático cubano. La entrada de Caridad del Río en la novela de Padura es uno de los mejores momentos del libro. Tiene algo de la Milady dumasiana, y esa entrevista con su hijo en la Sierra de Guadarrama da la medida del buen escritor de aventuras que Padura podría ser.)

Roa Kourí llegó a protestar en cancillería por la presencia de aquella mujer en una embajada. No así por el refugio del asesino en Cuba, o al menos no hizo mención de ello.

La anécdota sobre la madre era tal vez el mejor pretexto para no adentrarse en la estancia cubana del hijo. Él no hacía más que repetir, como presentador, las tácticas de simulación de la novela. Tuvo cuidado de desmarcarse de cualquier lectura en clave nacional de El hombre que amaba a los perros, y dedicó alabanzas al proceso de cambios liderado por Raúl Castro. Ratificó unas palabras de Fidel Castro que hacían equivaler revolución, socialismo e independencia nacional. Cifró sus esperanzas en el próximo congreso del partido único.

En una de las entrevistas de esos días, Leonardo Padura anunció que su próxima novela traerá de vuelta a Mario Conde. La historia comenzará en el taller de Rembrandt, adelantó.


Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros (Tusquets, Barcelona, 2009).

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