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Centenario de Lezama Lima

Esperando a Lezama

Como sus libros tampoco llegaban, había que hacer algo. Entré al cuerpo de ladrones, saqueadores y acaparadores.

Ciego de Ávila

La fuga perfecta era encontrarme con Lezama en un recodo de la geografía anodina, sufriendo allí primero y mucho más que él libra a libra. Rezarle, rogarle día y noche en habitaciones estucadas para la momificación, parecidas a aquel cuarto de hotel provinciano donde desesperaba la vez que viajó tierra adentro para tomar posesión de una cátedra de Literatura Francesa, y de donde regresaría a La Habana con horror sinceramente casaliano, más que al viaje y a los cambios que hacen guiños desde la Esfinge del desierto, a las desmayadas provincias, a las fruslerías de la araña o el vacío.

"Me sentí dentro de lo inútil, la sangre convertida en agua", anotó en su diario (octubre, 1956). Pues yo estaba primero, tembloroso, en esa tela quieta, viéndome amortajar. Lo comencé a leer temprano porque había un libro por allí con mi misma edad, Poesía completa (1970), de alguien que no se dejaba atrapar fácilmente, el gordo encebado. Un amigo, el poeta Antonio González, ya desde principios de los años 80 había convertido su casa en un templo literario dentro de un barrio marginal, donde el fuego lezamiano calentaba permanentemente, avivado a costa del hambre y las penurias a que mi amigo sometía a su familia.

Para llegar a él, me había convertido en un lumpen. Cierta disposición oracular, temida Ley de Peligrosidad, preveía que los ciudadanos que no tributaran a un empleo estatal podían ser aislados, puestos tras las rejas. Mi padrastro solía recordármelo y el presidente del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) llevaba la cuenta. En el taller literario municipal se acusaba también a quienes eludíamos el compromiso con los "poetas comunicantes". Allí un profesor universitario que bajaba a Marx en versos, alguien fuera de toda duda para que le dejasen engrasar el coro, alegó un día científicamente, a lo Pávlov, que la poesía "hermética" debía combatirse porque éramos unos parásitos quienes escribíamos mientras el obrero sudaba en la fábrica, sacándole ventaja tramposamente a los honestos rimadores aficionados que nunca se permitían la inspiración antes de abandonar tarde el puesto laboral.

Exprimiendo un dato real, que un joven como yo mostrase poco interés por inflar cualquier plantilla, aquella ecuación despejaba otra variable más interesante, la del lenguaje metafórico y rebuscado, a que pertenecía por añadidura toda imagen poética cuyo impulso central desdeñase épica y manualidades revolucionarias. Lezama era la imagen. La hipérbole, plétora parásita por excelencia, era el discurso del gordo que lo había trocado todo. Así me convertí en un lezamiano de mi floresta, en defensa propia y al mismo tiempo por castigo.

"El Gordo", o si no "Lezama de Ceballos", me llamaba alguien irónicamente. Desde su silla barroca, el "sublime" servía para distinguir mejor a profundidad y por contrastes, cuán bufo y estéril resultaría sobrenadar en la ganga de la política. Que la poesía, contrario al dogma coloquial, debía devenir un acto de resistencia y salvación, nuestra pasión —en un sentido católico— absoluta. Por ahí, hacia esa libertad estoica, apuntaba para mí su destino.

Como sus libros tampoco llegaban, había que hacer algo. Entré al cuerpo de ladrones, saqueadores y acaparadores. Gozaba perseguir sus obras igual que nichos de dinastías perdidas. Fue una suerte que con el "Periodo Especial" las imprentas hicieran mutis y las librerías se quedaran sin carne viva que introducir en el mercado, aquella improductividad le abrió el camino al negocio incontrolable, inefable, de la venta de ediciones viejas. En definitiva si algo necesitaba actualizar la literatura cubana sería precisamente su tradición. Empezaron a salir a flote deliciosos vestigios, monumentos pasados y obras sencillamente hundidas a la fuerza. Iba a La Habana, hasta dos veces en un mes, para recorrer librerías estatales y privadas. Me ilusionaba cumplir el "curso órfico" haciéndome no solo con sus textos sino además con sus lecturas, lo que significaba traer a casa el aleph, el universo impreso. En una subasta muy buena que hacían en la calle Reina obtuve La cantidad hechizada, mientras la edición príncipe de Paradiso creo que la encontré en esa misma calle pero en un establecimiento particular que atendía un viejito desarrapado.

Educaba mi olfato entre sus ensayos y comentarios para luego salir a rastrear, así le caí atrás a La rama dorada, y encantado por aquel muérdago a que olía T. S. Eliot aboné casi una fortuna en el establecimiento La Moderna Poesía. Diarios y Oppiano Licario, ambas ediciones mexicanas, de la Biblioteca Era, los hallé en una Feria Internacional del Libro, traídos ante los nativos de la isla apenas como botones de muestra, porque aún los dólares nos estaban vedados y ellos sólo se cambiaban por esa moneda enemiga en una fiesta exclusivamente para la élite diplomática, turistas y otros caras pálidas. Me tomé a pecho aquella injusticia y extraje ambos libros del salón de exposición bajo mi abrigo. Sin embargo, el vulgar acecho a las bibliotecas públicas se avenía más con mi extracción social. Puesto de acuerdo con Antonio, atípico abogado, organicé un asalto a la biblioteca de la ciudad de Sancti Spíritus en busca de la edición especial de Paradiso que hiciera la UNESCO.

Por mi experiencia, me tocaba el mayor riesgo, entrar al edificio y tomar aquel zeppelín. Primero probé el método convencional: esconderlo bajo la camisa, mi amigo caminaría delante tapándome y, si fuera preciso, desviando la atención; pero no resultó, abultaba demasiado. Salimos al parque a reajustar nuestro plan, estudiamos el terreno, y volví adentro. En el último instante, cuando había lanzado ya el libraco a través de una ventana y mi amigo lo agarraba, una mujer se dio cuenta de lo que ocurría, al parecer vio pasar el libro desde un piso intermedio, y metió el grito. Corrimos, nos dispersamos por las calles torcidas de la villa cargando el tesoro. Duraría poco nuestra contentura. Sin duda fue alguna delación lo que condujo una semana después a un equipo de expertos hasta mi casa en las afueras de Ceballos.

Vinieron otros intentos, reincidí, compulsivamente insistí en el misterio activo de probarme más que exclusiva o provincianamente ante la Diosa Inspiración —lo que desaprobaba el autor de Muerte de Narciso—, ir más allá, preparar, obtener alimento lezamiano a toda costa. Engrosé la primera lista negra de mi vida cuando circularon mi nombre y el de mi amigo por todas las bibliotecas del país.

Después escribí un poema que titulé Curso órfico, a su memoria, o sea, en prueba de suerte y lealtad: "la práctica sexual de robar libros / me dio el suplicio para pasar la juventud, / dormirme en costas blancas y hacerme siempre al océano / con la ilusión de entrar a un laberinto". No es casual que la dedicatoria del poema sea "A Antonio y Arzola". El segundo, Jorge Luis, también se formó en la dura escuela de la sobrevivencia, aunque al parecer le faltaba alevosía para igualar los trabajos del lector con los riesgos del recolector. Se ahorró sustos y pasó directamente al crimen y su correspondiente castigo cuando supo que un ejemplar de las Obras Completas de otro prohibido, su tocayo Borges, había llegado a la biblioteca provincial de Ciego de Ávila. Entonces, sin subterfugios, sencillamente pidió el libro prestado y, cuando se lo reclamaron, dijo que nunca lo entregaría, tuvo incluso la precaución de dividirlo en cuadernillos que repartió entre los amigos.

Luego llegó a desarrollarse el deporte de revisar el encierro del poeta más universal que tal vez no merecíamos, animando, volviendo folclor su vida estática. Muchos de sus contemporáneos supuestamente íntimos, incluyendo algunos que le habían faltado, por ejemplo, mientras enterraba a su madre, pasaron a servirlo en bandeja, a narrarlo. A los jóvenes del interior nos subía la adrenalina, quizás porque carecíamos de remordimiento inhibidor, caminar calle Trocadero, siempre que coincidíamos en La Habana para algún evento, como los Festivales de Poesía de Invierno que organizaba el Instituto Cubano del Libro. Manuel Sosa volvió una noche al albergue, en la casa de visita de Quinta Avenida, con una astilla que había tomado de una persiana podrida de Trocadero 162 y parecía que se había vuelto rico.

Recuerdo encontrar siempre su casa cerrada herméticamente. Paseaba aquel pedazo de la ciudad intentando un imposible, alcanzar su lentitud profunda, retomar su mirada de tortuga y aporía eleática. Me sobrecogía el ritmo cotidiano allí, ver cómo la gente seguía viviendo frente a su puerta. Para mí, la maldición de la insularidad, a que se ofrendara buscando puesto dentro de una gran empresa rentable simbólicamente, ha podido unir, amistar el ahogo de la provincia o cualquier otra circunstancia con la humedad de una mazmorra como aquella biblioteca que era su hogar. Personalmente, nunca me acerqué siquiera a habitar la biblioteca ideal que él prefiguró —hamacas, jardines, fontanas, etc.—, y definitivamente dejé archivado ese plan después que una cañada, aprovechando que mi madre estaba sola, se desbordó por la fuerza de una presa rota y arrasó mis libreros. A uno le queda cierto orgullo sólo si piensa que también pudo anotar ese día en un diario: "la sangre convertida en agua".

Ni lo que he escuchado decir a Roberto Fernández Retamar sobre sus últimas horas ingresado en un hospital, ni lo que me contara Eliseo Diego, ocupa mejor espacio entre mis emociones que un detalle de una confesión hecha a Salvador Bueno y que este investigador me reveló en una entrevista que después, por otras razones, decidió posponer y hasta hoy permanece inédita: "[Lezama] era un hombre que vivía muy sumergido en su propio ambiente. Recuerdo cómo una vez en su casa me confesó que él no podía vivir sin las manchas de humedad que se veían en las paredes, o sea, aquello que al fin y al cabo alimentaba su asma, precisamente las manchas que lo mataban…"

 

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Francis Sánchez nació en Ceballos, Ciego de Ávila, en 1970. Sus más recientes libros de poemas son Caja negra (Unión, La Habana, 2006) y Extraño niño que dormía sobre un lobo (Letras Cubanas, La Habana, 2006) y Epitafios de nadie (Oriente, Santiago de Cuba, 2008). Ha publicado dos libros de cuentos:  Reserva federal (Ávila, Ciego de Ávila, 2002) y Cadena perfecta (Ediciones Hermanos Loynaz, Pinar del Río, 2004). Y uno de ensayo, Dulce María Loynaz: la agonía de un mito (Premio de Ensayo Juan Marinello, Centro Juan Marinello, La Habana, 2002).

 

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