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Sociedad

Mejor Disney que Díaz-Canel

'Son incontables los casos de discriminación por edad o juventufobia de una cubanía envilecida a la par que envejece. El más reciente episodio involucra a las tribus urbanas.'

San Luis

Los cubanos, así en la Isla como en el Exilio, por sentirse todos senilmente estafados tras 60 sentimentales años de Revolución, tienen ahora, en las postrimerías de nuestro despotismo popular, una guerra a muerte en contra del futuro. Es decir, una guerra a muerte en contra de la juventud que ha de habitar ese futuro, felizmente ya sin la menor memoria fanatizada de un tal Fidel.

Así, generaciones y generaciones de adultos cubanos están hoy literalmente cagándose de miedo. Miedo a una vida en la verdad. Miedo a un mundo no tan miserablemente mentiroso como el marxista, sino de apertura hacia un progreso de pragmatismo apolítico. Miedo a la polisemia redentora de una juventud que no necesita de ninguna fe fósil para creer en sí misma. Miedo al disenso de la diversidad. Miedo a la alegría sin luto de quienes no nacieron en el siglo XX de los totalitarismos de izquierda, que son todos, sean de retórica fascista o comunista (dos grandes aliados que jugaron a ser enemigos genocidas).

El atroz adulto cubano no les perdona a los jóvenes la indolencia virginal con que ellos ridiculizan nuestro roñoso resentimiento de revolucionarios versus contrarrevolucionarios. No les perdonan su onda cosmopolita transnacional, sin fundamentalismos de finca cerrada y patrioterías provincianas. Y, en particular, no les perdonan la belleza libérrima de sus cuerpos aún sin peste a cadáver, los que colisionan con los cuerpos de sus contemporáneos sin ningún complejo de Edipo Estado, a la par que ocupan erotizando los paisajes del Planeta Cuba, más allá del estigma sacro de las efemérides estériles que desde 1959 hasta la fecha nos enferman como nación.

Son incontables los casos de esa discriminación por edad o juventufobia de una cubanía envilecida a la par que envejece. El más reciente episodio involucra a las tribus urbanas.

La mayoría de estos adolescentes operan, por supuesto, en La Habana: la única ciudad urbana de Cuba y la única que nunca aceptó por las buenas la chealdad obrero-campesina del socialismo. Estos chicos y chicas de imagen incisiva in extremis, algunos de los cuales se hacen llamar "los dürakitös", supongo que deben lucir como extraterrestres de elite en un país pacato de panzas, papadas y matapasiones. Por eso el desprecio de la mayoría de nuestra población física y digital. Por eso, también, el privilegio de la envidia con que los acusan de cualquier cosa solo por ser como son: milagros explosivamente espontáneos en una tierra arrasada por milicias monocromáticas, agentes secretos sin uniforme, y tropas especiales entrenadas en aniquilar toda espiritualidad antes de darte el tiro de gracia.

A falta de amor, armas. A falta de sexo, censura. A falta de tolerancia, tiranía y más tiranía desde todos los frentes y trincheras, contra quienes pretendan ser diferentes o al menos representar a un cubano de tipo "otro", a un sujeto sin banderas ni aburrimientos al estilo del tedio patrio que corrompió a sus progenitores. En definitiva, a cubanitos nuevos sin la más mínima traza de las brutalidades propias de esta o aquella ideología intelectual (y toda ideología es inevitablemente de izquierda).

Estos dürakitös cubanos, homúnculos nuevos que, al contrario de nosotros, nunca se leerán ni una letra del Ernesto "Che" Guevara de La Cabaña, hoy se dedican en paz a hacerse fotos provocadoramente preciosas en un cementerio, por ejemplo, cuyas ruinas han sido abandonadas por el hombre e incluso por dios. Y, tan pronto como las publican para el disfrute de sus amigos virtuales, allá salta enseguida en las redes sociales la jauría de los odiadores profesionales de la Otredad.

Los llaman de todo en red, a imagen y semejanza de los epítetos que Fidel Castro les endilgó a ellos, tanto desde la tribuna como desde el tribunal: "gentuzas", "vagos", "chivatos", "payasos", "mongos", "categorizando el cementerio como Disneyland".

Los comparan con los ocho estudiantes de Medicina fusilados por el delito de profanación en el antediluviano año de 1871 (en realidad, se trata de una amenaza de muerte). Se trata de "cagastróficos", "limitados mentales" que usan "toda esa pila de palabras raras", "cada vez más estúpidos" y de "mentes cada vez más involucionadas". En fin, "comepingas" y "duraconosequemierdas", etc.

Como colofón de corte represivo sicópata, una violencia tan endémica como las polimitas: "yo agarro a un hijo mío ahí y lo arrastro por los pelos que tenga", "cojo a un hijo mío en esa gracia y será la última vez". Además del consabido llamado a la acción policial: "una indisciplina social que debe ser requerida de inmediato", "tenemos que ponerles freno a los subnormales esos", son "actitudes indecentes que no podemos tolerar" pues "pueden estar sobre la tumba de algunos de nuestros familiares y podemos demandarlos", sobre todo por poseer el don de "esas poses y esa chica con su culo para atrás en la tumba de mi abuela que es lo más que quiero en la vida".

Es posible, sin embargo, dado lo apócrifo de la fake internet nuestra de cada día, que la foto en cuestión ni siquiera haya sido tomada en Cuba. Da igual. Aquí la geografía del paredón es lo de menos. La grosería castrista de los cubanos es la que isotrópicamente resulta siempre de la misma ecuación: un parámetro perverso que ni se crea ni se destruye, termodinámica terrorista desde mucho antes y hasta mucho después de la constante universal de los Castro.

¿Por qué no pueden los jóvenes del siglo XXI exhibir su abundancia de vida, acaso para regocijo de unos muertos olvidados en Cuba por los cubanos en estampida? Y, llegado el caso, ¿no es incluso necesario ahora cualquier gesto desacralizador: la piedad de la parodia como antídoto contra el abismo que ha vaciado de sentido a toda institución insular, empezando por la propia muerte, tan mitificada por los matones a perpetuidad en el poder?

Habría que invocar al respecto al fantasma exiliado de un dürakitö octogenario llamado Lorenzo García Vega, quien en sus ensayos estrafalarios no se cansó de pedir para Cuba una Disneylandia como "porvenir de la Nación", emplazada nada más y menos que en la cuna criminal de la Sierra Maestra o el Escambray.

Esa Disneylandia con ribetes emancipatorios de cara al futuro para "hacer las delicias de nuestros nietos", esa esperanza con cúpulas de cristal iconoclasta y fantasías libres de comunismo fascista, ese, en fin, prodigo de un país prometido donde la Revolución Cubana nunca haya ocurrido en Cuba, esa visión es la que los millennials y los snowflakes cubanos intuyen hoy por hoy. Una mirada que les da pánico intestinal a los cubanos mayores de 30 años: nosotros, los nacidos en una época con épica cuando el Ministerio del Interior era todavía algo más que soñar.

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