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Sociedad

Así son las peleas de perros en Santiago de Cuba

La violencia de la valla se contagia a los hombres y el desenlace puede ser más sangriento que la propia pelea de perros.

Santiago de Cuba

Las áreas verdes y apartadas de la ciudad de Santiago de Cuba pueden ser un escenario alucinante u horroroso, según se mire. En algún lugar, que no podría revelar so pena de buscarme algún problema, se encuentra una valla de pelea de perros, donde los fines de semana se reúne un grupo grande de adictos a estos juegos.

Armado con cercas de marabú y otros bejucos, este sitio ofrece al extraño un aspecto intimidante que se refuerza, a medida que se adentra, con los atuendos y apariencia de los presentes.

Otros siguen llegando luego con sus perros de pelea. Los amarran a la maleza en tanto vociferan las apuestas.

"Vamos a 15 minutos y te regalo dos pisos de ventaja", o "vamos a 10 minutos y que pierda el que más piso tenga", se dejan escuchar las propuestas en el preámbulo de una pelea que es también humana.

Un "piso" es cuando un perro es derribado por el otro. Estos acuerdos no surten efecto sin la contingente maniobra de manotear alzando la voz y ofender al contrario y a su perro hasta provocarlo a una apuesta. Nunca faltan en ello los gestos agresivos de virilidad.

En los alrededores hay un pequeño ejército de hombres mayormente armados con machetes o cuchillos. Hombres que conviven, sin dudas, con algún conflicto interior, y no acostumbrados a la paz, muestran en sus cuerpos cicatrices, tatuajes y los dientes en mal estado.

El sueño de la mayoría de los jóvenes en este sitio es tener un perro campeón. Dice "El Cuco", uno de los más sobresalientes en cuanto a juventud y cicatrices, que su pequeño cachorro seguro le cumple ese deseo, porque tiene buen pedigrí.

Pero su perro tendrá que atravesar duros escollos antes de triunfar, en un paraje donde no valen las leyes ni la moral del Estado.  

Llegar hasta aquí supone dejar atrás una ciudad embellecida, o maquillada, que por momentos, tan solo por la delicadeza de algunos tramos de acera, podría remitir a cualquier capital latinoamericana.

Pero la bondad provincial parece alcanzar tan solo grandes avenidas como Garzón, Patria, etc., y altísimos doce plantas que iluminan la noche oriental. Más allá quedan San Pedrito, Chicharrones y otros barrios en donde morir puede llegar a tener menos sentido que en la valla de perros.

"La victoria es lo único que importa. Si el perro gana, ganamos los dos. Si pierde, mejor que muera antes que yo mismo lo asesine. Esto es tiempo, dinero y prestigio", dice Miguel, cuyo perro tuvo la suerte de ganar.  

La violencia de esta valla a menudo contagia a los hombres, que bregan durante la caza de apuestas así como después de la pelea, cuyo desenlace puede ser más sangriento que la misma contienda de los perros.

Las causas suelen ser diversas, desde cuentas pendientes hasta la comisión de alguna trampa. Entre los fraudes más comunes me han dicho que se encuentra "untar al perro". Esto consiste en un preparado con caobilla o anestesia que impide la mordida efectiva del contrario.  

En ese momento solo mandan los cuchillos, el tamaño o la fuerza del contrario no impresionan más que la capacidad que se tenga para "meter el hierro" a sangre fría, el instinto de asesino que, al igual que en los perros, forja también en sus dueños un nombre de respeto.

Bajo este concepto, respeto, me cuentan que se han hecho incluso vallas donde solo pelea un hombre contra otro.

Mi estancia en esta ciudad se reduce a una semana. Siete días en los que camino por la calle pendiente a cualquier mirada, agarrando fuerte la mano de mi esposa, porque tan verídica es la fama de este pueblo por su hospitalidad como por su violencia.

A pesar de todo, esta valla no es de las más impresionantes, me explica Miguel, cuyo verdadero nombre no puedo revelar so pena de que también él se meta en problemas.

"Aquí la gente viene solo al blablabla, y si acaso una pelea decente", dice.

La precariedad del entorno y de sus jugadores se traduce en que no puedan subir sus apuestas a más de 1.000 o 2.000 pesos, en el mejor de los casos, pues casi siempre se topa a los perros por algunos cientos.  

Miguel no es mi hermano, ni mi amigo, es solo un joven santiaguero que me ha guiado por el Santiago profundo. Él, como otros en la valla, tiene que recurrir a este juego para salir adelante y de tanto convivir en la violencia, esta ya se ha banalizado.

En nuestras incursiones me ha contado a lo único que le teme. Su madre sola. La violencia que también alcanza su círculo doméstico, y por supuesto la miseria. Un estado que no es solo condición, sino la sensación de que no hay salida, de que solo es menester matar para alargar un poco la existencia.

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