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Política

¿Por qué cayó Cuba en el socialismo?

La creencia en un destino grandioso para el país, la apuesta por caudillos y un 'revolucionarismo' a lo largo de siglos nos han traído hasta aquí.

Málaga
Cubanos con carteles de Fidel Castro.
Cubanos con carteles de Fidel Castro. DAILY MAIL

Para vislumbrar cómo podría Cuba salir del socialismo tal vez sea conveniente entender primero cómo llegó a caer en ese sistema. Las generaciones nacidas tras el golpe de Estado que Batista encabezó en 1952 —quizá el 90% de la población adulta de hoy—, no vivieron el último periodo republicano y casi todo lo que conocen del asunto lo han recibido de los órganos de propaganda y adoctrinamiento del Gobierno actual.

El revolucionarismo que hizo posible la fulgurante ascensión y el triunfo final de Fidel Castro en el decenio de 1950 se nutría, en superficie, de dos ideas estrechamente vinculadas entre sí: la necesidad de remplazar al Gobierno ilegítimo y corrupto de Fulgencio Batista y la de restablecer la Constitución de 1940. Libertad, honradez y respeto al Estado de derecho parecían ser las consignas que empujaban a la insurrección.

Arriba he escrito "en superficie" porque esas ideas figuraron de manera explícita y preferente en todos los documentos suscritos por las fuerzas opositoras de la época, desde el Pacto de Montreal (1953) hasta el de Caracas (1958). Pero había un conjunto de creencias, a veces soterradas y menos evidentes, que operaban en la sociedad cubana desde mucho antes y que contribuyeron decisivamente a legitimar la lucha revolucionaria y, más tarde, a consolidar el poder del nuevo caudillo.

Quizá la más curiosa de esas creencias fue la convicción de que Cuba estaba predestinada a alcanzar un destino grandioso, sin proporción alguna con las condiciones reales del país. La geografía tuvo bastante que ver con el origen de esta superstición, porque durante siglos La Habana fue punto de reunión de las flotas españolas y tuvo gran importancia estratégica ("Llave del Nuevo Mundo, Antemural de las Indias Occidentales", la llamó en 1761 su primer historiador, José Martín Félix de Arrate). Luego el rápido enriquecimiento propiciado por la exportación de azúcar y café reforzó la impresión de que la Providencia reservaba a la Isla un porvenir excepcional.

En contraste con la decadencia de la metrópoli —la primera mitad del siglo XIX fue tal vez la etapa más caótica de la historia de España— la colonia se desarrolló de manera espectacular. Cuba dispuso de servicio de vapor marítimo, ferrocarril y telégrafo años antes de que esos inventos llegaran a la Península. Pero el progreso socioeconómico no desembocó, como muchos criollos anhelaban, ni en la independencia ni en la anexión a otro país del continente.

La larga incubación de la creencia en un destino excepcional culminó hacia mediados de siglo. Tras el fracaso de los esfuerzos anexionistas del trienio de 1848 a 1851, las elites criollas tuvieron que resignarse a seguir subordinadas a la Corona española, aunque se consideraban muy superiores a quienes les gobernaban. Para aliviar la amargura del sometimiento y la impotencia, se inventaron un mito compensatorio. Ese mito alcanzó su formulación más acabada en el Manifiesto de la Junta Cubana de Nueva York de 1855, que explicaba el origen, la evolución y las causas de la derrota de la revolución anexionista.

En sus párrafos finales, este notable documento proclamaba "la significación e importancia [de Cuba] en los destinos del universo" y su posibilidad de alcanzar "una prosperidad sin igual… y una grandeza indestructible, basadas en el equilibrio y regulación de los más valiosos intereses del mundo moderno". La Isla tenía una misión internacional grandiosa e imprecisa, que se haría realidad mediante la lucha revolucionaria. Este mito compensatorio surgió armado y perfecto, como Minerva del cráneo de Júpiter, cuando las circunstancias dieron al traste con el primer intento separar a Cuba de España.

Uno de los puntos flacos de esta cosmovisión era que la realización de un destino glorioso requería la acción de un "pueblo elegido" y era difícil imaginar que una sociedad compuesta de criollos blancos y mestizos, funcionarios peninsulares, algunos siervos chinos y casi un 50% de esclavos y libertos pudiera ser el agente providencial de este suceso. De hecho, la idea de una nacionalidad cubana distinta y separada de la española sólo cuajará en una parte significativa de la población después de varias décadas de lucha insurreccional. Lo que equivale a decir que el nacionalismo cubano surgió con retraso y lo hizo bajo el signo de la revolución.

El otro aspecto esencial de la creencia en el destino nacional grandioso solo realizable mediante la violencia política también tuvo que ver con EEUU. La influencia de este país en Cuba precedió a la formación de la conciencia de nacionalidad y la condicionó de múltiples y obvias maneras. Hasta en la idea misma de la excelsa predestinación formulada por los patriotas anexionistas resuena el eco del "destino manifiesto" que John L. O'Sullivan había proclamado para la Unión diez años antes, en la revista United States Magazine and Democratic Review.

En todos los esfuerzos revolucionarios que se desarrollaron en la Isla a lo largo del siglo XIX EEUU desempeñó una función de primer orden, ya fuera por acción o por omisión. Los insurrectos cubanos, minoritarios y mal armados, buscaron siempre la intervención de Washington en el conflicto, conscientes de que sería el único modo de librarse de España. Pero tanto la neutralidad estadounidense en 1850 y 1868 como su injerencia en 1898, que permitió finalmente la independencia, fueron motivos de crítica y frustración para las elites separatistas.

Cuando en 1902 se proclamó la nueva República, EEUU ya se había convertido en el deux ex machina de la historia insular con el que los cubanos mantendrían una conflictiva relación de odio-amor. La Enmienda Platt impuesta a la Constitución y el aumento de la inversión extranjera al amparo de la ocupación estadounidense sustentaron la acusación nacionalista de que Washington no había entrado en la guerra para ayudar desinteresadamente a los demócratas cubanos, sino para consolidar su dominio neocolonial sobre la Isla.

Los fracasos de 1855 y 1878, y la semivictoria de 1898, la muerte de los principales dirigentes independentistas y el papel que EEUU había desempeñado en cada una de esas etapas contribuyeron a forjar el mito de "la revolución inconclusa", que vino a completar la creencia en el destino nacional glorioso. Pero una revolución inconclusa con vocación planetaria no podía ser obra de un prosaico caudillo local. Necesitaba un mesías que encabezara la magna epopeya. A lo largo de la República, ese carisma mesiánico recayó sucesivamente sobre José Miguel Gómez, Mario García Menocal, Gerardo Machado, Fulgencio Batista, Ramón Grau San MartínEduardo Chibás y, por último, en Fidel Castro.

La reivindicación de la revolución inconclusa, el nacionalismo tardío, la injerencia de EEUU y la espera mesiánica de un redentor fueron generando en esos años un contexto cada vez más violento y populista. Aunque el progreso económico y social del país era evidente, los intelectuales magnificaban las lacras de la República, los políticos generaban expectativas descabelladas y la población esperaba cada vez más del Estado.

Gradualmente, la vida política se fue polarizando, aumentó la intolerancia y el recurso a las armas se hizo cada vez más banal. Se popularizó el criterio de que "hacía falta una carga para matar bribones/ para acabar la obra de las revoluciones", que exaltaban los versos de Rubén Martínez Villena. Este fue el caldo de cultivo de los movimientos que depusieron a Machado en 1933 y a Batista en 1959.

A diferencia de las insurrecciones del siglo XIX, que hicieron gala de meridiana claridad tanto en sus objetivos (anexión o independencia) como en su método (el levantamiento armado en campo abierto), las revoluciones cubanas del siglo XX fueron refriegas urbanas contradictorias, entre bandas que a menudo buscaban fines imposibles de conciliar entre sí. La historiografía oficial exalta la leyenda del foco guerrillero y las épicas batallas libradas en la Sierra Maestra. Pero lo cierto es que el soborno a los mandos del ejército fue mucho más eficaz que la parte estrictamente militar de la lucha, que hasta diciembre de 1958 consistió en escaramuzas de poca monta. De no haber sido por el dinero de la burguesía nacional y la función que desempeñaron las ciudades en 1957 y 1958, los alzados castristas podrían haber pasado medio siglo en las montañas sin alcanzar la victoria, como les ha ocurrido a las guerrillas colombianas.

En otro lugar he afirmado que el triunfo de Castro en 1959 fue consecuencia de una combinación letal de terrorismo urbano, represión policial, lucha guerrillera, corrupción y desidia gubernamental, mala prensa, expectativas descabelladas, suspensión del apoyo estadounidense y desafección de las clases media y alta, que terminaron por financiar generosamente a los grupos rebeldes, y no el simple resultado de una campaña militar que derrotó al ejército nacional, como cuenta el Gobierno actual. Pero la concurrencia de esos factores no habría tenido la misma eficacia sin la vigencia previa del mito de la revolución inconclusa y la creencia en un destino nacional grandioso que allanaron el camino a la tiranía totalitaria en 1959.

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