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Sociedad

La Navidad triste

'Es a los creyentes, y a los que no lo son tanto, a quienes corresponde celebrar la Navidad. Porque la alegría en semejante oscuridad es un grito de libertad, un desafío incontestable.'

Miami

Mientras se acerca la Navidad para el mundo occidental, Cuba, una vez más, permanece como si la tradición milenaria no existiera. La ausencia en los medios de comunicación del Estado —los únicos autorizados en todo el territorio nacional— de toda información sobre las fiestas navideñas, y el confinamiento al ámbito privado de sus símbolos —nacimiento o belén, el occidentalizado arbolito, y las luces multicolores— hacen de la Isla un caso único en el mapa de las culturas judeocristianas y grecolatinas actuales.

Creyentes y no creyentes de todo el planeta, exceptuando ciertos países practicantes de otras religiosidades, ya están de fiesta; las calles de medio mundo civilizado se ven distintas. Las personas también.

Pero esta Navidad será triste, como la anterior en Cuba —con la carga luctuosa adicional del Máximo Líder—, por los terribles anuncios de un 2018 que no se avizora nada halagüeño. Mientras la Asamblea Nacional del Poder Popular discute si fútbol o pelota, y la producción de latas, el ministro de Economía ha tratado de "embarajar" con números sin poder ocultar los déficits energéticos y agrícolas; las afectaciones climatológicas aún sin resolver, a los que se suma la ineficiente economía planificada y centralizada, piedra filosofal de donde sale el robo, la corrupción, la indolencia.

Es importante acabar de entender que mientras exista el comunismo en su variante castrista, en Cuba ni el catolicismo ni ninguna otra manifestación religiosa tendrán espacios en los medios de comunicación, en las escuelas, en la política y el entramado de la sociedad civil.

Que la organización del Estado tenga carácter laico no quiere decir que la fe quede circunscrita al ámbito de los templos y las casas de oración; que evangelizar sea un proceso limitado de persona a persona, como lo fue en tiempos de persecución religiosa.

La razón para limitar el alcance de las religiones, y su mensaje salvífico, redentor, es que en la Isla ya encontraron los santos y los salvadores; en los discursos del difunto está la verdad revelada; toda manifestación pública de religiosidad debe estar muy autorizada y sobre todo vigilada; promovida acaso como algo folklórico, rezagos del pensamiento mágico a los cuales el materialismo y la ciencia han derrotado para siempre. Como dijera el cardenal Ortega en alguna ocasión, en este tipo de regímenes no puede haber espacio en el corazón del pueblo para dos salvadores.  

Si hacemos un poco de memoria recordaremos que la tolerancia a las manifestaciones públicas de la religiosidad, en específico la católica, ha sido proporcional a las necesidades políticas y económicas del régimen. Ese nivel de instrumentalización de la fe se hizo evidente a inicios de los años 90, cuando hubo urgencia para atraer inversiones, no de ateos y de comunistas, sino de empresarios extranjeros judíos, musulmanes, cristianos, ortodoxos y católicos. Las tiendas en moneda convertible se adornaron con arbolitos. Algunas residencias pudientes plantaron nacimientos en sus jardines. Se aceptó la visita de un papa, Juan Pablo II.

Para desgracia de los cubanos que viven en la Isla, creyentes y no creyentes, Cuba no es sola vista con recelo fuera de sus fronteras por sus impagos y deudas financieras, sino porque una buena cantidad de empresarios no creen en nadie que no crea en nada. Aun peor: una ciudad apagada en diciembre, como lo es en estos momentos La Habana, que solo glorifica con carteles lumínicos y anuncios televisivos una revolución fracasada, no es confiable para invertir ni un solo peso. El animal asustadizo que es el millón de dólares no puede abrevar en un desierto espiritual ni en un oasis que ha demostrado ser un espejismo mal colocado.

Quizás el pueblo cubano no sea totalmente consciente del daño que ha provocado y provoca declararse ateo y comunista hoy; que José Martí, para nada católico sino liberal y masónico, habló de la necesidad de proteger y difundir los valores religiosos como alma ética, moral de una nación; que la oscuridad y la tristeza de la Navidad verdadera no se puede ocultar con conmemoraciones revolucionarias ni con loas a líderes que ya nada tienen que enseñarle al mundo; y que la ausencia de villancicos, películas alegóricas al cristianismo, procesiones y misas campales, son crímenes de lesa cultura, que no prescriben en la memoria espiritual de los pueblos.

Pero no son las jerarquías de las iglesias quienes deben rescatar la libertad religiosa, que no es predicar en un templo sino difundir por todos los medios y sin limitaciones los credos. Tampoco son los gobiernos quienes tienen que "tolerar" las religiones, pues solo basta con darles a los creyentes toda la libertad y la responsabilidad que pertenecen a los ciudadanos como derecho natural de libre asociación y pensamiento.

Es a los creyentes, y a los que no lo son tanto, a quienes verdaderamente corresponde celebrar la Navidad, publicitar sus esperanzas, estar alegres. Porque la alegría en semejante oscuridad es un grito de libertad, un desafío incontestable. Pedirle a Dios, o a quien no sea de este mundo, el 24 de diciembre y no el primero de enero, que el año que viene sea mejor para todos. Entonces, y solo entonces, cuando la oración este correctamente dirigida, la Navidad en la Isla no será triste nunca más.  

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