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Sociedad

Celia Cruz, nombre de cafetería prohibido

Un cuentapropista holguinero iba a ponerle a su cafetería el nombre de la cantante. Las autoridades se lo prohibieron, y le aconsejaron que le pusiera Azúcar.

Miami

La historia confirma lo carnavalesco de la Isla del absurdo. El personaje se llama Luis Hernández, vive en Holguín e intentó abrir un negocio privado. El cuentapropista —eufemismo casi lúdico para definir capitalista, dueño, propietario— había recibido un préstamo bancario para la inversión inicial. Luis obtuvo el financiamiento de la única compañía autorizada a darlo a nivel nacional. Por fortuna, no le "salió" en el expediente ser opositor del Movimiento Cristiano Liberación —¿faltó coordinación entre los "factores"?—.

Pero Hernández siguió adelante con su proyecto de 100.000 pesos cubanos, creyendo haber vencido la barrera más importante. En una muestra de temeridad, inocencia o quien sabe qué cosa, Luis se hizo un cartel con el nombre de la cafetería: Celia Cruz. Una vez más, los compañeros de la ONAT (Oficina de Administración Tributaria) de Holguín no coordinaron bien con los "factores" del territorio —léase ahora Seguridad del Estado— y el negocio fue inscrito como tal, Celia Cruz. Probablemente un esquimal hubiera podido decirles a los burócratas quien era Celia, y gritarles en su cara el internacional "Azúcarrr".

Una vez confeccionado el cartel y en camino a su instalación, dice el propietario por su cuenta que un oficial de la Seguridad del Estado le sugirió, para evitar problemas, el nombre de Azúcar en vez de Celia Cruz. El policía sí que conocía a La Guarachera de Cuba, o bien sus superiores lo alertaron de la pifia ideológica. No sabemos cómo ha terminado el drama de Luis y la cafetería innombrable. Pero lo que es casi seguro es que deba reinscribir el negocio, y de paso desaparecer el cartel.

Esta historia rocambolesca se repite a diario con su estilo kafkiano y toque de tropicalidad en la Isla de la comparsa perpetua. Estaría muy bien para una novela de Reinaldo Arenas, una pieza teatral de Virgilio Piñera y un texto anecdótico de Cabrera Infante, todos excomulgados de la literatura cubana en algún momento de sus vidas. Los cubanos sabemos de escenas de lo real maravilloso que no necesitan París para ser escritas.

En el cuento de Luis se pueden leer actualizaciones del "modelo" de incultura nacional y economía irracional. Si a los compañeros de la ONAT el señor Hernández le hubiera dicho que quería ponerle al café Blanca Rosa Gil u Orestes Miñoso, la sugerencia del oficial pudiera haber sido —siempre orientado por quienes saben quién es quién— La Muñequita que Canta o El Gran Minnie. Cada día se suman a la lista nuevos compatriotas negados; los organismos de control la tienen difícil; son muchos los "traidores" y pocos los hombres verdaderamente cultos que quedan en la Isla. Habrá que actualizar casi a diario el catálogo de "cubanos innombrables".

Luis se queja con razón. No con prudencia, virtud cardinal. Celia Cruz, la nuestra, es un símbolo universal de la cultura cubana, como dijo él. Pero la Isla, culturalmente, suele estar fuera del Universo. ¿De qué cultura hablamos? ¿Es la cultura cubana incluyente o excluyente? ¿Es una cultura revolucionaria o cultura, sin adjetivos? ¿Es posible una cultura amplia, enciclopédica, integral, en una sociedad totalitaria donde el Estado lo controla y lo vigila todo?

Nada que vaya contra la narrativa cultural oficial fue, es y será permitido. Si mucho se quiere ayudar a la reconciliación y la reconstrucción —eso y no menos— cultural de Cuba es empezar por dar a conocer a nuestros jóvenes los cientos de artistas, escritores, músicos, pintores, políticos, profesionales y deportistas que "no existen". El señor Hernández hizo un abuso de lesa cultura con los compañeritos de la ONAT.

El otro punto interesante es cómo la ideología, el control del pensamiento y de las emociones de millones de personas, sigue siendo prioridad uno. Luis pudiera haber dado trabajo a varias personas. Y comida, diversión, tal vez a decenas de holguineros. Pero un cartel, un nombre, lo puede arruinar de golpe. Es preferible tener desempleados, hambrientos y aburridos, a "salseros gusanos". Esta vez, y aquí la singularidad, el oficial sugirió no mencionar a Celia sino su grito de "guerra", su "otro yo": "Azúcar". Si en verdad el oficial actuó de esa manera, debemos darle crédito a su capacidad de negociación. O tal vez a sus superiores; en otra época, Luis estaría preso. En esta ocasión, dice él, solo trataron asustarlo un poco.

Imaginemos pues, la siguiente escena. Luis Hernández acepta hacer un nuevo cartel: Azúcar. Y puede abrir el local. Sobre el estante donde reposan botellas, vasos y otros enseres, cuelga una foto de Celia Cruz. Al lado, en letras fosforescentes, la palabra Azúcar. Los compañeritos de la Oficina Tributaria van por un café al mediodía. Y le preguntan a Luis por la mujer de la foto. "Es una tía mía", contesta él. En un reproductor de discos compactos, a todo volumen —como se oye la música en Cuba—, la sonera más grande de todos los tiempos, canta: "Ay, no hay que llorar/que la vida es un carnaval/Y es más bello vivir cantando/que la vida es un carnaval/ y las penas se van cantando…"

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