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Política

Estatuicidios

A la luz de los acontecimientos en Charlotteville, EEUU, ¿cómo plantearse la demolición de estatuas y monumentos en una Cuba futura?

Miami

El último episodio de la novela política estadounidense —que parece no tener fin— trata sobre el derribo de una estatua y en su lugar, la erección del extremismo y la violencia como hacía años no se veía por acá. Este capítulo comenzó cuando en febrero pasado el Ayuntamiento de Charlotteville (Virginia) decidió retirar la estatua del general confederado Robert E. Lee. El militar es una figura polémica, pues a pesar de estar en el bando de los esclavistas, hay referencias suyas a lo deleznable de tal práctica.

Lo que podríamos llamar actitud estatuicida en estos momentos goza de muy buena salud. En España, por ejemplo, aún se discute el destino del monumento del Valle de los Caídos y se propone sacar de allí los restos del generalísimo Francisco Franco, y del fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera. El problema es que allí descansan también más de 30.000 combatientes de ambos bandos, fallecidos durante la Guerra Civil.

Ese es el dilema de inmortalizar a los hombres a través de las artes. Cuando los héroes y mártires quedan perpetuados en una pintura, una estatua o un documento fílmico, ¿qué hacer desde la estética y la ética? ¿Son compatibles la belleza y la maldad al mismo tiempo? ¿Quién define cuál héroe debe quedar en piedra y bronce esculpido, y cuál debe ser arrancado de su pedestal como una mala hierba?

Es un conflicto que tarde o temprano, y en la Cuba que ha de venir, tendremos que resolver con mucho tacto para no hipotecar un futuro de imprescindibles reconciliaciones. Ya sabemos cómo lo resolvieron, fácil, quienes se hacen llamar herederos de los mambises: arrancaron de cuajo todas las estatuas de la Avenida de los Presidentes, algunos verdaderos héroes de la contienda. Allí quedaron los pies de Tomás Estrada Palma, el hombre a quien José Martí nombró su sucesor en el Partido Revolucionario Cubano.

Y también, un poco más sutil, fue ocultar el Cristo de Gilma Madera que corona la Bahía de la Habana: rodearon la imponente estatua de casuarinas para que no se viera, sin darse cuenta de que los falsos pinos oficiaron de pararrayos naturales y protegieron la obra. Al final, el Cristo de la Bahía está ahí, como la Puerta de Alcalá, viendo entrar y salir unos pocos barcos mercantes… vacíos.  

Llegada la hora de exponer la historia verdadera, ¿qué hacer con los símbolos "revolucionarios"? Por ejemplo, con la llamada Plaza de la Revolución. Parece muy claro que la imagen de Ernesto "Che" Guevara sería derribada muy pronto, aun cuando a muchos en Cuba todavía les parezca un guerrillero noble y un héroe compasivo. ¿Debería volver a llamarse Plaza Cívica y desaparecer de allí el autoproclamado e inmortal partido único? ¿Renombrarían el Parque Lenin? ¿El cine Yara volvería a ser Radiocentro, cuando dos generaciones de cubanos desconocen el nombre original? Y el Teatro Karl Marx, ¿seguirá llamándose como el autor intelectual de tanta miseria y desunión entre cubanos?    

No será de extrañar que haya necesidad de alguna contención al inicio. Así ha sucedido en casi todos los países excomunistas. La ira se desata contra los símbolos al no poder vaciarla sobre quienes traen al mundo infelicidad, tristeza, indigencia. A veces no importa cuánto de belleza y originalidad hay en la creación. Por fortuna, casi todas las "obras" socialistas padecen un realismo que las hace verdaderos adefesios, de modo que tumbarlas es más un acto de legítima defensa estética que una operación de venganza política.

Para quienes aún dudan de la genialidad de Fidel Castro —genio del mal, pero genio al fin—, su última morada es un mogote de mal gusto. Salvo su nombre, nada evidencia que allí descansan sus cenizas —vox populi dice que, al hacerse "santo" sus restos no fueron cremados y descansa en sitio menos apacible—. No es una estatua ni un mausoleo. No esta momificado. De manera que no hay que tumbarlo ni quemar un objeto embebido en formol y algodones. Tampoco, según su testamento, habrá reproducciones de su imagen en la Isla; no veremos un Fidel de bronce doblarse sobre sí mismo hasta partirse, y nadie le dará zapatazos en la cara, como a Sadam Hussein.

Así que la "venganza simbólica" de quienes fueron víctimas del castrismo en Cuba no será posible. No al menos de una manera tan tradicional. Sobre todo si entendemos que muy a pesar de todo, todavía hay gente en Cuba que, como en España, se niegan a exhumar a Franco, o en Iraq reverencian una foto de Hussein. El mogote en Santa Ifigenia podría ser una piedra más; una piedra en el camino a la futura e imprescindible reconciliación de todos los cubanos. En ese caso, tal vez será mejor darle la vuelta al mojón que devolverlo a la sierra de donde salió.  

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